jueves, 28 de junio de 2012

Recuerdos...

Qué difícil se hace escribir sobre el GTP, otra vez el GTP, sin caer en la épica, la exageración o el exceso. Quizá porque el GTP es una prueba épica, exagerada y excesiva. Podría llenar hojas y hojas hablando de sangre y sudor, dureza y esfuerzo, ánimo y desesperación. Sería una crónica más, larga como los 110 kilómetros del trail, y que al igual que en él, sólo sientes alivio al llegar al final. En lugar de eso, prefiero recordar detalles. Pequeñas y grandes cosas que se grabaron en mis ojos, en mi cabeza, en mi corazón, que son las que a la postre permanecerán nítidas en mi memoria, cuando se pose el polvo en los caminos del Guadarrama y las cicatrices de las ampollas que cubren mi pie queden borradas por el tiempo. Recuerdos...

La rotonda de salida del pueblo de Navacerrada, recién iniciada la aventura. “¡Vamos, paquetes!” La frase, que podría sonar ofensiva en otros oídos, pero para Jesús y para mí suena a música. Es Ana, la mujer de Sergio Mayayo, que nos anima y fotografía. A su lado, sorpresa, Luis CyT, que tipo más grande, en tres horas sale de Rascafría para hacer el "pequeño" TP de 60k pero se ha metido el madrugón para venir aquí a animarnos. Qué bien empieza el día, pienso, mientras la luz gana terreno detrás de la imponente silueta de La Maliciosa, en un amanecer de hermosura casi perfecta, como un montaje de Canillas.

La Maliciosa, un balcón de piedra sobre la provincia de Madrid, último baluarte de la montaña frente a las llanuras mesetarias. La mirada se pierde en un horizonte casi infinito. Ya va haciendo calor, miramos hacia atrás y vemos como aún serpentean tras nuestras huellas no pocos corredores. Luego nos enteraremos de que, un rato después, aparecerá Carlos Gebre, tarde para fotografiarnos pero no para sentir su aliento y su apoyo, qué alegría que el Maestro vuelva por la montaña, piano, piano, pero vuelve.

Echamos una mirada hacia Madrid, pensamos en nuestro amigo Carlos, que hoy se enfrenta a un reto tan impresionante como el nuestro, un medio Ironman. Y con este calor. Ojalá tenga suerte, igual que Nacho, que éste si que tiene un desafío difícil por delante: volver a estudiar, que valor, a nuestros años. Bueno, más bien a los suyos.

En La bajada hacia Canto Cochino, qué subidón de moral encontrarnos, chocar las manos, abrazarnos, con Josito y Malaika. Este último nos despide con un “¡Qué envidia me dais!” que suena a que se queda con ganas de salir trotando a nuestro lado. Otro año, masajista planetario. Luego, ya en Canto Cochino, nuestra amiga Paloma nos recibe con su contagiosa sonrisa, estamos haciendo acopio de ánimos para llenar nuestras reservas, muy enteras todavía. La majestuosa belleza pétrea de la Pedriza nos envuelve, y recuerdo aquél primer Cross de La Pedriza en que las hadas de las montañas me enamoraron por primera vez, atándome prieto con suaves ligaduras.

Las flores blancas de la jara, los piornos amarillos, las retamas, el verde de los pinos... y el ciego sol, el polvo de la tierra reseca, la sed y la fatiga, maldita subida interminable hacia La Morcuera.

La cerveza fresca que, casi de contrabando, nos da una voluntaria, amiga y compañera de curro de Jesús, en La Morcuera. Él se la bebe casi de un trago. Yo llego tan acalorado y cansado, que al principio me cuesta tragarla. Pero poco a poco la amarga espuma fue abriéndose camino en mi garganta, reconfortando cuerpo y espíritu. Me río yo de los isotónicos.

Me duele la espalda, y me vienen a la cabeza todos los "ibertrenes" que no hice, ay Iván, debí hacerte caso cuando nos mandabas hacer fondos de brazos...

Las Presillas, cientos de personas disfrutando de las piscinas, el sol y el recién estrenado verano, no dedican ni tan siquiera una mirada a esa pareja de marcianos con una mochila a la espalda y un dorsal en el pecho que cruzan trotando entre ellos. Si supieran que tampoco vamos a ver el partido de España esta noche, nos quemarían en la hoguera. Aunque realmente, a esta hora ya estamos ardiendo. Ay, quién pudiera darse un bañito...

El gazpacho que Rita nos dio al llegar a Rascafría… qué bueno, que bendición irnos pasando el tetra-brik y dejar caer el fresco líquido por nuestros gaznates.

Guille, sus hijas y Juan Luis el Tapiero en el avituallamiento de Rascafría. Qué estupendo, ver caras amigas otra vez, que te atienden, te animan, te envidian (locos), te hacen reír y olvidarte por un rato de lo que llevas y, lo que es peor, lo que te queda. Comemos, nos cambiamos, nos duchamos con una manguera, restañamos heridas. Enchufo el Garmin para ir teniendo referencias, espero que me dure hasta la Fuenfría. Qué lejos está la Fuenfría, qué lejos beber ese agua.

Un vaso de agua al salir de Rascafría, y la sonrisa de una voluntaria.

El Reventón. Qué nombre tan apropiado. Qué dura se ha hecho la subida, con todo el calor. Y qué hermosa, ver el inmenso paisaje que se abre a nuestros pies según vamos ganando altura. Pero Jesús no está bien. El calor le ha sacudido de lo lindo, y se tumba un largo rato esperando recuperarse. Yo mientras, como y bebo. Frutos secos, barritas, y agua, agua, más agua. ¿Seguimos? Seguimos, admiro la fortaleza de mi compañero, machacado como está se pone en pie para encarar el tramo más duro del trail "Ya que estamos aquí no podemos dejar de saludar a la Señora", me dice con sencilla grandeza.

Peñalara. Increíblemente, fuimos cresteando por la cuerda desde el Reventón en completa soledad, sin ver ni delante ni detrás ningún otro corredor, escuchando sólo el rumor del viento, y viendo acercarse, imponente, altiva, la silueta de La Señora, asomando hermosa tras un ramillete de Claveles. Aspen nos llama cuando estamos a unos pasos de la cumbre. Nos anima, nos reconforta, nos hace reír, sabemos que no estamos solos, nunca lo estuvimos en toda la carrera. En el momento en que hacemos cumbre, el último rayo de Sol se esconde tras el horizonte segoviano. Jamás olvidaremos ese anochecer.

Cae la noche camino de la Granja. Bajamos con cuidado, a la luz de los frontales, buscando las marcas, perdiendo altura, ganando metros, adelante, siempre adelante. Un cielo negro, un horizonte eterno y andar, andar.

La Granja. 80 kilómetros. Nos sentamos. Caldo caliente, con lo que hemos aborrecido el calor y ahora cómo se agradece este caldito. Jesús lo intenta pero no puede. No le entra nada. Ni comer, ni casi beber. Mierda, mierda, mierda. Decide dejarlo. Decido seguir. Ilusiones rotas, un dorsal que se desprende de su pecho, una tachadura en el mío, una mirada, un abrazo. Me voy rápido, antes de romperme.

De camino a la Casa de la Pesca. Durante 8 kilómetros estoy solo. Completamente solo. Trotando a ratos, andando otros, flanqueado por negros y altísimos pinos, y con una bóveda de estrellas sobre mi cabeza. Sin saber porqué, me paro. Apago el frontal, dejo que mis ojos se acostumbren a la oscuridad, y miro al cielo. Pasmado. Sólo en mitad de ese negro bosque infinito, viendo las estrellas. Es sólo un minuto, en el que dejo que mis ojos se empapen de luz y de belleza. No sólo el agua calma la sed.

El infame arrastradero, más infame si cabe de lo que lo recordaba… no es lo mismo pasarlo de día y acompañado, que de noche y solo. Qué horror. Hay tramos en los que la pendiente se empina tanto, que mis cansados y doloridos pies resbalan hacia atrás. Perder un solo metro ganado es una agonía, porque hay que volver a ganarlo. Recuerdo a Fran hace dos años, sólo en esta maldita cuesta. No me extraña que llorara. Echo de menos a Jesús. Echo de menos a mis compañeros.

El tramo de la Fuenfría al Puerto de Navacerrada. Después de la horrible subida, me tomo dos vasos de fresca, fresquísima agua de la fuente, un cruasán de chocolate que me dio Zero en La Granja (de los que nos teníamos que haber tomado juntos, en recuerdo del 2010), y echo a andar por la senda de Los Cospes. Un camino fácil. Un tramo sencillo. Pero el sueño cae sobre mí como un mazo. Apenas recuerdo nada más que la horrible sensación de dormirme de pie. Me tambaleo, trastabillo, me tropiezo. De repente me encuentro fuera del camino, sin recordar en qué momento me he salido. Dudo hasta en qué dirección tengo que ir. Me paro, vuelvo a andar, avanzo penosamente metro a metro, sonámbulo, en una marcha alucinada en medio de la negrura del bosque. Hasta que llego a una piedra grande al borde del camino, que me llega a la cintura. No puedo más. Me doblo sobre ella y apoyo mi cabeza sobre su fría superficie. Caigo como muerto. Debieron ser pocos minutos, pero creo que hasta soñé. Abro los ojos y allí sigo, doblado en escuadra sobre la piedra, con el frontal aún encendido, en medio de la noche y en la más absoluta soledad. Pero me pongo en pie, y echo a trotar para espantar el sueño. No voy a rendirme, y esa piedra que ha sido mi duro lecho durante un instante me ha devuelto la vida.

El control del Puerto de Navacerrada. Ciento un kilómetros. Las seis y diez de la mañana. El alba ya se insinúa en el cielo. Me detengo un rato, me siento, bebo, como, charlo un rato con los voluntarios, admirables voluntarios, que se desviven por darme cualquier cosa que pueda necesitar. Me despido de ellos, me duele todo el cuerpo al ponerme en pie pero sonrío, sé que voy a llegar, solo quedan 9 kilómetros. Y al volverme, la veo. Rita. Juro que un segundo antes no estaba. Creo que se materializó allí mismo, como solo las hadas buenas (y las brujas traviesas) saben hacer. Nos miramos con mutua admiración, y nos abrazamos en un segundo eterno que me cala hasta el alma. Y se marcha en busca de Pilar, su amiga, mientras yo me marcho, mirando de cuando en cuando incrédulo hacia atrás, esperando verla en cualquier momento salir volando sobre los pinos.

La senda de las Cabrillas. Miro el móvil. Dos llamadas perdidas, tres mensajes. Joder. Pako, Pako, Pako, Pako, y Pako. Lleva toda la noche en pie, esperando en Navacerrada, por si puede ayudarnos, echar una mano, darnos algo, animarnos. Qué tío más grande. Le llamo y le digo, emocionado, que voy para allá, que me espere para desayunar.

La Barranca. Ha pasado un día. Qué largo. Qué duro. Qué triste en La Granja. Qué hermoso a veces. Recuerdo a Aspen y sus frases “te va a doler igual, pero corriendo llegarás antes”, “en meta se entra corriendo”… Y corro. Claro que corro. Como si tuviera alas en los pies, a la mierda el cansancio, el dolor, las ampollas y su puta madre. Respiro el aire del amanecer, de mi amanecer, me entra otro mensaje en el móvil. Malaika. Hace alusión a mis atributos masculinos, me manda ánimos, gracias Ángel, gracias a todos. Adelanto ahora un corredor, ahora otro, y sigo corriendo. Debo ir a 6 el kilómetro (el fore murió dulcemente al llegar al Puerto de Navacerrada), pero me siento como si fuera a 4 pelaos. Entro en el pueblo, suena mi móvil. ¡Es Jesús! Le contesto jadeante, sin dejar de correr, feliz, emocionado, nos vemos en un rato, ¡en un rato! Al pasar por la plaza, oigo gritar mi nombre. Es él, saliendo de un bar (de dónde sino, somos paquetes) Me paro, vuelvo hacia atrás, nos abrazamos, y le dejo pagando su café con leche con porras, mientras yo me voy corriendo, me espera la meta y no es de caballeros hacer esperar a una dama. Mientras troto aparece Jesús de nuevo, a bordo de su coche, se pone a mi altura y me vuelve a gritar ánimos, antes de salir zumbando hacia meta. Un camión que va detrás de él, también reduce su velocidad al llegar a mi altura, su conductor me mira y levanta su pulgar hacia arriba, me rio y le saludo, a ver quién me quita esta sonrisa de la cara.

La meta. Por fin. Un pasillo vallado de hierba artificial me separa de esa pancarta que cruzamos en sentido inverso hace casi 26 horas. Creo que voy flotando, no noto que mis pies toquen el suelo. Veo a Jesús a un lado, gritando como un loco, y me voy hacia él, chocamos las manos, levanto los brazos, pienso en mis chicas, y entro con una sonrisa grande como esta mañana de domingo. Lo he conseguido. Otra vez. Me toman el tiempo, me ponen la medalla, y en ese momento toco tierra. 110 km caen sobre mí de un solo golpe, y me entran ganas de llorar de emoción. Me tapo la cara, las piernas me tiemblan, apenas me sostienen, me tengo que dejar caer de rodillas, son unos segundos para mí, para digerir que he vuelto a enfrentarme a esta monstruosidad, y he vuelto a ganar, y apenas puedo creerlo. Me levanto, me abrazo emocionado con Jesús, un abrazo largo que ojalá pudiéramos habernos dado ambos como finishers, pero nos da igual, estamos contentos y emocionados, porque aunque el maldito calor y el maldito Sol nos ha robado el entrar juntos, no ha podido robarnos esta alegría, no ha podido con nosotros. Y veo a Pako, que grande mi Pako, me abrazo a él con la misma emoción, porque por todos los ánimos que nos ha dado un trocito de la medalla que cuelga en mi pecho es suyo, hasta que tenga una entera para él solo.

“¿Y has pagado por esto?” Mi hija mayor no puede creerlo; no da crédito a sus oídos. “¿Corres 110 kilómetros, y encimas tienes que pagar?” Me mira como si no estuviera bien de la cabeza. Yo me río, y mi hija acaba por reír conmigo. Risa de niños, risa de locos, risa de niños que se han vuelto locos y de locos que no quieren dejar de ser niños.