martes, 27 de julio de 2010

Veintiocho horas

Las manecillas del reloj caminan lentas hacia las seis, las seis en sombra de la madrugada. Agotado, sentado en el borde de una senda en medio de la oscuridad, envuelto por la imponente negrura del bosque de Valsaín, apoyo mi cabeza en las rodillas, y los ojos se me caen. Los entreabro, y a mi lado en la oscuridad veo a Jesús y a Juan, en idéntica situación. Rotos de sueño, destrozados por casi noventa kilómetros de montaña, pero no derrotados. Un poco más atrás, Fran también descansa, al límite de sus fuerzas. Vuelvo a cerrar los ojos, y mi cabeza vuela hacia atrás, al momento en que empezó todo esto, hace apenas unas horas. Horas intensas, felices, agónicas. Horas de esfuerzo, y de dolor. Horas de amistad y camaradería. Horas duras y hermosas como cristal de roca. Horas de disfrute absoluto y de sufrimiento extremo. Horas que no olvidaremos jamás.


Por fin llegó el día. Estamos aquí, en el polideportivo de Navacerrada, pasando el control de material. En unos minutos se pondrá en marcha esta insensata aventura en la que, con más corazón que cabeza, como acostumbramos, nos hemos embarcado unos cuantos paquetes: Luis CyT, Iván Cabesc, Angel Malaika, Guille, Andrés Bandoneón, Sergio Mayayo, Fran Yoku, Javi Locomotoro, Juan Aspen, Carlos Darth, Jesús Zero, Nacho Silvestre... cuanta buena gente, cuanta ilusión. Risas nerviosas, fotos, charlas... estamos deseando que esto empiece de una vez. Sobre las montañas que nos aguardan, la oscura amenaza de las nubes nos hace esperar una jornada pasada por agua. Tanto temer el calor, y ahora… La montaña, una vez más, es imprevisible.


Grandes Tipos, los Paquetes (foto cortesía de Mayayo)


¡La salida! Con una sonrisa en la boca (insensatos) nos ponemos en marcha. Una muchedumbre de atletas, pertrechados de mochilas, bastones, y toda clase de artilugios, nos hacen parecer, como decía el Loco, más buhoneros que corredores. Pero allá vamos. Recorremos las calles de Navacerrada, donde tenemos la alegría de ver (con cara de sueño) a Txamo, que ha ¿madrugado o trasnochado? para vernos y tirarnos alguna foto. Todo son sonrisas, bromas, ilusión a flor de piel. Pronto dejamos el pueblo y encaramos el camino de la Barranca. El grupo empieza a estirarse. Sergio, Luis, Angel e Iván se han ido para adelante y ya no les veremos más; su ritmo es otro, y no tenemos dudas de que lo conseguirán. El resto (el grueso de la paquetería, como le gusta decir a Darth) permanecemos más o menos agrupados, marchando a buen paso; el Loco y Silvestre parecen descolgarse poco a poco, pero se mantienen a la vista. Pasada la Fuente de la Campanilla, el camino va ganando altura y haciéndose cada vez más abrupto. La primera gran subida del día, la montaña Maliciosa, empieza a cobrar su tributo en forma de esfuerzo y sudor. Pero las fuerzas aún están intactas, y subimos con decisión y fe. Miro hacia atrás, y aún creo distinguir a Locomotoro, pero ya no veo a Silvestre; la hilera de corredores se pierde entre las nubes que nos rodean. El día está frío, neblinoso, parecería una mañana de otoño, pero estamos a 3 de julio. Pronto las nubes van cerrando sobre nosotros, y una fina lluvia comienza a caer. Empezamos bien. Me paro a ponerme el chubasquero, y veo como mis compañeros siguen y se pierden en la niebla delante de mí. Arranco a andar de nuevo bajo la lluvia, atisbando entre la neblina y la lluvia a los corredores que me preceden a ver si veo a alguno de mis amigos. Por fin veo a Darth. Trato de acelerar para ponerme a su altura, pero joder con el abogado, está fuerte el tío. Me cuesta Dios y ayuda llegar hasta él, poco antes de llegar al primer control del día. La Maliciosa, 2 horas y cuatro minutos de carrera.

Hay que bajar, y lo hacemos con cuidado. La lluvia ha empapado las rocas, y el descenso ya de por si complicado puede tornarse peligroso. Estoy pensando que es una lástima que no se vea nada del paisaje que nos rodea, cuando como respondiendo a mi apenas formulado deseo las nubes se abren delante de mí, dejándome ver el collado que nos espera abajo y la ladera de enfrente, por la que serpentean multicolores los corredores. La imagen es bellísima, la lluvia parece haber cesado, y me siento feliz y afortunado por estar aquí. Alcanzo a distinguir a Fran delante de mí, y poco a poco nos vamos acercando a él. Carlos se queda un poco rezagado, su puñetero gemelo empieza a darle guerra. Pero yo me uno a Fran, y juntos cresteamos la sierra de los Porrones y nos adentramos en el húmedo y empapado bosque de camino a Canto Cochino. La senda es muy corrible, y aprovechamos para ir trotando y ganar algo de tiempo, “calderilla” como dice CyT. Es uno de los mejores momentos del día. La temperatura es fresca, el bosque regado por la reciente lluvia exhala sus mejores aromas, nuestras fuerzas están intactas, y corremos bajo los pinos envueltos por la belleza infinita y grandiosa de la montaña. Fran me dice que se siente feliz, y no puedo estar más de acuerdo con él. Llegamos por fin a Canto Cochino en un tiempo excelente, 3 horas y 32 minutos de carrera, con casi tres cuartos de hora de adelanto sobre el cierre.


Foto de familia en Canto Cochino. Nos falta el Loco, ay, el loco...


Aquí nos avituallamos física y moralmente, porque al agua y alimentos sólidos hay que añadir que han venido a vernos y animarnos otro puñado de buenas gentes, desafiando a la lluvia y a las amenazas de tormenta: las Wind sisters Marina y Paloma, Canillas, Luis Ibki, Txamo, Abel Afa… Cómo se agradece este empujón, gracias chicas y chicos. También recibimos SMS’s de ánimo, como el de Malagueta desde Almería: “…toda la suerte del mundo, paquetillos, estáis en nuestros corazones”, o el del maestro Gebre: “La Maliciosa quedó atrás. La Morcuera pronto lo hará. Y como se me da mal rimar, mucho ánimo y acabar”. Me emociono un poquito (soy facilón), y me acuerdo de todos los paquetes, en especial de Jordan y Gebre. Al uno un resbalón en el hielo, y al otro un resbalón de la vida, les han impedido estar aquí compartiendo esta aventura; estoy seguro de que el año que viene no faltarán. Mientras bebemos, comemos, nos reímos y fotografiamos, el pelotón paquetil se va reagrupando. Llegan Guille y Bandoneón, charlatanes y alegres (no dejaron de animarse a grito pelado en la subida de la Maliciosa) y al rato aparece Carlos Darth, con dos malas noticias. Silvestre no ha llegado a coronar la Maliciosa, y se ha dado media vuelta. Ser papá de nuevo y preparar una carrera de 110 kilómetros son dos tareas incompatibles, y el bueno de Nacho siempre ha tenido clara su prioridad. Habrá más GTP’s para él. Pero la segunda mala noticia es que Carlos se retira. El gemelo le ha dado un aviso serio, y de seguir en carrera se juega su integridad física y la temporada de buceo. Lástima, porque estaba muy fuerte, como demostró en el MAM. Creo que toma la decisión correcta, pero no deja de afectarnos ver que sufrimos las dos primeras bajas. Y el Loco, infatigable compañero el día del MAM, tampoco llega, lo que acrecienta nuestra preocupación. Pero no podemos esperar más, so pena de perder el margen que hemos ganado en este tramo. Así que nos despedimos de nuestros “animadores”, y formamos un cuarteto: Fran Yoku, Jesús Zerolito, Juan Aspen, y yo mismo. A partir de ahí, y hasta ese negro pinar de Valsaín, los cuatro haremos juntos la carrera, compartiendo penas y alegrías durante más de setenta kilómetros.

La subida al collado de la Dehesilla es dura. Las nubes se están levantando, el sol de julio empieza a hacer acto de presencia, y la tierra respira pesadamente jirones de vapor. El calor húmedo y la pendiente son un cóctel explosivo. Sudo a chorros, pero por fin llegamos al control de arriba del collado. 4 horas y 48 minutos de carrera. La bajada, por una ladera exuberante de vegetación y humedad, se hace complicada. A pesar del apoyo de los bastones, me pego el primer par de culetazos, que hieren más mi orgullo que mi cuerpo. Empiezo a notar las primeras molestias en los pies, sorpresa desagradable y preocupante, porque en el MAM no sufrí en absoluto de los pies. No sé si serán las zapatillas húmedas, el calor, o las dos cosas, pero empieza un calvario que acabará por hacer que cada paso sea puro dolor. Dejamos la senda para coger un camino que ya merece tal nombre, recorriendo los para mi gusto más insulsos kilómetros del GTP, bajo un calorcillo regular (podía haber sido mucho peor), hasta llegar al siguiente control, la Ermita de San Blas, 6 horas y 30 minutos de carrera. Este tramo se está haciendo eterno, y aún queda la subida a La Morcuera, que recuerdo de aquel durísimo entrenamiento que nos hizo ver a todos la magnitud del monstruo que teníamos delante. Nos avituallamos, llamo a casa a dar el parte de novedades, y como me entretengo más de la cuenta, cuando arranco veo que mis compañeros me llevan algo de ventaja. Cien metros todo lo más. Cien metros que me cuesta un mundo recortar, me pego un buen calentón. Cuando por fin llego a su altura, en plena subida, hago un “autochequeo” y veo que no voy bien. Los pies han pasado de la molestia al dolor. Treinta y pocos kilómetros y me siento dolorido y agotado, con la sensación de ir con el gancho permanentemente, un punto por encima del ritmo que querría llevar. Juan camina con esa ligereza aparentemente fácil que le caracteriza. Jesús, con una fuerza y determinación impresionantes. Fran, con la tenacidad de los que nunca se rinden. Y yo voy jodido. Estoy comiendo y bebiendo, tomando sales, pero a pesar de todo mi viejo enemigo, el calor, sigue siendo mi Kriptonita. Claro, del malestar físico al mental sólo hay un paso. Los pensamientos negativos empiezan a abrirse paso a manotazos en mi cabeza. Por primera vez pienso que no voy a poder seguir, y tendré que abandonar; solo tengo la duda de si hacerlo en La Morcuera o seguir hasta Rascafría, para hacer al menos medio GTP. Me invade la rabia y la frustración, el sentir que el sueño se esfuma entre mis dedos. Rumio en silencio mi desconsuelo, tanto que mis compañeros, a pesar de que yo no sea precisamente charlatán, se extrañan de mi mutismo. Apenas alcanzo a decir que estoy “muy cansado”. Juan me dice algo que entonces no creí, pero el tiempo le daría la razón: “estás cansado, lógico, pero tu cuerpo puede seguir funcionando con ese cansancio un día entero. Es cuestión de cabeza”. Pues será cosa de cabeza, pero a mí me duelen los pies, tengo una molestia en la cadera, y mi estómago no está en su mejor momento. Y los kilómetros se eternizan hacia La Morcuera, y el Sol pega, y busco la sombra para huir de él, y parece que no llegaremos nunca. Jesús y Juan se despegan unos metros por delante, yo sigo la estela de Fran-diésel, que sube a su ritmo, incansable, ritmo que trato de que sea el mío. Cerca ya del puerto, unos voluntarios nos animan “¡ese chico! ¡esa chica!” dicen al paso de cada corredor. Al llegar yo, una de esas voluntarias me dice “¡ese chico de Rivas!”. Sorprendidísimo, dejo de mirarme los pies, la miro, y la reconozco de la meta del MAM, donde cambié unas palabras con ella. Qué detalle el suyo al recordarme, y darme esos ánimos “personalizados” cuando más los necesitaba. GRACIAS, a ella y a todos los voluntarios, no hay más que esa palabra para agradecerles su trabajo y su esfuerzo.

La Morcuera, por fin. 8 horas 17 minutos de carrera, casi 40 kilómetros. Ficho en el control y caigo rendido al suelo. Estoy derrotado. Es imposible que pueda seguir, no uno ni dos, sino ¡setenta! kilómetros más. GTP, has ganado. No he podido contigo... En estos alegres pensamientos estoy, cuando aparece un rostro que no esperaba ya ver hoy: Javi Locomotoro. Nos cuenta su odisea con el GPS de Gebre, que perdió en la Maliciosa, y tuvo que darse la vuelta y volver a subir para buscarlo (¡y lo encontró!), pero se dio tal calentón y perdió tanto tiempo, que desde entonces fue con los escobas hasta abandonar en la Ermita de San Blas, consciente de que no podría llegar a La Morcuera antes del cierre de control. Pero en lugar de irse a casa se ha venido hasta aquí a ver como estamos y a ofrecernos los macarrones con tomate que tenía preparados. Que tío más grande. Lo malo es que yo debo estar verdaderamente mal, porque apenas puedo comer nada. Veo como Jesús, Fran y Juan comen pasta, pero yo apenas la pruebo. Juan me dice: “Jorge, no hagas tonterías y come”. Obediente, lo hago a regañadientes, como mis hijas cuando “les duele la tripa”. Bebo, descanso, como. Y no sé si es la bendita agua, el bendito descanso, o los benditos macarrones de Locomotoro, pero vuelvo a la vida. Cuando echamos a andar de nuevo, lentos para asimilar la comida y la bebida, los pies rabian de dolor, pero por lo demás me encuentro mucho mejor. Me digo: “por lo menos hasta Rascafría, Jorge”. Este tramo se me hace más agradable. Cuesta abajo, física, mental y casi milagrosamente recuperado, vuelvo a disfrutar de estar aquí, de la hermosura del paisaje, del olor de los pinos, de la inmensidad de las montañas. Bueno, salvo cuando Jesús señala con la mano el lejano puerto del Reventón al que hay que subir, y toda la cuerda hasta Peñalara que habremos de recorrer. Ganas me dan de darme la vuelta hacia La Morcuera. Madre de Dios. Es mejor no pensarlo. Seguimos con buen ánimo, hasta trotamos a ratos, y llegamos a la zona de las Presillas, donde la gente que nos cruzamos nos mira como si fuéramos extraterrestres, salvo unos pocos que nos animan. Por fin, el control del Puente del Perdón en Rascafría. 10 horas 44 minutos de carrera, más de 50 kilómetros en las piernas. Aquí en el avituallamiento hay hasta minibocadillos de jamón y queso. Qué ricos. Los voluntarios se desviven una vez más con nosotros, ofrecen bebida, vaselina, réflex. Decido echar un vistazo a mis pies y cambiarme de calcetines. Madre mía. Tengo unas ampollas en los talones del tamaño de monedas de dos euros (o más). Las de los dedos da miedo verlas. Todo el pie está hinchado. Es un horror. Me pongo un par de Compeed sobre las ampollas, vaselina, calcetines limpios, me calzo las zapatillas y… los pies siguen rechinando de dolor. Lo sensato sería acabar. Pero, cagonlamar, me encuentro con fuerzas para seguir. Dudo un segundo al pensar en otros sesenta kilómetros con dolor de pies, pero decido que voy a continuar. Le dije a mi mujer que Rascafría sería el punto de decisión, así que la llamo y le digo que voy a seguir. El par de segundos de silencio al otro lado del teléfono son más expresivos que mil palabras. Sé que no le hace maldita la gracia que continúe, porque eso significa Peñalara y la noche. Pero me apoya, me anima, y me dice que tenga cuidado. Dicen que detrás de un gran hombre, hay una gran mujer. Pero a veces, algunos hombres grandes (1.85, no está mal) tenemos la suerte de tener no detrás, sino a nuestro lado, a una de esas grandes mujeres. Y doy gracias por ello. Otra vez me emociono, hay que ver qué chico, siempre con la lágrima preparada. Mando un mensaje por el móvil informando de que seguimos adelante. Recibo la respuesta de Juan Uros: “Ánimo y cabecita. Ya solo es restar. Cuidaros”. Y de mi amiga Elisa, que me anima pero también me dice “No te pases. No pierdas la cabeza”. Parece que mi cabeza tiene una bien ganada fama de no estar en sus cabales, pero me reconfortan los ánimos recibidos, siento muy cerca a todos los que han compartido conmigo (y soportado) estos meses con una idea fija en la mente, un sueño en el que estoy metido de pies a cabeza. Y acabo de pasar el punto de no retorno; ya no hay vuelta atrás.

Nos ponemos en marcha de nuevo. Los pies duelen, ni más ni menos que antes, pero uno casi llega a acostumbrarse a esa horrible sensación de ir caminando sobre cristales rotos. Acostumbrados a nuestra vida ociosa y regalada, en la que apenas tenemos que girar un grifo para beber y alargar la mano para comer, hemos perdido la conciencia de nuestras propias capacidades de esfuerzo y sufrimiento. Como decía el anuncio de una bebida deportiva, “el ser humano es extraordinario”. Y bueno, yo extraordinario no soy, más bien normalito tirando a feo, pero veo que puedo soportar el dolor, y por primera vez en muchos kilómetros creo que voy a llegar lejos. No sé cuánto, pero pasar la noche encaramado a los riscos guarrameños no me lo quita nadie. Atravesamos el pueblo de Rascafría, lleno de ambiente deportivo… por el inminente partido de fútbol de España, jugándose con Paraguay el pase a semifinales del Mundial. Los atletas apenas atraemos alguna mirada curiosa, y si acaso alguna palabra de ánimo. Fútbol es fútbol. A la salida, unos paisanos nos preguntan que si vamos al Reventón. “¿Vais a pasar la noche allí?” Bueno, sí, pero no. Vamos a pasar la noche en la montaña, pero no a dormir. Caras de incredulidad. “¿Pero de dónde venís?” De Navacerrada. Caras de incredulidad al cuadrado. Miradas nerviosas. “¿Y a dónde vais?”. A Navacerrada otra vez, dando un pequeño rodeo por el Reventón, Claveles, Peñalara, La Granja, La Fuenfría… Caras de incredulidad al cubo, mirándose entre ellos preguntándose la magnitud de nuestro más que evidente daño cerebral. Yo creo que alguno se queda con las ganas de llamar a la Guardia Civil, o al siquiátrico. Pero nos vamos para arriba, subiendo como locos, locos por subir. Esta no es una ascensión difícil. Es larga, por una buena senda con pendiente constante, atravesando un precioso robledal. La tarde va cayendo; la menguante luz del Sol (que a pesar de las amenazas de tormenta no ha dejado de lucir) juguetea con las hojas de los árboles, y algún rayo travieso consigue a veces atravesar la bóveda vegetal, llenando el bosque de una luz mágica. A pesar de los dolores, los kilómetros y el esfuerzo, disfruto esta subida, este momento, esta maravilla de estar vivo (como mis doloridos pies se empeñan en recordarme) En la subida, asistimos a un ejemplo de selección natural que habría hecho las delicias de Darwin. Los más fuertes se van por delante (Jesús y Juan), y los elementos más débiles nos quedamos un poco por detrás. Durante un tiempo me empeño en cazar infructuosamente a los de delante, seguido por Fran. Al cabo de un rato, es Fran el que tira, seguido por mí, sin que haya forma de pillar a nuestras dos liebres. Pero arriba nos esperan. Cuando por fin coronamos el Reventón con las últimas luces del día (13 horas y 54 minutos de carrera, 61 kilómetros, son casi las diez de la noche), Jesús nos recibe a Fran y a mí con indesmayable ánimo, apretón de manos, palmada en la espalda. Si no fuera por mis compañeros, hace rato que habría abandonado. Estaría en casa, con los pies metidos en un barreño, tomando algo calentito, recibiendo los mimos y reproches cariñosos de mi Santa. Así que no sé si darles las gracias o una buena patada; al final me decanto por las gracias, porque con mis pies una patada me dolería más a mí que a ellos. Los voluntarios nos informan de que hay unos 7 kilómetros a Peñalara, y luego 9 a la Granja. Echamos las cuentas de la lechera, y decimos: “son las 10, en un par de horitas estamos en Peñalara, en otro par en la Granja, a las dos de la mañana; más de dos horas hasta el cierre de Control para descansar, y hasta echar una cabezadita.” Fíjate tú, que listos que somos. Pero la montaña se encargará de ponernos en nuestro sitio. Y lo hará de forma descarnada, feroz, salvaje.


Paquetillos reventados, digo en El Reventón


La noche cae sobre nosotros, y con ella el termómetro se viene abajo. Nos ponemos manga larga, Juan que es muy friolero añade el cortavientos y un par de guantes, nos colocamos el frontal, y hale, echamos a andar, que tenemos una cita con Lara y no es de caballeros hacerla esperar. Cada vez que arranco a andar después de una parada, el dolor de los pies parece insoportable, pero al poco rato puedo seguir, tengo que seguir. Sobre los rescoldos del día, antes de que la oscuridad se adueñe del mundo, la silueta de Peñalara se recorta imponente. Por su ladera, se ve un rosario de lucecitas blancas y rojas: son los corredores que nos preceden, que ya han hecho cumbre y bajan por una pendiente que, de lejos, se antoja imposible. De cerca sería peor. A la luz de nuestros frontales, vamos recorriendo la cuerda hacia el risco de Claveles. Escuchamos el lejano rumor del goooooooool de España. Todo un país pegado al televisor, menos tres centenares de locos corredores y unos doscientos voluntarios no mucho más cuerdos. Sólo unas cuantas vacas silenciosas contemplan, más curiosas que asustadas, el paso de esas criaturas de dos patas con una luz en la cabeza. Hay otra luz que anida en sus esforzados corazones, el deseo de llegar más lejos, más alto. Es noche cerrada cuando llegamos al bosque de piedras del Risco de Claveles. Los corredores nos agrupamos, buscamos a la luz de los frontales las marcas que balizan el camino, a veces bien visibles, a veces no tanto. Trepamos por la roca descarnada con paso inseguro, lento, vacilante, avanzando trabajosamente. Un par de vistosas salamandras negras y amarillas nos salen al encuentro, una vez más me acuerdo de Gebre y de su hijo, en su incansable búsqueda en Gredos de un bichejo semejante a éste, ahora desconcertado al verse en la mano de Juan, enfocado por media docena de focos luminosos que apenas dejan ver tras ellos unos rostros afilados, de ojeras hundidas, con el cansancio esculpido en sus caras. Mientras trepo por los pedruscos, a veces vuelvo la mirada hacia fuera de la ruta. La luz del frontal se pierde en un abismo de negrura espantosa, que no parece tener fin; siento en la nuca un miedo primigenio, ancestral. Pero lo deshecho y me concentro en seguir subiendo. Una vez más, Juan y Jesús se van por delante, yo me quedo atrás con Fran. Las piedras no parecen acabarse nunca, las piernas cansadas trastabillan más de una vez en sus precarios apoyos sobre rocas aparentemente firmes que, a veces, se mueven bajo nuestros pies con siniestro chirrido, rompiendo el negro silencio que nos envuelve. Un voluntario anuncia el fin del calvario “doscientos metros y se acaban las piedras”. Los doscientos metros parecen dos mil, pero por fin llegamos al control de Peñalara. 16 horas y 38 minutos de carrera, casi 70 km. en las piernas. Una vez más nos reagrupamos, constatamos que el “par de horas” hasta Peñalara han sido realmente 2:44, y seguimos adelante. Hemos ascendido mil trescientos metros desde Rascafría, y ahora hay que bajar mil doscientos hasta la Granja. Se han propuesto rompernos las piernas y lo van a conseguir. El principio de la bajada es por una pedrera infernal, de fuerte pendiente. Jesús y Juan vuelven a ganar unos metros. Fran lo está pasando mal, y yo no estoy mucho mejor, así que nos quedamos por detrás. Pronto les perdemos de vista, igual que a un grupito que nos adelanta en la bajada. Estamos solos los dos. Fran me dice que me vaya por delante, que él ya verá como baja, que si me quedo con él no llegaremos. ¿Pero a dónde voy a ir yo, si no puedo con mi alma? ¿Y cómo le voy a dejar sólo, de noche, en mitad de esta maldita montaña? Le animo como puedo, le digo que tenemos tiempo, que vamos a llegar en tiempo, que lo vamos a hacer juntos. Me pongo en cabeza para hacer la bajada, por un sendero apenas intuido con una pendiente tremenda. Las piernas sufren para sujetarme en la pendiente, los pies duelen aún más que subiendo, y como miro hacia delante buscando la siguiente marca en la oscuridad, no veo donde piso, lo que me cuesta pegarme un par de morrones espectaculares, ante la horrorizada mirada de Fran. Pero fuera de alguna magulladura, no hay daños. Sí que empiezo a notar un dolor nuevo que se añade a mi ya extenso catálogo de molestias: la rodilla derecha se está cargando en la bajada, y con un sordo runrún mi sufrida articulación hace notar su presencia. Por fin, terminamos la bajada. Ha sido horrible. Pero estamos enteros y vivos, dolorosa e intensamente vivos, respirando con ansia el frío aire de esta noche inolvidable. Cruzamos algunos arroyos, bebemos de su agua cantarina y nos refrescamos, y cogemos una senda a través del bosque que habrá de llevarnos a la Granja. Sigo en cabeza, ponemos un ritmo de marcha bastante aceptable, tanto que a lo largo de los interminables kilómetros bajo las estrellas y los pinos, empezamos a alcanzar y superar a unos cuantos corredores de los que nos precedían. Saludamos a todos, muchos devuelven el saludo, algunos ya no tienen fuerzas ni para saludar, caminan como espectros en medio de la noche. De nuevo, el camino se hace eterno. Escucho ecos lejanos de música, La Granja tiene que estar ahí, pero parece que no llegaremos nunca. Pero llegamos. Son más de las tres y media de la mañana (y pensábamos llegar a las dos…) Muy justos, pero en tiempo; estamos seguros de que Jesús y Juan se habrán ido ya, es imposible que apuren tanto para esperarnos poniendo en peligro continuar en carrera. Pero cuando entramos en las calles del pueblo, Fran recibe una llamada en el móvil: es Jesús, que quiere saber cuánto nos falta para llegar, porque nos están esperando. Hace más de media hora que llegaron, pero no se irán sin nosotros. Me siento agradecido, emocionado… Siempre he sabido que sólo no podría hacer esto. Ahora sé que, con ellos, haré esto y lo que me pongan por delante. Llegamos por fin al control de La Granja, Jesús sale a nuestro encuentro con una inmensa sonrisa, solo eclipsada por el enorme bocadillo que sostiene en sus manos, me ofrece un mordisco y yo, por no hacerle un feo y porque me muero de hambre, acepto encantado. Llevamos 19 horas y 38 minutos de carrera. Oficialmente, unos 78 kilómetros, aunque el GPS de Fran canta una realidad bien distinta: 84 kilómetros, 6 más de los anunciados. ¿Queríais GTP?: tomad taza y media.

Y hablando de tazas, llevamos todo el camino pensando en el prometido caldito caliente que nos van a dar aquí. De entrada, Jesús nos dice que se ha terminado, y nos llevamos un chasco considerable. Pero luego aparece un voluntario con un puchero más de caldo, y me sirve un generoso vaso. Después de un día entero comiendo y bebiendo porquerías, el líquido caliente que baja por mi garganta me parece néctar divino, pura vida que caldea mi cansado corazón y mi entumecido cuerpo. Una vez más, gracias infinitas al artífice de este regalo, el dueño de un restaurante de La Granja. Mientras bebo el caldo y picoteo en el avituallamiento, miro a mi alrededor. Veo a Juan intentando dormitar sobre dos sillas, sentado con las piernas estiradas. Paseo la mirada por el resto del Control, y parece un Hospital de campaña en algún frente de batalla. Corredores abatidos, desplomados en las sillas, alguno tapado con la manta térmica, de rostros desencajados y mirada perdida, esperan el autobús que ponga punto final a su aventura. Los voluntarios nos informan de que sólo seguimos en carrera doscientos y pico corredores. Hay ya más de doscientos abandonos, lo que da idea de la terrible dureza de la prueba. Nos enteramos de que entre los caídos están Bandoneón (en Rascafría) y Guille (en el Reventón, obligado a retirarse por problemas estomacales). Pero nosotros estamos aquí. Nos quedan algo más de 30 kilómetros, un abismo, pero vamos a ir a por ellos. Fran intenta que nos vayamos los tres por delante y le dejemos a él a su ritmo, pero le convencemos a duras penas de que ha superado el mal momento de Peñalara y ha hecho el tramo a buen paso, adelantando gente, llegando en tiempo, y podemos seguir juntos. Nos ponemos en pie. Vamos a continuar. Nos despedimos de los siempre admirables voluntarios, y empezamos a andar. Mis primeros pasos, como siempre, son puro dolor. Pero se une algo nuevo. La maltrecha rodilla derecha, que tanto ha sufrido en la bajada de Peñalara, se ha enfriado, y ahora duele como el infierno. El dolor baja por la pierna hasta el talón. Mecagontodoloquesemenea. No les digo nada a mis compañeros, bastante tiene cada uno con lo suyo, y me digo que en cuanto se caliente, dejará de doler. No es así, pero el dolor entra, como el de los pies, en la categoría, cada vez más amplia, de soportable. Atravesamos el animado pueblo de La Granja, lleno de gente disfrutando de la noche veraniega en bares y terrazas, que nos saludan y hacen inciertas invitaciones a tomar una copa (por la hora, muchos de ellos están en plena exaltación de la amistad). Un grupo de chicas, con la vista evidentemente nublada por el alcohol, expresan en alta voz el deseo de que nuestros cansados traseros no pasen hambre. Lo mejor es cuando un lugareño se ofrece a llevarnos en coche hasta la Boca del Asno “y así os ahorráis unos kilómetros”. Por decencia deportiva y porque el aliento del presunto conductor delata un estado de ebriedad que desaconseja que se ponga al volante de un coche, declinamos el ofrecimiento. Y por fin dejamos atrás el ruido y las luces del pueblo, internándonos en los inmensos y oscuros bosques de Valsaín, siguiendo el curso del Eresma por las Pesquerías Reales. Aún es noche cerrada. El camino es fácil, llano y monótono en la oscuridad. Quizá eso hace que el cansancio, el sueño, hasta ahora agazapado en un rincón, salga de su escondrijo y empiece a posar su pesado manto sobre nosotros. Empezamos a dormirnos de pie. Caminamos dando tumbos, haciendo eses, tropezando. Juan intenta animarnos con canciones, con juegos, algo que mantenga nuestra mente despierta. Pero no encuentra mucha colaboración por nuestra parte. Finalmente, cerca de la Boca del Asno, Fran dice que no puede dar un paso más. Que necesita descansar. Todos lo necesitamos. Apagamos los frontales, nos sentamos en el suelo, y la oscuridad del bosque nos cubre como una manta, mientras nuestros párpados se desploman, y mi cabeza vuela hacia atrás, al momento en que empezó todo esto, hace apenas unas horas...


Al cabo de un rato ¿cuántos minutos han pasado? ¿quince, veinte? Jesús levanta la cabeza. "Son las seis. Hay que seguir". Nos ponemos trabajosamente en pie, encendemos los frontales, y vamos al encuentro de Fran, que no da crédito a nuestra aparición. Pensaba que nos habíamos ido. Y nos dice que no le esperemos, que no puede más, que va a abandonar. Tratamos de convencerle, pero no hay forma. Su decisión es firme. Y nos ruega que nos vayamos. Nos resistimos a ello, después de tantas horas, tantos kilómetros, tanto vivido juntos... Pero finalmente, nos despedimos, estrechándonos las manos con un poso de tristeza, y nos vamos dejándole allí. Creí que los cuatro aguantaríamos hasta el final, es un mazazo que no esperaba. Y mi rodilla, fría otra vez, vuelve a unirse al discorde concierto andante doloroso que ofrecen mis pies. Las primeras luces del alba empiezan a rasgar el velo de sombras que nos envuelve. La noche, la temida noche, ha terminado, y caminar por este bosque al amanecer es un regalo de vida. Al fin llegamos al control de la casa de la Pesca. 23 horas y un minuto de carrera, noventa y pico kilómetros en las piernas. Quedan 22 a meta, una media maratón. Aún. Los voluntarios se desviven con nosotros, nos ayudan a rellenar el agua, incluso a abrir una lata de Nestea... Nos despedimos de ellos, y encaramos el siguiente tramo, que nos llevará al puerto de la Fuenfría, la última gran montaña de este viaje.

Atravesamos la hermosa inmensidad de estos pinares que se antojan infinitos, bañados por la primera luz de la mañana, y aunque vamos ganando kilómetros, no subimos ni un metro. ¿Dónde está la subida al puerto de la Fuenfría? Pronto recibimos la respuesta. La subida al puerto es un arrastradero de troncos. Un ¿camino? de pendiente imposible, el penúltimo regalo del GTP a nuestras castigadas piernas. Juan, siempre optimista, nos dice que subiendo a este ritmo, el puerto acabará pronto; no sé que acabará antes, si el puerto o mis menguadas fuerzas. Pero voy paso a paso, ahora un pie, ahora el otro, clavo los bastones, tiro para arriba, aprieto los dientes, otro paso adelante, los pies me están matando, miro hacia la cuesta, ahí sigue la muy cabrona, otro paso más...

Y al fin oímos las voces y los ánimos de unos voluntarios. Es el final del puerto, 24 horas y 15 minutos de carrera. "Venga que ya lo tenéis" nos dicen. Es verdad. Ya lo tenemos, pienso. Aún quedan unos cuantos kilómetros, pero ya lo tenemos. No se nos va a escapar. Nos despedimos de los sonrientes voluntarios, y encaramos el penúltimo tramo, que nos llevará por el Camino Schmidt hacia el Puerto de Navacerrada. Nos cruzamos por aquí con algunos corredores entrenando, da gusto verles correr y saltar entre las piedras, y de todos ellos recibimos palabras de ánimo, de reconocimiento. Jesús recuerda de golpe que lleva en la mochila unos cruasanes rellenos de chocolate. Juan dice de comerlos en el puerto de Navacerrada. Jesús duda. Yo, naturalmente, voto por comérnoslos ahora mismo. Se impone mi sesudo y meditado criterio, y damos buena cuenta de la denostada bollería industrial. Todo suma, como decimos los paquetes. Juan (incansable) dice que le apetece trotar para soltar las piernas (!!!) Yo para soltar las piernas tendría que tirarme al suelo y hacer sonar el silbato, para que vinieran a buscarme los de Rescate en Montaña con una camilla, pero en fin... El caso es que Juan se va, trotando alegremente, como si no llevara cien kilómetros a las espaldas. No puedo dejar de pensar que, si quisiera, él podría haber llegado a meta en 20 horas o menos, pero ha preferido ir con nosotros, cosa que nunca le agradeceré bastante. Sus ánimos, su fuerza y su optimismo tiraron de nosotros y nos hicieron sacar de donde ya no había nada. Mientras le vemos marchar, Jesús y yo, menos expansivos en nuestras demostraciones de fuerza (traducción: apenas podemos levantar los pies), seguimos caminando a nuestro ritmo, mientras el sol empieza a calentar el bosque, y el olor a pino, a jara y a tomillo nos envuelve. A pesar del cansancio, disfrutamos la mañana, el camino, la charla y la cada vez más fuerte convicción de que lo vamos a conseguir. Llegamos al Puerto de Navacerrada, nuevo ruidoso y alegre recibimiento por parte de los voluntarios de turno (siempre con una enorme sonrisa en la boca), nos informan de que tenemos que bajar hasta el chalet para avituallarnos, y luego volver a subir. Pues vale, a estas alturas no nos vamos a poner con remilgos... Así que llegamos al chalet, 25 horas y 42 minutos de carrera, y más de 100 kilómetros en nuestros pies.

Aquí nos espera Juan, que hace un rato que ha llegado, y una auténtica comilona: jamón, queso, caldo... y una vez más, la sonrisa y la admiración de los voluntarios es uno de los mejores avituallamientos que podemos recibir. Nos informan de que, entre unas cosas y otras, nos vamos a hacer casi 120 kilómetros, en lugar de los 110 prometidos. Ya todo me da igual. Si me pidieran hacer 130, creo que también los haría. Porque mientras comemos y bebemos, no podemos quitarnos la sonrisa de la cara, la sonrisa de saber que lo estamos consiguiendo, lo tenemos en la mano, estamos tocando el sueño con la punta de los dedos, y solo queda agarrarlo fuerte y que no se escape. Llamo a Belén, mi mujer, y le digo que lo vamos a conseguir. Que la quiero. Y que me espere, que en algo más de un par de horas estaré en Navacerrada. Salimos del chalet, empezamos a subir de nuevo al puerto para empezar el último tramo y vemos a otro corredor que ahora baja hacia el chalet. Me fijo en su cansada figura, en su dorsal, el 313, y me digo: mira, acaba en 13, como el mío y el de Fran... ¡Coño! ¡PERO SI ES FRAN! Mi cabeza está tan embotada, que en un primer momento creo que ha abandonado, como nos dijo, y ha venido aquí sólo para vernos. Nada de eso. Este cabezón, terco, indestructible y admirable mamonazo ha seguido solo. Se ha chupado en solitario la horrible subida de la Fuenfría, y los 6 kilómetros hasta el puerto de Navacerrada y aquí está, dispuesto a terminar. La alegría es enorme, como corresponde, pero aunque le decimos que le esperamos, dice que no, que prefiere seguir a su ritmo, que es lo que le va bien. Nos convence, y nos vamos, pero con la felicidad de saber que está ahí, detrás nuestro, y que va a acabar el GTP.

Y empieza el último tramo. El que nos llevará a meta. Por fin. Recorremos la senda de las Cabrillas, última subida de la carrera. En seguida, una pronunciada bajada hacia la Barranca, donde mis pies aúllan de dolor. Creo que el eco de sus gritos retumba por todo el valle. Nos encontramos con corredores entrenando, con ciclistas, con excursionistas, con un retén de bomberos que nos avisa de que nos estamos confundiendo de camino... con todos cruzamos saludos y sonrisas, lo vamos a conseguir. Veo a mis pies todo el valle, hermosura, verdor y piedra, calentado por el radiante Sol de este día de julio. Frente a mí, La Maliciosa, apenas ayer empezaba allí esta aventura... y tan sólo dentro de unos kilómetros, estará terminada. Terminamos de bajar, sobrepasamos La Barranca y tomamos la senda de tierra que nos devolverá a Navacerrada, Jesús empieza a recibir llamadas, de Coral, de Jordan... a todos contesta exultante: "¡Estamos llegando!" Entonces a Juan se le ocurre decir: "venga, lo estáis deseando, ¿porqué no corremos?" Jesús y yo nos miramos, compartiendo la impresión de que finalmente la dureza de la prueba le está pasando factura y el pobre muchacho ya no está en sus cabales. Pero no, va en serio, insiste, y no sé cómo, pero nos vemos corriendo. Troto lento, torpe como un pingüino fuera del agua, pero como dijo Juan, los pies no duelen más que andando, y vamos más deprisa. Mientras trotamos, vemos a lo lejos a un corredor que viene subiendo por el camino, en sentido contrario al nuestro. Sólo cuando esta cerca, reconocemos en él a Luis Ibki, nuestro Ironman. Yo no sé si nos alegramos más nosotros de verlo a él, que él de vernos a nosotros, nunca olvidaré su cara de genuina alegría al encontrarnos. Va al encuentro de Fran "para traerlo a rastras si hace falta". Grande Luis. Seguimos trotando, adelantando a unos cuantos corredores, llegamos a la rotonda de acceso al pueblo, y entramos en las calles de Navacerrada. El pueblo bulle de actividad, la gente abarrota las terrazas de esta soleada mañana de domingo, pasea por las calles, curiosea por una exposición de coches de época... y mira con extrañeza a estos tres tipos estrafalariamente vestidos, cargados con mochilas, alguno con bastones, y con un dorsal al pecho, que cruzan por entre ellos trotando despacito, sonrientes pero con cara de cansancio, como si necesitaran echar un sueño. No saben que el Sueño lo estamos viviendo.



Ya llegamos, ya llegamos...(foto cortesía de mi hija Laura)


Nos encontramos con Iván Cabesc y su familia. Una sonrisa enorme pintada en su cara. Como la que le devolvemos nosotros. Le saludamos brevemente, le preguntamos por su carrera (24 horas, sensacional), y nos vamos, es que tenemos prisa por llegar, nos están esperando. Qué largo y que grande se nos hace el pueblito de Navacerrada. El polideportivo, allí está, vamos derechos hacia él, tanto que confundimos el camino, unos voluntarios nos llaman a gritos, damos la vuelta muertos de risa, bajamos hacia la entrada a los campos de fútbol, de allí salimos hace ya 28 horas. En la puerta, un inesperado regalo. Mi mujer y mis hijas han llegado a tiempo, y allí están saltando y aplaudiéndonos. Me voy hacia ellas, las abrazo y las beso, yo podría quedarme aquí ya, porque he llegado a mi meta, pero faltan doscientos metros, los últimos doscientos metros, así que me uno a Juan y a Jesús y entramos en el polideportivo a recorrerlos. Allí está la línea de meta. No sé si reir o llorar. Creo que hago las dos cosas, pero se impone la alegría, una alegría enorme, inmensa, ya no me duele nada porque mi cuerpo es pura emoción y pura felicidad, lo hemos conseguido, no puedo creerlo, LO HEMOS CONSEGUIDO.




Me ponen la medalla, paso el chip por el control por última vez, 28 horas y 3 minutos. Me abrazo otra vez a mi mujer, y entonces sí que lloro. Hace un instante me sentía fuerte e invencible, y ahora no soy más que un chico que se abraza a su chica, y llora como un niño. Alegre, dolorido y emocionado, me seco las lágrimas, y me río, y el corazón se me quiere salir del pecho; apenas puedo caminar sobre mis destrozados pies, y pienso en todos los paquetes, los que se pusieron en la salida, los que no pudieron hacerlo, los que quedaron por el camino, todos los que soñamos un día con hacer esto, y me digo que valió la pena soñar con vivir esta aventura, y aventurarnos a vivir este sueño.

Vale la pena soñar.

jueves, 17 de junio de 2010

Si las montañas hablaran...

Mi nombre no importa. Soy vieja, más vieja que los mismos nombres, tan vieja como el mundo. Vosotros, los hombres, me llamáis de diversas maneras: Las Guarramillas, La Bola del Mundo... Vosotros que pasáis sobre mí, y apenas dejáis unas huellas, que pronto borrará la lluvia o el viento; vuestro paso es tan breve, que apenas llegáis ya os estáis marchando. Ay, hombres, que decís que me amáis, y huís de mi lado. Es tan corto vuestro amor, como largo mi olvido… Pero a veces, unos pocos de vosotros consiguen evitar ese olvido. Os voy a contar su historia.

Fue uno de esos días del final de la primavera, cuando se acerca el día más largo del año, en que los hombres organizan una de sus acostumbradas locuras. Unos cientos de ellos, los más fuertes, los más arrojados, o los más locos, creen que pueden desafiarnos a nosotras, las montañas. A mí, a mis hermanas mayores - la orgullosa Lara y la terca e inflexible Cabezas de Hierro - y a mi primo Valdemartín, que se da muchos aires de grandeza, pero apenas levanta unos pocos metros por encima de mí. Corren, saltan, caminan, se arrastran, jadean, sufren, y creen vencernos. Ilusos soñadores. Pero me caen bien. Miden nuestra grandeza con sus pequeños pies, y por eso nos respetan. Respiran el mismo frío aire que nosotras, soportan el mismo Sol, les castiga el mismo viento, les empapa la misma lluvia. Sus corazones palpitan al ritmo que les marcan las pendientes de nuestras laderas, su voluntad parece hecha de la misma piedra que nos forma, sus sueños son tal altos como nuestras cimas, y para ellos hay algo más valioso que respirar: vivir un instante que les deje sin aliento.

Las criaturas del bosque, los espíritus del viento y de las aguas, los duendes de las montañas, todos estaban alerta. Pronto, un corzo vio a los corredores internarse decididos en el bosque encantado que se extiende en derredor nuestro, y raudo y veloz partió a traer la noticia. Los pinos, tocando suavemente sus ramas con las de sus inmóviles compañeros, fueron pasando la voz: “¡Ahí llegan!” Sudorosos, esforzados, sonrientes. Y aún no habían empezado. Sentí sobre mí las cosquillas de sus cientos de pies golpeando la roca, saltando arroyos, pisando charcos, trepando por mi ladera descarnada. Pronto llegaron los primeros. Rápidos, fuertes, su visión fue tan fugaz como un relámpago. Apenas me fije en ellos, no tuve tiempo. La niebla me envolvía, como tantas otras veces, y los corredores pasaban como fantasmas. Pronto, más pausados, más lentos, pero no menos esforzados, empezaron a llegar los últimos corredores. Como ellos me daban más tiempo a fijar la atención de mis cansados ojos, observé a cuatro de ellos. Se animaban unos a otros, se esperaban, subían por mi ladera resoplando y sonriendo a partes iguales. Me gusta la sonrisa de los hombres, así que me fijé más en ellos. Se llamaban entre ellos Darth, Loco, Zero y Pardi. Sus caras me eran familiares. Llegaron hasta lo alto, a mi misma cima, y pronto se marcharon, bajando por la llamada Loma del Noruego, derechos a encontrarse con la mayor de mis hermanas, Lara. El llamado Loco parecía sufrir más que los otros, como si algo le causara dolor, y se descolgaba del grupo. Pero pronto se juntaban de nuevo, y seguían. Soy curiosa, no puedo evitarlo, así que les seguí con la mirada hasta que se ocultaron a mi vista. Luego, le pedí al viento que me mantuviera informada.

Pronto escuché su susurro en mi oído: “los cuatro han llegado a Cotos, se han encontrado con amigos, se han abrazado, han charlado, han reído, y han seguido adelante, están subiendo por Cítores a Peñalara. Siguen juntos”. Decidí hablar con mi hermana, tuve que subir un poco la voz (está un poco sorda, la edad no perdona), aunque no me oísteis ; los hombres hace tiempo que olvidasteis como escuchar la voz de las montañas. “Lara, Lara, despierta, dormilona” “¿Qué? ¿Quién llama? ¿Eres tú, Guarra?” “Bien sabes que no me gusta que me llames así. Prefiero Bolilla. Hoy no te quejarás, tienes muchas visitas” “Ya lo creo, no hace más que subir y bajar gente. Y eso que hoy no tenía ganas de despertar; enjuagué mis ojos con un poco de viento, tomé un sorbito de lluvia, y me arropé entre las nubes para seguir durmiendo. Pero no hay forma” “Lara, escucha. Entre todos los que hoy te visitan fíjate en cuatro: a la cabeza van dos, uno es fuerte como los robles de Navacerrada, y lleva un curioso pañuelo en la cabeza con dibujos de gatitos; el otro es alto y barbado, silencioso y estirado como un pino de Valsaín. Después van otros dos, uno de ojos soñadores, alegre y saltarín como un arroyo de montaña, y el otro… el otro parece duro como las rocas que pisa, pero hay algo que le martiriza.” “Si, Bolilla, los veo. Los dos primeros ya están aquí. Están escuchando como otro de los corredores, que lleva un curioso sombrero, toca la flauta entre las brumas que me cubren. Sus ojos ríen, y la música nos embriaga a todos. ¡Se oye tan poco por aquí! Ya llegan los otros dos: se juntan, abrazan mi cumbre, se sientan a tomar algo. Pero ya se van. Y escucha, miraban ansiosamente entre la niebla sin ver nada, buscando ver a nuestra hermana Cabezas. Dicen que van hacia allí.”

Locos. Con tanta montaña en sus piernas, y aún pensaban en subir a visitar a mi otra hermana, malhumorada y hosca como pocas, y más en un día como este. Dudaba de que lo consiguieran, y no era la única, un duende escuchó a uno de los corredores escoba que cerraban la carrera decir que se dieran prisa, que iban muy justos. El duende se lo contó a una gota de lluvia, y esta voló en alas del viento para decírmelo al oído. ¡Ay! Tanta niebla no es buena para mis ojos, no veía nada. Por fin, a través de un claro, pude verles otra vez en Cotos. Algo pasaba. En sus rostros, cansancio y preocupación. Uno de ellos, el llamado Loco, estaba sobre una camilla. ¿Sería el fin para él? No, pronto se puso de nuevo en pie. No me equivoqué; duro como una roca. Al rato, se despidieron de sus amigos con emoción y agradecimiento, y se fueron. Ningún obstáculo que se pusiera por delante de ellos parecía capaz de detenerles, pero por detrás… el tiempo, el tiempo que vuelve locos a los hombres era su mayor amenaza.

“Cabeza, Cabecilla, Cabezota. Respóndeme. Soy Bolilla” “¡Qué quieres! ¡No tengo suficiente con todas estas hormigas correteando sobre mí, para que vengas tú a molestarme ahora!” “Cabezota, no seas gruñona. Dame noticias de cuatro corredores. Van al final, empeñados en ir juntos, esperando a uno de ellos que sufre.” “Los veo, Bolilla. Suben por los Tubos. Despacio, jadeantes, sudorosos. Qué distintos de los primeros que pasaron. Pero los ojos les brillan igual, iluminados por la misma llama. Tres de ellos han llegado al collado que hay antes de mi cima. Están rotos, destrozados, bebiendo agua, buscando recuperar unas fuerzas que ya no tienen. ¡Así aprenderéis!” “¿Y el cuarto, Cabezota?” “El cuarto… el cuarto sigue subiendo. Se le ve sufrir, pero sigue adelante. Más se empina mi ladera, más se empeña en superarla. Este es de los míos, cabezón y obstinado. Sus compañeros le jalean, le gritan, le dicen eres el gordo cabrón con más cojones… Ya sabes cómo son los hombres, si algo les emociona recurren a los gritos y las palabrotas. Ya llegó. Respiran, miran el reloj, echan cuentas, y para acá vienen. Aquí están, vaya cuatro. Se van hacia el primo Valde.”

“Valde, Valde, deja de soñar con nieves y ventiscas, que ya llega el verano. Por la cuerda van hacia ti cuatro hombres; dame noticias de ellos” “Bolilla, los veo. Uno alto y otro con un bonito pañuelo en la cabeza van al frente. Están cansados, pero aún fuertes, decididos a seguir adelante. Atrás hay otros dos, uno parece pasarlo muy mal. Creo que se parará en cualquier momento. ¿Se para? No, sigue, el otro le anima. Ya llegan los dos primeros a lo más alto, se paran y miran hacia atrás. El que anima va hacia los dos primeros: hablan, dudan, al final se separan. Los dos fuertes se van hacia ti. El otro se queda con el que sufre.”

Y hasta mí llegaron, tantas horas después de pasar por primera vez, sus rostros cambiados, sus fuerzas menguadas, sus ilusiones intactas. El pino de Valsaín y el roble de Navacerrada bajaron por mi ladera trotando, buscando una meta cada vez más cercana. Les vi pasar por el puerto, y volver a sumergirse en el bosque encantado que les llevaría a Cercedilla. El arroyo de montaña y La Roca llegaron más tarde, más despacio. Al llegar abajo, los agotados músculos del sufriente volvieron a castigarle, una vez más. Pensé que esta vez sería el fin. Los voluntarios les ofrecieron bajar en coche, ya no podrían llegar en tiempo, lo sensato era terminar de sufrir. Pero no. Decidieron seguir. Les vi encaminarse hacia el bosque. Mis gastadas laderas han visto ya tantas cosas, que casi nada conmueve mi corazón de piedra. Pero esta vez, algo se estremeció dentro de mí. Y lloré. Y ya sabéis lo escandalosas que somos las montañas al llorar; pareció que el cielo se desplomaba sobre sus cabezas. Cuando pude enjugar mis lágrimas, apenas pude ver llegar a la meta al primero de ellos, el Pino, agotado, pero sonriente y feliz. Después, el Roble, cansado pero contento y orgulloso. Y después, el Arroyo y la Roca. Tarde. Pero recibidos con aplausos, con cariño, con admiración. Todos ellos se habían convertido en lo que ellos llaman Supervivientes, corredores de montaña; ya nunca podrán mirarnos a lo lejos sin sentir estremecerse todo su cuerpo, soñando con estar aquí.

Pero yo sé que lo que ha pasado es que se han enamorado de nosotras. Por eso sé que volverán.

viernes, 28 de mayo de 2010

Vuelo nocturno

Llego a casa cerca de las nueve, tras una intensa tarde de Extreme Shopping (Yoku dixit) Después de dar el parte de novedades a mi santa, besuqueos a las niñas, y tal, me percato de que hoy toca correr. Me debato entre salir a cubrir el expediente con una faena de aliño (una horita de trote suave), o hacer algo más. Me viene un mal pensamiento (no es la primera vez que me visita): aprovechar la tardía hora para hacerme unos cortados nocturnos con el frontal. Mi cuerpo protesta, porque se huele que al final voy a hacer el cafre (soy un ansia viva), y efectivamente a las 21:21 estoy en la calle con las Trabucco, llevando un cinturón con bidón y el Ojo de Mordor acoplado a él. Todavía hay luz diurna (el sol se pone a las 21:35), de momento troto tranquilamente hacia el pueblo por las calles de Rivas. Cuatro kilómetros después, el pueblo se me ha acabado. Comienzo el primer tramo de los Cortados, cuesta arriba, las sombras van poco a poco robando su luz al día, pero se ve lo suficiente como para correr sin tropiezos. A mi derecha, hacia Cuenca, resplandores de lejanos relámpagos iluminan nubes negrísimas. Frente a mí, hacia Alcalá, ídem de ídem. A la izquierda, también hay un resplandor, el de Madrid, y elevándose sobre la luz de la ciudad se destacan cuatro negras siluetas. Las torres de Mordor, guardianas de la puerta que me llevará hacia las Montañas del Destino, que apenas se intuyen bajo nubes aún sonrojadas por la última mirada del Sol.

Cuando llego a lo alto de los Cortados son las 22:06. Ya está bastante oscuro, el camino empieza a vislumbrarse más que verse, así que me paro, echo un buchito de agua, y me coloco El Ojo. Ajusto la anchura del haz luminoso, su intensidad, y a correr. Al principio con muchas precauciones, aunque pronto me acostumbro a centrar mis ojos en el círculo luminoso que me precede e ilumina el camino. A los lados, la luz hace que las plantas proyecten sombras fantásticas. Frente a mí, cada dos por tres unos ojos relucen con fosforescencia siniestra, pero al acercarme veo que los portadores de tan inquietantes ojos no son diabólicas criaturas de la noche, sino conejos, ratones, murciélagos y pequeñas rapaces nocturnas. Y es que la noche bulle de vida. Además de los mencionados, cruzan frente a mi miríadas de pequeños insectos: mariposillas, mosquitos, luciérnagas… en el suelo, el haz luminoso alumbra de tanto en cuanto autopistas de hacendosas hormigas, y alrededor mío, la noche me devuelve mil y un sonidos de animalillos ocultándose en la maleza. Pienso que me alegro de que, ahora mismo, el animal más peligroso que pulula en la soledad de esta noche sea yo; la presencia de algún tigre de dientes de sable u otro superdepredador de tiempos pretéritos le añadiría un puntito de emoción a esta salida nocturna, pero por hoy me basta con no esmorrarme contra el suelo. Y es que, distraído en la contemplación de la fauna de la noche, he pegado un tropezón en una piedra que a poco termina con mis huesos en tierra. No hay que perder la concentración un solo instante, pero es difícil no sucumbir al inquietante encanto de las sombras. Ruidos de pisadas que parecen seguir las mías me hacen volver la cabeza, sin ver más que el solitario camino que he dejado atrás, mientras por encima las desgarradas nubes apenas dejan entrever el resplandor de la luna. Frente a mí, conejillos de ojos iridiscentes brincan a esconderse, mientras contra el cristal de mis gafas, atraídos por la luz, chocan pequeños insectos. Me alegro de haber traído las gafas de correr con los cristales blancos, en esta época del año lo hago siempre para preservar mis ojos en la medida de lo posible del polen, pero hoy se me revelan imprescindibles para evitar visitas no deseadas a mis globos oculares. Dejo atrás la zona más abierta de los cortados, batida por un suave viento nocturno, y me adentro en el pinar. La noche es cada vez más cerrada y la oscuridad más intensa, pero el Ojo ilumina con fuerza. A veces giro la cabeza hacia los pinos de los lados; el haz de luz ilumina las primeras filas de árboles, pero poco más allá sólo impera la negra oscuridad del bosque, apenas arañada por mi luminosa presencia. Un mosquito especialmente pertinaz juguetea en mi nariz, paso la mano frente a mi cara para espantarlo y el reflejo de la luz en mi blanca y lechosa mano me deslumbra momentáneamente; impresiona la intensidad del poder del Ojo.

Finalmente, tras un repecho, veo las primeras casas que marcan el fin de los Cortados. Una sensación agridulce me embarga: por un lado me alegro de llegar, ya que la hora empieza a ser muy avanzada, pero por otra lamento que termine esta mágica cabalgada nocturna, intruso por una vez en el Reino de la Noche. Ya no hay remedio. Mis pasos me llevan a la primera zona iluminada por las farolas. Apago el frontal, bebo agua, respiro con fuerza, y troto feliz hacia mi casa. Han sido 90’ de carrera, cuarenta de ellos con el Ojo, que guardaré en el recuerdo como uno de esos entrenos “especiales” que nos salen de cuando en cuando, sin buscarlo, sin planearlo. E inevitablemente, mi mente vuela a la noche del 3 al 4 de julio. Antes de entrar en casa, miro hacia el Oeste; allá lejos las montañas, mudos gigantes de piedra, esperan.

martes, 27 de abril de 2010

Momentos



Qué os puedo contar de mi tercera Maratón… que he vuelto a disfrutar, a sufrir, a emocionarme, a reír, a luchar, a rendirme, a apretar los dientes, a sentir esa mezcla de sensaciones, cuando uno cruza “esa” línea de meta, que no se parece a nada. Y como no voy a sufrir yo solo, tendréis que leer mi cronicón hasta el final. Tomaos un café, id al baño, y poneos cómodos. Una mañana de domingo da para mucho, cuando uno hace tonterías como correr una Maratón; así que os contaré como fueron esos momentos.

Suena el despertador a las 6 de la mañana, y salto de la cama. ¡Por fin! Ha terminado la espera, el día y la hora han llegado. Me desayuno zumo, unas tostadas de pan con buen aceite de oliva, café con leche y un plátano. Me asomo al balcón de casa. El alba ya clarea, apenas se ven unos tímidos jirones de nubes que pronto desaparecerán, y la temperatura es casi agradable a esta hora. “Esto quiere decir que en unas horas, nos vamos a achicharrar” me digo. Puerca suerte, después de un invierno lleno de frío, lluvia, viento y nieve, el primer día de calor del año no ha querido faltar a su cita con el MAPOMA. Qué le vamos a hacer. Me visto cuidadosamente, repasando cada detalle. Esparadrapo en los pezones, vaselina en los pies, calcetines sin arrugas, camiseta, dorsal, chip, zapatillas bien atadas, ni muy flojas ni muy prietas… ¿lo llevo todo? ¿me falta algo? Repaso mentalmente la lista una y mil veces (soy un poco pesadito), está todo... ¿y el viejo reloj de mi padre? Lo llevé en mis dos anteriores maratones en memoria suya. Ayer lo tuve en la mano, parado, sin pila, cubierto de polvo, el tiempo no perdona ni a los relojes. Decidí dejarlo. Pero hoy, a última hora, corro a la habitación donde Belén aún duerme, palpo a oscuras el interior del armario y lo cojo. Si es que uno es un sentimental. Me falta algo más; me acerco al cálido cuerpo de mi mujer dormida, y la contemplo unos instantes en la penumbra del dormitorio, escuchando el leve sonido de su respiración, aspirando su aroma, para llevarme eso conmigo. La beso con suavidad y emoción, cuando vuelva a verla habrán pasado muchas horas, y muchos kilómetros. Ella me devuelve el beso medio dormida, y me regala su acostumbrado “ten cuidado”, hoy teñido de la inquietud especial que siempre le provoca esta barbaridad llamada Maratón. Pero pienso que merece la pena vivir esta emoción y sentir este momento.

Salgo a la calle, donde mi vecino Nacho (Silvestre) me recoge poco después, él no puede correr esta carrera pero no quiere faltar a la cita . Se nos une Juan (Uros), 59 años le contemplan, a última hora se ha hecho con un dorsal y estará en la salida. No sabe si bailará con “la maratona”, como él la llama, hasta el final, o se conformará con echar un bailecito y bajarse en el kilómetro 32. Hablamos del tiempo, cómo no, no como socorrido recurso para iniciar una conversación, sino con la genuina preocupación de que, con la temperatura que hace ya, a las 7:30, hay que replantearse la carrera. Es la maldición de esta maratón. Uno entrena durante los largos y duros meses de invierno buscando una determinada marca, afinando un determinado ritmo, para que al llegar el día todo se vaya al traste y haya que olvidarse de lo entrenado y buscar un ritmo de pura y simple supervivencia. Con estos y otros alegres pensamientos llegamos a Madrid. En la esquina de la Biblioteca Nacional está fijado el punto de encuentro. Pronto empiezan a aparecer “paquetes” por todos lados, nervios y alegría a partes iguales. Abrazos, risas, charlas, fotos, y mucha preocupación por el calor… merece la pena estar aquí y compartir este momento.


La paquetería en la Biblioteca Nacional. Foto cortesía de Equis.

Y por fin, se acerca la “hora H”. Nos ponemos en la salida junto con los corredores del 10k, se da la salida y… ¡a correr! Bueno, a andar más bien. Hay un cierto tapón, y tardamos un rato en pasar por la alfombrilla de salida. No puedo evitar emocionarme al pensar que inicio por tercera vez esta aventura, que no sé cómo acabará. Los primeros kilómetros los hacemos muy tranquilos, formando un buen grupo. El cartagenero Jose Luis, Aspen, Jesús (Zerolito), Javi (Locomotoro), Iván (Cabesc), AngelTrotón, Guille y el que os escribe formamos un grupo bien avenido. Subimos muy tranquilos por la Castellana, a ritmos sobre 5:30. Sobre el 4, se separan las dos carreras, la de 10 y la Maratón. Buenos deseos por parte de los diezmileros, seguro que acompañado de algún rechinar de dientes de envidia. En media hora ellos habrán terminado, pero nosotros tenemos por delante una enormidad. Seguimos subiendo y bajando, si Roma está edificada sobre siete colinas, Madrid debe estar sobre setenta, porque no parece haber un solo trozo llano en esta ciudad. Llegamos al 10, algo menos de 55 minutos, vamos muy tranquilos, y a pesar de todo ya sudo como un pollo, madre mía, y no son las 10 de la mañana. Jose Luis se va por delante, me voy con él un rato, pero veo que el ritmo no es el mío y me voy dejando caer hacia atrás. Cuando cruzo sobre la Castellana hacia la subida de Raimundo Fernández Villaverde, el sol cae ya a plomo. Pero aún voy contento, feliz, haciendo lo que me gusta y con la esperanza de que, esta vez, el garrotazo de la maratón no caiga sobre mi lomo. Iluso. Me reintegro al grupeto, pasamos por la casa de Guille, aquí todos los años atruena la música de “Carros de Fuego”. Esta vez, un problema técnico da al traste con la música, pero no con la ilusión de una familia (olé por ellos) que se vuelca año tras año con la carrera, y que se pasaron el sábado friendo ¡cientos de rosquillas! para ofrecérnoslas a los corredores. Veo los balcones engalanados con un montón de camisetas de carreras populares, me emociono otro poquito (soy de lágrima fácil) y me digo que estoy contento de estar aquí y vivir este momento.

Llegamos a la Gran Vía (km. 17), un montón de público aquí nos jalea y anima, el subidón de moral es impresionante. Paloma (una futura maratoniana aunque ella se empeñe en negarlo) se nos une aquí con intención de ir hasta el final. Trae energías renovadas, y entre saludos y charlas, y que este tramo es el mejor de la carrera, los kilómetros pasan sin sentir. Gran Vía, Preciados, Sol, calle Mayor, Bailén, Palacio Real… el gentío es tremendo, cada uno grita y anima como puede, agitan banderas, exhiben pancartas, te sonríen, te aplauden, los niños chocan tus manos. Nos llaman de todo: héroes, campeones… Nosotros sabemos que nunca seremos campeones de nada, y que hay poco de heroico y mucho de cabezonería en lo que estamos haciendo, pero para que negarlo, nos gustan los ánimos de la gente, te llevan en volandas hacia la media Maratón, y me digo que me alegro de estar aquí y disfrutar de este momento.



Puerta del Sol. Ay, el Sol...


Media Maratón, sobre 1:55. Mucho más lento de lo que había planeado/soñado, pero el día invita a ser prudente. Bebo en todos los puestos, tomo algún gel y algún dátil, y aunque voy notando el cansancio, creo que voy bien. Bajamos por el parque del Oeste hacia la casa de Campo, tantas veces recorrida durante este invierno haciendo tapias y bosques, bajo el frío y la lluvia a veces, y hoy bañados por un sol inmisericorde que nos machaca sin piedad. Ya son 25 kilómetros los que castigan las piernas. Y aún queda mucho. Locomotoro parece que cede un poco. No le importa, él va a lo suyo, a mantener su ritmo. Yo continúo con Zero, Paloma y Cabesc. Pero según nos internamos en la Casa de Campo, noto que me cuesta mantenerme a su estela. Además desde hace unos kilómetros tengo el cuello agarrotado, con un dolor que me baja por los hombros. Miro el pulsómetro, y veo una barbaridad como 181 pulsaciones. Y estamos en el 28 aún. No puedo pasarme 14 kilómetros con el corazón (que no las piernas) al límite. Y menos con la que está cayendo. Así que me dejo caer. Bajo el ritmo, buscando recuperar el pulso, y veo como mis compañeros se marchan metro a metro. Bueno, Jorge. Estás solo. Esto podía suceder, hay que usar la cabeza a partir de aquí, y superar este momento.

Me acerco al 30, el pulso ha bajado algo, pero de golpe me noto muy cansado. Terriblemente cansado. “Sólo quedan 12”, intento animarme. Pero tengo una necesidad fisiológica “urgente” desde hace unos kilómetros, así que al ver un camión parado en la cuneta, me meto detrás a hacer mis cositas, y aprovecho para comer un gel y beber agua de la botella que llevo. Y al incorporarme a la carrera, lo hago andando. Son dos, trescientos metros, que me sirven para recuperar un poco de pulso y de sensaciones. La maratón me está zurrando de lo lindo, pero ya sé lo que es esto. Seguir adelante, un pie delante de otro, apretando los dientes, tratando de no escuchar a tu cuerpo que (cree que) ha llegado al límite. El límite está más lejos. En el kilómetro 42. Así que me obligo a arrancar de nuevo. Es un trotecillo lento, que no podría calificarse ni de trán-trán, pero corro. Y parece que no me encuentro tan mal. Locomotoro me alcanza, se ha regulado mejor que yo, y aunque me invita a acompañarle, no puedo seguirle. Me es imposible. Si intento llevar su ritmo, el pulso se me dispara y empiezo a encontrarme fatal. Así que vuelvo a bajar el pistón, y le veo marchar hacia la salida de la Casa de Campo. Otra vez solo, llegando al Lago y a la salida de la Casa de Campo, cuantas veces nuestros entrenamientos han terminado aquí; añoro esos momentos.

Quedan diez kilómetros hasta la meta. Diez kilómetros que parecen un abismo. Me olvido del 42, porque en mi cabeza está un objetivo muy personal. Llegar al 35. En ese kilómetro cumpliré nada menos que 1.000 kilómetros con un dorsal en el pecho, acumulados a lo largo de 62 carreras. No puedo pasar el 35 andando, derrotado, hecho una piltrafa. Tengo que pasarlo corriendo, o al menos haciendo algo parecido a correr. Así que sigo adelante, subo la cuesta de la Puerta del Angel, bajo por la Avenida de Portugal, recorro el Paseo de la Ermita del Santo… corriendo despacito, pero corriendo. Sudo la gota gorda, me sigue doliendo el cuello, y noto como en mis pies se debe estar produciendo una carnicería, pero eso ya lo veré cuando llegue. Porque voy a llegar, de eso no me cabe duda. Cruzo el aprendiz de río frente al estadio Calderón, bajo a la Avenida de la Virgen del puerto, suena a todo trapo el himno del Atlético de Madrid (curiosa banda sonora para un doliente madridista), y por fin paso por el 35, en 3:16:33. Me vienen a la cabeza mil momentos de carreras, de salidas, de líneas de meta, de dolores y alegrías, de esos mil kilómetros que me han llevado hasta aquí. Y me siento orgulloso y feliz de vivir este momento.

Pero me paro. Nada más pasar el 35, me paro. Estoy muy cansado, triturado por la distancia y el calor. Hago cuentas, tengo 43 minutos para hacer 7 kilómetros (los más duros) y bajaré de 4 horas. Qué fácil parece; pero se me antoja un esfuerzo descomunal, y peligroso con el calor que hace y el que siento en mi más que recalentada estructura, para un premio tan escaso y alejado del objetivo que perseguía. Miro a mi alrededor, y veo caras descompuestas, corredores que siguen adelante por pura tenacidad, otros caminan, todos sufren. Veo a los sanitarios atendiendo a un corredor tapado por una manta. No es el primero que ha caído. Miro su rostro agotado, su aspecto derrotado, y me veo a mí mismo. Y decido que por hoy esta bien de pelear. Me rindo. Decido olvidarme del reloj y hacer los últimos kilómetros regulando, a ratos andando, a ratos trotando, intentando minimizar los daños y llegar a meta. Y me pregunto qué coño hago yo aquí, y maldigo este momento.

Bajo el brillo cegador del Sol, paso mi hora más oscura de la Maratón. Pero hay que seguir adelante, siempre adelante. Solo quiero llegar a donde me espera mi familia. El kilómetro 40. Pienso en mi mujer y mis hijas, estarán esperando ver pasar a un atleta, y sólo voy a ofrecerles un dolorido pingajo. Cagontodoloquesemenea. Arranco a correr otra vez, las piernas se niegan, los pies me mortifican, pero enfilo el Paseo Imperial trotando. Lento. Un fantasma de corredor entre miles de fantasmas. Arriba, el ciego sol. Abajo, kilómetros de asfalto húmedo de sudor. A los lados, un público a ratos festivo, a ratos animoso, a ratos conmovido, que se pregunta qué puede impulsarnos a hacer algo así. El corazón tiene razones que la razón no conoce. Pero, aún dolorido y derrotado, me siento orgulloso de pertenecer a esta casta de locos que se atreven a correr una Maratón, de estar aquí, de formar parte de este momento.

El Paseo de las Acacias (km. 38) me ofrece la oportunidad de esbozar una sonrisa. Hay mucha gente que pone la música de sus coches a todo volumen, buscando animarnos de alguna manera. Se agradece. Pero cuando el desfile de muertos vivientes, que me arrastra hacia delante por la amplia avenida bajo un sol de plomo, pasa al lado de un coche, empiezan a sonar inconfundibles AC/DC y su Highway to Hell… Nunca una música ha sido más apropiada, y no sé hasta que punto esto nos anima, pero no puedo por menos que reírme. Como lo haré muchas veces, escuchando los comentarios de muchos corredores que hacen del ingenio y el humor la mejor arma para luchar contra la maratón. Así llego por fin a Atocha, ya es el 39, me paro a caminar un rato, porque dentro de poco llegaré donde están mis chicas, y tengo que ofrecerles algo digno de ver. Unos metros delante de mí veo a Iván, otra víctima del día de hoy, que camina buscando llegar, como todos. Mientras le saludo, aparece Miguel (Equis), nos tira unas fotos, nos anima, nos azuza “¡venga a correr hasta el final, cojones!” En él personifico un GRACIAS enorme a todos los que estuvieron ahí, echándonos una mano en ese momento.




¿Rabia o búsqueda de un aire que falta? (Foto cortesía de Equis)


Y llega Alfonso XII, lo que otros días no sería más que una cuesta como tantas otras, ahora es un muro, un obstáculo inhumano, que solo unas mentes enfermas han podido colocar en el kilómetro 40 de una Maratón. Pero este organismo vivo formado por miles de maratonianos no se detiene. Se enrosca sobre si mismo, se retuerce, gime y aúlla, pero sube la cuesta. Y yo con él. Miro a un lado y a otro buscando a mis chicas. Voy corriendo (si es que lo que hago a estas alturas y con esta pendiente puede llamarse correr). Por fin las veo. Allí están. Trato de poner mi mejor cara. Debí fracasar, porque Belén luego me diría que iba desencajado. Pero me paro a su lado, las beso una a una, miento una vez más a mi mujer cuando a su preocupada pregunta “¿Cómo vas?” respondo que “Bien, muy bien”. Y veo que mis hijas se ponen a mi lado, y les cojo la mano, y corro con ellas diez, veinte metros de la Maratón. Los más hermosos de la carrera, de mi vida de corredor. La emoción me invade, y solo me salva que mi cuerpo exprimido está ya tan reseco que no puede echar lágrimas. Y me digo que valió la pena llegar hasta aquí, para compartir con ellas este momento.

Bordeo el Retiro, tan cerca ya de la meta y a la vez tan lejos. Los metros se hacen eternos, recibo los ánimos de Lander, de Pedro (Jordan), de sus mujeres… “hoy no ha sido el día, pardi”. Pues no. Espero que algún día sea “el” día. Voy caminando, menos de dos kilómetros a meta y no puedo más, sólo deseo acabar. Oigo que alguien me llama por detrás, al leer mi camiseta, y me dice “vamos pardi, venga vamos juntos hasta el final”. No sé quien es, ni él sabe quién soy yo. Pero somos maratonianos. Compañeros de fatigas por un día. Hermanos de sangre y de sudor. Me pego a él, pasamos el 41 (¡Dios, pero si hace una eternidad que pase el 40!), y seguimos bordeando el parque, cuyo perímetro hoy parece adquirir dimensiones gigantescas. Por fin, la entrada. Flanqueado por un apasionado y ruidoso gentío a ambos lados, piso el Retiro. El Paseo de coches se hace eterno. Corro con el corazón, porque las piernas hace tiempo que dejaron de ser mías. Veo el 42, faltan 195 metros. Me acuerdo de mucha gente, de los paquetillos con los que he compartido tantos kilómetros, de mis amigas Elisa e Isabel que son mis incondicionales fans aunque piensan que no estoy bien de la cabeza, me acuerdo de mi padre, de mis hijas, beso mi anillo de boda y le dedico mi enésima locura a Belén, mi mujer, porque por más que yo corra, ella siempre está ahí, junto a mí. Gracias, compañera. Sonrío, tiro besos al público, levanto el brazo, cruzo la meta. He llegado hasta aquí. Y recordaré para siempre este momento.

¿Merece la pena tanto esfuerzo? Anteayer diría que no. Hoy, así así. Y mañana… mañana será otro día; pero pongamos el punto final a la Maratón. De momento.

jueves, 4 de febrero de 2010

Recapitulando

Si vuelvo la vista atrás, esta temporada post-papiloma (y que dure) que comenzó en tierras segovianas en la hermosa y dura Senda de los Frailes, para continuar con la aún más hermosa y dura carrera de la Pedriza, arroja más luces que sombras. Bien es verdad que la cosecha de marcas ha sido más bien paupérrima, tan solo conseguí limar un mísero segundo a mi marca de 10.000, pero sin embargo casi cada carrera que he hecho ha supuesto para mí Récord de la prueba, aunque no absoluto. Así, el 44:12 de los 10k de Rivas ha sido mi mejor marca en Rivas en 6 participaciones. El 43:04 de Aranjuez pulverizó el registro de mi anterior participación, 44:30 el 2007. También en la Sansil, con un tiempo de perros, firme un 43:24 que ha sido mi mejor San Silvestre de las 7 que he corrido. Y finalmente, en la media de Getafe, el “pequeño fracaso” de 1:36:33 aún bate por más de un minuto mi mejor tiempo en el recorrido Getafeño, de 1:37:47. Mi desesperada búsqueda de una MMP me hizo además correr tres diezmiles a tope en el intervalo de 3 semanas, siempre en tiempos de 4:18-4:20 por kilómetro, con lo que considero más que consolidado ser capaz de correr un diez mil en torno a 43 minutos. Muy bien, ¿y esto a dónde me lleva? Pues podría pensar que a ningún sitio, porque mi familia siempre me dice “muy bien cariño/papá/hijo”, haga 43 minutos o 53. Pero creo que donde me ha llevado (hasta que empiecen a asomar por el horizonte empresas mayores), es a la rampa de salida de mi tercer Maratón. Si, después de dos sonados fracasos, de airados “nunca más”, de “a Dios pongo por testigo” y todo ese bla-bla-bla, tras un paréntesis de un año volveré a mirar a los ojos al monstruo. Posiblemente, éste me eche una mirada de hastío, resople con fastidio, y con un displicente coletazo me aplaste como a una cucaracha, pero hasta que ese día llegue, viviré, entrenaré y correré con la ilusión de enfrentarme al bicho, y vencerlo (alguna vez me tocará, digo yo).

De momento, me he hecho con uno de esos planes de Gavela, que pretendo seguir tan a rajatabla como soy capaz de seguir un plan (que no es mucho). Se supone que con cuatro días por semana (que son los que salgo a correr, y no creo que pueda meter ni uno más), podré correr en torno a 3:30. Me da la risa floja solo de pensarlo, y más cuando pienso en mi actual marca, pero de momento ya hemos empezado. El martes, 25’ de calentamiento, 4 arreones de 9’ por el Parque de Bellavista (bella vista, y bellas cuestas), Y 12’ de “enfriamiento” de vuelta a casa. Y hoy, 60’ por la Dehesa de Navalcarbón, por terreno variado, y siguiendo los consejos de Mr. Cabesc incorporando toda clase de “aditivos” al simple correr, como saltar piedras, salir continuamente del camino, trepar montículos de tierra, etc. que han hecho el entrenamiento divertido… y cansado. El caso es que ya estamos en faena. Y tengo una cita el 25 de abril.



lunes, 25 de enero de 2010

Media Maratón de Getafe


Después de mi reciente participación en el Trofeo Páris, con agónica MMP incluída (42:55, superando en ¡un segundo! mi antigua marca), pues uno se emocionó, echó las cuentas de la lechera, y se creyó capaz (bendita ilusión) de correr nada menos que una media maratón a 4:30 / km. La plaza elegida sería la Media Maratón de Getafe, carrera que por recorrido y organización pasa por ser una de las mejores y más rápidas medias madrileñas. Además contaría con la inestimable colaboración de Paco “Malagueta”, pequeño gran corredor en horas bajas por culpa de un pie que le está dando más guerra de la debida, y que se prestó a hacerme de liebre en mi poco meditada intentona de bajar de 1:35. Pegas: después de haber corrido 3 diez miles en 3 semanas (Aranjuez, Sansil y Páris) a tope y buscando marca, no he hecho ni un entreno específico de cara a una media maratón. Y además, por unas cosas o por otras, llevo un 2010 bastante “raro” en lo que a entrenos se refiere: que si me acatarro y me tiro 6 días parado, que si me duele el isquio y corro poquito y suave para no hacerme daño, que si no encuentro el hueco (o las ganas) para hacer series… Y para redondear la receta, esta vez me tomé la típica caguitis previa a una carrera al pie de la letra, y cuando me acosté el sábado por la noche después de una serie de encuentros íntimos con el sr. Roca, tenía dolorosos retortijones abdominales y sudaba como un pollo, con lo que no me dormí hasta cerca de las cuatro de la mañana. Con estos ingredientes en la coctelera, y añadiendo unas gotitas de mi tradicional inconsciencia, ¿a qué ritmo salir? Pues a 4:30, faltaría más, no voy a cambiar mis planes por un quítame allá esas diarreas.

Así que me presento en Getafe sobre las nueve de la mañana del domingo, con una temperatura excelente y el cielo apenas velado por algunas nubes juguetonas: un día ideal para correr. Pronto se va juntando lo más granado de la paquetería del mundo mundial, cada uno con su objetivo y su ilusión. Después de un rato de charla, en el que, cosa rara, nadie sugirió ir a tomar algo ;-), nos vestimos de romanos y a calentar. Durante el calentamiento me preocupa no encontrar a Malagueta, preocupación que se agudiza cuando me coloco en la salida sin haber visto rastro de él. Teniendo en cuenta que su mujer ha salido de cuentas hace 5 días, sé que en cualquier momento una llamada telefónica me puede dejar sin liebre; el caso es que se da la salida, y echo a correr. Solo. Ya nos encontraremos, me digo. De momento me tengo que concentrar en encontrar mi ritmo en estos primeros kilómetros, en los que la aglomeración, los nervios, y la sempiterna mala colocación de los corredores, obligan a zigzaguear un poquillo. A pesar de todo, paso por el 2 en 8:59, casi clavando el ritmo. Camino del 3, Malagueta aparece a mi lado. Estupendo. Pronto se hace cargo de la situación, y empieza a desempeñar de forma impecable su labor de liebre: cantándome el ritmo, “leyendo” el recorrido que conoce a la perfección, dando consejos, animando, cogiendo agua… un auténtico lujo. Los primeros kilómetros van fenomenal. Alguno en bajada, sale casi demasiado rápido, a 4:20. Tenemos tiempo de saludar a Carlos Gebre, que hoy ha abandonado su forzoso dique seco de Ávila para estar con “sus” paquetillos, y a la gran Lola, mujer de Lander, siempre al pie de las carreras con una sonrisa en la boca. Y así, tan contentos, llegamos al km. 10, que paso en 44:53. Vamos de lujo. Me encuentro aparentemente bien, así que comienzo la segunda vuelta al circuito con la moral por las nubes. Cae el 11, el 12, voy manteniendo el ritmo, pero un invitado no deseado, el cansancio, empieza a acampar en mis piernas, y parece que con intención de quedarse. Espero que sea algo momentáneo, me digo. Paco me canta lo que me espera: una subida (leve, pero subida), según él, si la pasamos y llegamos enteros al km. 14, esto está hecho. Pero el cansancio ya ha hecho nido en las piernas, y la cuestecita no hace más que empeorarlo. Mi ritmo ha bajado, lo noto, y el reloj así me lo dice sin ningún miramiento, y lo peor es que noto que las piernas ya no van, han dicho “hasta aquí hemos llegado”, y ahora moverlas hacia delante se convierte en un acto de pura voluntad. Paco se da cuenta, y yo se lo digo: “voy cansado” (forma elegante de decir: estoy jodido), y aquí es cuando agradezco más si cabe su labor de liebre, porque va tirando de mí, avisándome de cada tramo donde puedo recuperar, cantándome cada punto kilométrico con antelación para llevarme un poquito más allá. Gracias a él no tiré la toalla, y traté de mantener el ritmo más alto que era capaz de llevar, sobre 4:40, sufriendo con cada paso, sabiendo que la soñada marca se desangra por momentos y que no podré conseguirla, pero intentando siempre hacerlo lo mejor posible. Llegando al 19, el cansancio es extremo, sólo quiero terminar, apenas alcanzo a decirle a Paco “estoy muerto” pero él me anima, venga que ya estamos, dos kilómetros y además cuesta abajo, venga que ya está. Kilómetro 20, en otras carreras estaría apretando, tengo un buen final y es raro el corredor que consigue pasarme en el último mil, pero hoy me veo superado por racimos de corredores, lo que me desmoraliza aún más si cabe; mis piernas van agotadas, al límite de su resistencia. Se me hace eterno el tramo de calle hasta entrar en el polideportivo, último giro, veo a Gebre y a Lola gritando y haciendo fotos, aún me queda un resto de ánimo para sonreírles (o hacer una mueca que intenta ser sonrisa) y levantar mi puño con rabia, porque esto ya está, ya piso el tartán, la marca se ha ido pero voy a hacer mi segunda mejor media, cojo la mano de Paco y entramos juntos, parando el reloj en 1:36:33.

Paquito Malagueta ejerciendo de liebre. Gracias campeón (Foto cortesía de C. Velayos)




Poco a poco irán llegando el resto de los paquetes, algunos con MMP, otros no, pero todos con esa alegría que caracteriza a este grupo de gentes extraordinarias. Compartiré con ellos unos momentos antes de volver con mis tres devociones, y cuando mi cuerpo se enfríe y solo unas dolorosas agujetas me recuerden que he corrido una media maratón, daré más valor a la marca que he hecho hoy. Que no es más que el punto de partida de un camino que debe acabar, no en una línea de meta, sino en una de salida: la del Gran Trail de Peñalara, el próximo 3 de julio. Ya os contaré...

lunes, 4 de enero de 2010

Memorias de San Silvestre

Ya ha llovido desde mi última entrada (y más en este último mes). Más que las andanzas del corredor de la fruta, mi sempiterna vagancia va camino de hacer que este experimento virtual sea cada día menos experimento, y cada día más virtual. Y no es que no hayan pasado cosas (atléticamente hablando) desde que me deje caer por los campos seguntinos, en el ya lejano mes de octubre; haré un esfuerzo de memoria, y otro de síntesis (cosa nada fácil para un ladrillero de memoria delicuescente como yo).

El 15 de noviembre, corrí los 10 kilómetros que organiza la asociación Grutear en Alcalá de Henares, con la grata compañía de Jesús (Zerolito). Carrera que sólo pasará a la historia (la mía) por haber llegado tarde a la salida, para alegría y regocijo del público congregado en la salida, que nos jaleó y se echó unas buenas risas a nuestra costa. La marca, 46:40 con la sensación de no haber forzado lo más mínimo, y lo mejor la compañía, festejada con churros pre-carrera y cervecitas después.

El 29 de noviembre, los 10 kilómetros de mi pueblo, Rivas. Primer intento serio de acercarme a los 45 minutos. Mañana de perros, con muchísima agua, y una vez más con la impagable compañía de paquetillos y asimilados: Carlos (Darth Vader), mi vecino Nacho (Silvestre), y las “hermanas del viento”, Marina (una de las que vino conmigo en la Pedriza) y Paloma. Empecé la carrera con estas dos últimas (recordad mi pasión hortofrutícola ;-) ), y a la mitad me quedé solo con Marina, que me llevó con la lengua fuera hasta cruzar la línea de meta en unos prometedores 44:12. Primer sub-45 post-papiloma, y con buenas sensaciones (salvo algo de flato al final), así que muy contento. Naturalmente, hubo desayuno y cerveza, accesorios sin los cuales algunos de nosotros no entenderíamos la práctica del atletismo.

El 13 de diciembre, inesperada participación en la Media maratón de Guadalajara. Inesperada, porque hasta que no vi en el foro la invitación a correrla de Jose “el corredor del Cañamares”, y empezó a tomar cuerpo la participación de un número nada despreciable de paquetillos en la misma, no me había planteado hacerla. Acudimos el grupo de Rivas al completo (Nacho/Silvestre, Paloma, Juan/Uros y yo mismo), el gran Lander y familia, Jose/El corredor del Cañamares, Luis/Ibki, y Carlos/Darth de vuelta de su fiasco lisboeta (fiasco por parte de la triste organización de la maratón, no por la suya). Día absolutamente gélido, con un viento helado, y una carrera durísima, como todas las medias que he tenido la oportunidad de hacer este año en la provincia de Guadalajara. Una vez más, con la estupenda compañía de una de las hermanas del viento casi toda la carrera, esta vez le toco aguantarme a Paloma. En meta, 1:44:36, con buenas piernas al final, y… ¿lo adivinas? Si, cervecitas.




Paquetillos congelados en Guadalajara. Paloma, Uros, Silveste, Darth, Lander (y el Tiki), y el corredor de la fruta.



El 20 de diciembre, una de las citas marcadas en rojo en el calendario. El diez mil de Aranjuez, lugar elegido por muchos paquetillos para desafiar los límites de sus marcas personales, y para organizar un buen barullito alrededor de unas paellas (regadas con cerveza, claro esta). Mucho frío otra vez, pero sin viento y con solecito. Pero no fue el día. Me caí antes de empezar resbalándome sobre unas escarchadas y húmedas hojas secas, poniéndome perdido de barro y lastimando sobre todo mi orgullo. Y me coloqué fatal en la salida, teniendo que pasarme los dos primeros kilómetros zigzagueando y con continuos y bruscos acelerones y parones. Así y todo, hice una estupenda marca… pero no lo suficiente. 43:04, a ocho segundos de mi MMP. Lo mejor una vez más la comida, más que por la calidad de los arroces y otras viandas, por la compañía. Y además fue la presentación en sociedad de mi Santa en uno de estos barullitos paquetiles. Espero que se repita muchas veces.


Nutrida paquetería en Aranjuez (aún no me había caído). Zero, una guapa rubia, Canillas, Txamo (y Yoku acechando detrás de él), Uros, Silvestre, Iron-Ibki,Adrián, y abajo los niños, con Lander y yo tan a gustito entre ellos.



Y llegó San Silvestre. Último día del año, última carrera. La San Silvestre supuso mi debut en el mundillo de las carrera populares, hace la friolera de ocho años ya. Si hoy me pongo a recordar esas 8.000 personas en la salida al lado del museo de Ciencias Naturales, ese dorsal de papel (fue el último año antes de las camisetas-dorsal) sujeto con imperdibles sobre mi sudadera de algodón (entonces no tenía ni idea de lo que era una prenda técnica), esos saltos nerviosos antes de empezar sobre mis zapatillas de tenis (aún menos idea tenía de zapas), y ese gozo indescriptible que sentí corriendo por las calles de Madrid vestidas de Navidad, llevado en volandas por los gritos de los vallecanos en las cuestas de su barrio hacia la primera línea de meta de mi vida, me invade una cierta morriña… y supongo que eso explica que, ocho años después, aún espere con enorme y navideña ilusión esta carrera, a pesar de ver el monstruo en que se ha convertido. Supongo que algún año tendré que rendirme a la evidencia, y no correrla, o al menos no intentar correrla, y solo disfrutarla en buena compañía, quizá disfrazado formando parte de la fiesta. Pero este año, con los ocho malditos segundos de Aranjuez martilleando en mi cabeza, tenía la (supongo que absurda) ilusión de desquitarme en mi querida San Silvestre. Posiblemente, la peor carrera imaginable para hacer marca, salvo que tengas la suerte (o la habilidad) de salir bien colocado adelante, porque la verdad es que, cuando quise entrar en mi cajón de salida, estos ya se habían fusionado en una espantosa amalgama de corredores de toda marca y condición, que me condenó a pasar un verdadero infierno en los dos primeros kilómetros, adelantando, frenando, zigzagueando, y maldiciendo a esta femme fatale de las carreras. La climatología tampoco ayudó: frío, lluvia, viento en contra, granizo… todo un despliegue de meteoros adversos cayó sobre nosotros. Pero tampoco este año, como en las otras seis veces que he corrido la San Silvestre, faltó mi Santa a la cita en Pacífico (km. 7). Ese breve instante en que veo su sonrisa y escucho su grito de ánimo es el mejor avituallamiento que nunca recibiré en una carrera. Y qué decir de tantos y tantos sufridos y animosos vallecanos, que llueva, hiele o nieve, se echan a la calle a dejarse las gargantas animando a los corredores en “su” carrera, y compensando con su generoso derroche de entusiasmo todos los sinsabores que haya podido dejarte la prueba, obligándome a hacerles la silenciosa promesa de volver de nuevo el año que viene… y colocarme mejor en la salida. El 43:24 que marcó mi reloj en la meta, al final es lo de menos. Hay muchas carreras en las que hacer marca. Pero San Silvestre vallecana, sólo hay una. Y no concibo otra forma de acabar el año que formando parte de esa colorida marea de esfuerzo, sudor, alegría, ilusión, camaradería, risas, y zapatillas. Están locos, esos corredores.