miércoles, 11 de abril de 2018

Un sueño de 24 horas


Cómo contar, sin caer en mi acostumbrada prolijidad en los detalles, algo tan descomunal como una carrera de 24 horas. Son tantas las cosas que pude sentir y vivir en el que puedo calificar como el día más largo de mi vida, que tendré que hacer un enorme esfuerzo de síntesis. Y yo soy de enormes esfuerzos, pero no de síntesis, así que veremos que sale.

24 horas de Pinto. Ya el año pasado, en su primera edición, pasaron zumbonas ante mis oídos, como un moscardón que se cuela a la hora de la siesta dispuesto a no dejarte pegar ojo. Estaba yo empeñado en otras guerras, y lo dejé pasar. Pero no lo olvidé. Y cuando se anunció este año la segunda edición, el moscardón aleteó con fuerzas renovadas, en un rumor incesante que iba minando las ya de por sí endebles defensas de mi cerebro. Tan endebles, que un par de días antes del cierre del plazo, el martes 13 de marzo (posiblemente después de pasar bajo una escalera y romper un espejo al tratar de esquivar un gato negro que vino a lamer la sal que se me había caído), mi nombre aparece en la lista de inscritos. Ya no hay vuelta atrás. Una vez más, me enfrento a un reto que me sobrepasa. O eso cree él, porque yo ya empiezo a sentir ese cosquilleo del baturro en la vía del tren: chifla, chifla, que si no te apartas tú, yo no me aparto. Qué le vamos a hacer, hay quien en cuanto empieza a tronar se guarece bajo techado, y quien al olor de la tierra mojada gusta de correr bajo la tormenta. Ni que decir tiene que los primeros tendrán una vida más larga, pero los segundos tendremos vida.

¿Y con qué objetivo – aparte de agotarme, sufrir como un perro y destrozarme los pies – voy a ir a Pinto? Porque al ser mi primera experiencia en una prueba de este tipo, podría ir simplemente a nadar y guardar la ropa. Pero, ay, soy muy mal nadador, así que al zumbido del moscardón le sucede otro murmullo no menos molesto y amenazador: las cien millas. ¿No quieres caldo? Dos tazas. Pero echo cuentas, les pregunto a mis piernas, desoigo sus gritos angustiosos y desesperados, y creo que puedo acercarme a tan tremenda cifra. Al menos en teoría, porque nunca me he aproximado siquiera a tal distancia. A partir de los 115-120 kilómetros, entraré en “territorio comanche”, y no sé cómo responderá mi cuerpo. Pero el reto me atrae como la luz a una polilla (va de insectos, esto)

Así que llega el día de autos. Frío. Lluvioso. Empezamos bien. Además esta vez, ningún Paquete ha sido lo suficientemente descerebrado como para venirse conmigo. Así que iré solo. Me voy a dar un atracón de la Soledad del corredor de fondo esa, pienso. Me equivocaré.

… Nada más salir del auditorio, giramos a la derecha y encontramos una pendiente enlosada que pasa bajo un arco hinchable…

Ya estamos en carrera. La primera vuelta de muchas, no puede ser más festiva. Todos corremos, bromeamos, reímos pisoteando charcos como niños… el circuito es durillo, más de lo que yo pensaba, y la lluvia le da el toque de picante que le podría faltar. Nos va a salir un buen guiso, cocinados a fuego lento en nuestro propio jugo. Cuando empiezo la segunda vuelta, una silueta espigada y sonriente sale a mi encuentro. Es Uros, que aún renqueando de su bronquitis, se ha venido a compartir conmigo unas vueltas. Qué alegría, la primera del día. Con tan buena compañía, las primeras cinco vueltas pasan solas. Sin sentir. Ya ha pasado la primera hora, solo quedan… veintitrés. Puf. Uros se despide hasta mañana (qué lejos está ese mañana), y como si fuera una señal, se abren las compuertas del cielo y empieza a llover otra vez. Pero llover, llover. Caray, hasta hace un mes a vueltas con la pertinaz sequía, y ahora… o calvo o dos pelucas. Pronto estamos empapados, y en algunos lugares del circuito es imposible no resbalar en el fango. Si esto no para nos vamos a divertir. En uno de los resbalones, noto un dolorcillo en el empeine del pie izquierdo. No será nada. Je.

… giramos a la izquierda y pisamos tierra. Aún pica hacia arriba hasta llegar a un árbol, aún desnudo de hojas, y rozando sus ramas torcemos a la derecha…

Cuatro horas, 36 kilómetros. Casi ha dejado de llover, solo llovizna ya, pero el circuito está anegado, espero que el cielo se retenga y la tierra vaya drenando el agua. Voy muy constante, he ido casi todo el tiempo corriendo, y tengo la sensación de que me estoy pasando de ritmo; queda un mundo aún, pero ya vendrán las rebajas. El empeine molesta. Paro a desatar y volver a atar la zapatilla, pero no mejora. Espero que se pase, mientras sigo con mi rutina. He decidido que cada hora pararé cinco minutos, para beber, comer, recuperar resuello y hacer otras cosas que nadie puede hacer por mí, y cada seis horas “entraré en boxes” para cambiarme ropa húmeda, calcetines, estirar un poco… Sesos tengo pocos, pero muy organizados, eso sí. Paso la primera maratón en 4:40, mucho más rápido de lo que tenía previsto, me angustia un poco estar pasándome de ritmo y pagarlo luego. Pero sigo trotando para no quedarme helado, porque el viento frío que ha llegado tras la lluvia congela mi cuerpo empapado, que humea como una vieja locomotora.

… encaramos una fuerte y corta pendiente descendente, pedregosa y con las heridas producidas por el agua de lluvia, que termina con un escalón en un giro brusco a izquierdas…

Primera parada en boxes, 6 horas, 52k. Definitivamente voy muy rápido, aunque me obligo a caminar algo en las cuestas arriba, sigo corriendo casi todo el tiempo. Y caminando, aunque está feo que yo lo diga, no hay quien me gane. Claro que con estas patas que Dios me dio, mi zancada es el doble de larga que las de muchos competidores, cada paso mío vale por dos suyos. Así que el ritmo no decae aunque camine. En la carpa de boxes me quito el chubasquero, me doy vaselina, me cambio de calcetines y de ropa. Que gusto volver a estar seco. El empeine me duele al trotar, no sé lo que será pero es molesto, sobre todo con las largas horas que tengo por delante. Bajo de nuevo al circuito, y emprendo mi acostumbrado ritual de ingesta. Un poco de jamón con pan, frutos secos, galletitas saladas y de limón, alguna barrita, a veces caldo caliente… agua las horas pares, e isotónico las impares. Y a correr. O lo que sea que yo hago, porque cuando me pasan los de los relevos me parece ir parado. Van como aviones.

… vamos rodeando el lago del centro del Parque, el terreno es completamente llano pero está convertido en un lodazal resbaladizo…

Ocho horas, 68k. Sigo a buen ritmo. ¡Hasta ha salido el sol! Estaría disfrutando (sí, los corredores somos así de raritos) si no fuera por el pie, que sigue molestando, no sé qué hacer, me desespera un poco. Y a ello se añade un runrún, una molestia, en la rodilla derecha. Me recuerda al dolor que me dio en los 101 de Ronda, que casi me llevó al abandono. Estamos frescos, menos mal que me quedan… ¡¡¿16 horas?!! Y casi cien kilómetros hasta las deseadas cien millas. Cuando pienso en la enormidad que tengo por delante, tengo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para no salir corriendo, pero hacia mi casa. Tengo que pensar sólo en la siguiente meta, la siguiente parada para comer y beber. Leo en el móvil los mensajes de ánimo de Los Paquetes, que me suben la moral. Y hablo con Belén, ella sí que me la sube (la moral), aunque la noto preocupada. Venga, en un rato te llamo otra vez. Besos, besos.

… en una fuente giramos a izquierdas, para hacer otro descenso corto y acusado, esta vez por terreno enlosado, que termina en otro giro a izquierdas…

Diez horas, 80k. La noche ya ha caído sobre nosotros, como una manta. Hace frío, he vuelto a ponerme el chubasquero como segunda capa, aunque no llueve, y las estrellas adornan la noche como guirnaldas de Navidad. Me he puesto un ritmo regular, siempre camino en las mismas zonas (cuando pica hacia arriba) y troto en el resto. El dolor en la rodilla no mengua, más bien al contrario, pero parece que así lo mantengo a raya. El pie, bueno, lo he dejado por imposible. Además ya se sabe, que lo mejor para olvidarte de un dolor es que te duela otra cosa, y la rodilla cumple con este cometido a las mil maravillas. Los fisios me han dado un pequeño masaje con crema de calor, pero no parece haber mejorado gran cosa. En estas estoy, cuando bajando al trote hacia el auditorio veo de reojo una pareja de espectadores, no les presto atención hasta que oigo que me llaman “¡Pardi!” Es Paloma y su marido, madre mía que alegría más grande. Coincide su visita con “la hora de la cena”, me siento a comer un plato de pasta con carne y un trozo de pizza que me saben a gloria mientras charlo con ellos. Cuando he terminado, empiezo otra vuelta, camino ya de la segunda maratón. Me da una tiritona del dos, me he debido quedar frío cenando y ahora mi cuerpo tiembla como un trapo al viento. Trota, Jorge, trota, tienes que entrar en calor. Flato. Mecagontodoloquesemenea. Voy sorteando como puedo este rosario de dolores, frío, adversidades y putaditas varias (con perdón), mientras miro con envidia a mis compañeros de las doce horas. Están acabando. Lo que daría yo, por acabar, en lugar de estar todo el tiempo echando cuentas para las cien, cuántos kilómetros me faltan, cuántos tengo que hacer por hora, cuánto y cuándo puedo parar…

… hacemos una larga recta junto a los campos de fútbol, casi llana pero ligerísimamente picando hacia arriba, por asfalto, duro pero firme bajo nuestros pies…

Camino de las doce horas, va el contador ya para los 92k. Ha llegado el huracán Pakito. ¡Venga coño, corre! me dice al verme caminar. Aunque estoy pasando un rato regular desde hace un par de horas, me hace reír, que no es fácil a estas alturas. Pero es que además, Pako nunca viene solo. Trae un termo de chocolate (petición del escribiente), uno de caldo, frutos secos, bollos, crema, una manta… todo lo que se me pueda ocurrir. Y lo que no, va a por ello. Porque le pido un analgésico, a ver si el dolor del pie y de la rodilla mengua, y no duda un segundo en irse a buscar una farmacia abierta. Que tío más grande. Y cuando le digo que se me puede acompañar, le falta tiempo para quedarse en camiseta, con el puñetero frío que hace, y ponerse a trotar conmigo un par de vueltas. No es más grande porque no fabrican moldes de su talla. Doce horas ya, me toca ir a boxes. Según mis cuentas de gran capitán llevo margen (creo) para mis malditas cien millas, así que le digo que me voy a echar un rato. Me tumbo en la colchoneta y Pako me descalza, me estira con mimo las piernas, me arropa con una manta preciosa… No lloro porque debo estar medio deshidratado. Solo le falta darme un beso en la frente y cantarme una nana. Son las doce y veinte, le digo que me avise a la una y cuarto por si me duermo, pero naranjas de la china, a la una menos cuarto estoy que me subo por las paredes, no puedo más, me levanto, me calzo las zapatillas y le aviso. Pako, voy a salir ya. Me siento recuperado, los estiramientos, el ratito tumbado, los mimos, me han caído genial. He vuelto a la vida. Los dolores, bueno, ahí están, pero algo mitigados, y ya hemos pasado el ecuador. Pako aún se queda un rato, hasta que no me ve hacer un par de vueltas con buena cara, no se va a su casa, que tiene que madrugar. ¿Os he dicho ya que es muy grande?

… y al final giramos a la izquierda, hay un pequeño escalón, volvemos a pisar tierra y barro y empezamos una subida larga muy tendida, dejando la carretera a nuestra derecha…

Noche, noche oscura, noche fría, noche eterna. El tiempo parece detenido, las horas se deslizan lentas, perezosas, interminables, camino de un amanecer que parece que no llegará nunca. Y yo sigo dando vueltas y vueltas, echando humo al respirar el aire helado de esta negra noche en blanco. Sigo con mis rutinas, ahora como, ahora bebo, aquí corro, aquí ando. Se va recortando poco a poco el terreno de correr, mientras crece el de andar, es la única manera de que la rodilla aguante, al menos aún puedo caminar a buen ritmo. Leo los últimos mensajes de Los Paquetes, los que me ha mandado mi fiel escudero Zero, pienso en la última conversación con Belén antes de ir a acostarse… todo esto cala en mi alma como el frío en mis huesos, pero el calor de los ánimos es más fuerte. Caminando por este parque en medio de la noche, con muchos más de cien kilómetros sobre mi osamenta, no me siento solo. A ratos hasta intercambio alguna palabra, alguna broma, un gesto de ánimo, con mis compañeros, vamos que antes de que nos demos cuenta será de día, mira allí entre las nubes, parece que el cielo clarea… pero no, aún no. A las seis visito los boxes por última vez. Me doy vaselina, me recompongo, me abrigo, la madrugada es muy fría, cómo deseo que amanezca, madre mía.

… por fin cambia la pendiente, ahora va picando hacia abajo entre los pinos, giramos a la izquierda, cruzamos una zona pavimentada, cuidado con los bordillos, y ya vemos el auditorio…

Y amanece, por fin. Se acabó la oscuridad, son las siete y media, y llevo ya la barbaridad de 136 kilómetros encima. Y al pasar por la meta, veo una figura conocida. Es Nibble, “tenía un rato y me he pasado a verte”. Que alegrón. Le estoy abrazando como un náufrago a un salvavidas, cuando uno de los organizadores me dice “tienes al tercero ahí mismo, vais en la misma vuelta”. Se ve que el agotamiento, además de visiones, me hace oír cosas raras. ¿Tercero? Sí, sí, tercero. Me desprendo del abrazo de Nibble y le digo “ahora vuelvo” y me pongo a correr. Se me olvidan mis rutinas, mi aquí corro, aquí ando, solo quiero hacer la vuelta rápido, rápido. Pero los dolores me ponen en mi sitio, tengo que echar el freno, aunque en esta vuelta corro más que en todas las precedentes de esta madrugada eterna. Y al pasar por meta, miro la pantalla. Dorsal 26, vuelta 70, 140k, posición: 3. Lalechelalechelaleche. No entraba ni en mis mejores sueños esto, mis cuentas pasaban por hacer estas últimas vueltas lo más tranquilo posible para llegar a las cien millas. Pero ahora veo que tengo una pelea que no esperaba, y que no puedo rechazar. El bueno de Nibble trota conmigo una vuelta y me insufla una nueva ración de ánimos, antes de marcharse, gracias Javi. Y yo sigo dando vueltas, mirando cada vez ese “3” en la pantalla, inamovible. Que largas se me van a hacer las últimas horas.

… rodeamos la circunferencia del auditorio por una pronunciada pendiente de tierra, llena de regatos, surcos y hendiduras producidas por el agua que hay que esquivar…

Con la euforia del tercer puesto, apreté el ritmo. Y mi rodilla se ha resentido. Duele, duele. Tengo que andar casi todo el tiempo, aunque me obligo a trotar en la bajada hacia el auditorio y el paso por meta. Luego camino, siempre hacia adelante, un pie delante del otro, maldita rodilla, vamos Jorge vamos, y cuando estoy en el punto más alejado del circuito, dos siluetas familiares y queridas salen a mi encuentro. Canillas y Zero, que grandes, que alegría. Les sonrío, levanto los brazos, corro hacia ellos (es un decir) y nos fundimos en un abrazo que me llena de fuerza. Lo voy a conseguir. Lo vamos a conseguir. Les incorporo a mi rutina agónica de muchiandar y poquitrotar, y las vueltas van pasando, desesperantemente lentas, pero un puntito más fáciles de llevar en buena compañía. Uros vuelve a aparecer, y su sonrisa traviesa se une a las de mis dos acompañantes, entre los tres me pinchan, me animan, me empujan, me alegran la vida. Pero en mitad de una vuelta (no sé cuál, una de tantas…) es mi vida, la que sale a mi encuentro. Desde lo alto de la cuesta pedregosa que hay antes del lago, veo a Belén. Me voy hacia ella como el condenado a muerte al que le traen el indulto, y la abrazo como si me fuera la vida en ello, la emoción me recorre de pies a cabeza, hasta que se asoma, derretida, a mis ojos cansados. Pero hay que seguir, esto aún no ha terminado, y empiezo a caminar otra vez, arrastrando conmigo, feliz, una escolta cada vez más larga. Ya solo ando, cuando intento trotar el dolor en la rodilla me disuade, da igual, solo tengo que seguir y dejar pasar el tiempo. Ese tiempo que va tan lento, que hasta tenemos hueco para la guasa, cuando les digo que ya estoy haciendo la última vuelta, porque la terminaré a las 12 menos diez y no voy a empezar otra. ¿Pero vas a abandonar? Eres un flojo. O sea que al final no vas a hacer 24 horas… y cosas de este jaez. Pero sí, es mi última vuelta, y apenas puedo creerlo.

… giramos a la izquierda y volvemos a pisar las losas del auditorio, ya estamos bajo el arco de salida y de meta, principio y fin.

Acaricio suavemente, casi con dulzura, la corteza del árbol que me ha visto pasar ochenta y dos veces. Bajo la cuesta, la puñetera cuesta, nunca más. Miro el lago como si fuera la primera vez, reflejando la luz de esta mañana que creí que no llegaría nunca. Paso la fuente, bajo la cuesta hacia los campos de fútbol, y miro por última vez a los jugadores del enésimo partido, debo haber visto una liga entera. Subo por el camino entre los pinos, el sol juguetea con sus agujas que brillan renovadas en este día en el que todo lo que hay lo han puesto para mí. El último giro, el auditorio a la vista, hace casi un día que salí de allí. Bajo la empinada pendiente de tierra, me duele todo pero no puedo quitarme la sonrisa de la cara. Piso el auditorio. 100 metros. Los últimos 100 metros de un camino de más de 100 millas. Troto, quiero entrar trotando, aunque duela. Levanto los brazos, sonrío, casi lloro, miro al cielo. Y ya está. Ya está. 23 horas, 49 minutos, 52 segundos y 164 kilómetros después, soy el hombre más cansado y más feliz de la Tierra, mientras abrazo, uno a uno, a los organizadores, a mis amigos, gracias gracias gracias, y al final me fundo y me confundo en un último abrazo con Belén, mi paciente chica, que largo ha sido el camino hasta acabar en sus brazos. La pantalla dice que soy tercero…

Pero mi premio, mi verdadero premio, son todos los abrazos y sonrisas que he recogido en estas 24 horas. Muchos más de los que podría contar; muchos más de los que podría soñar. Un sueño de 24 horas.

Gracias.



miércoles, 28 de junio de 2017

Veinte años después...

- Abuelo, cuéntame lo del quinto getepé…

- ¿Otra vez? Pero si ya lo he contado muchas veces, Lara, tus padres están aburridos de mis batallitas…

- Pero a mí me gusta, abu, cuéntamelo porfa porfa porfa…

- Bueeeeno.

El abuelo hace como que cede ante su nieta, haciéndole un favor, pero en realidad se esponja de gusto de poder volver a recordar aquel largo día de junio; se arrellana bien en el sillón, se ajusta sus anticuadas gafas y empieza a contar, ante su embelesado y unipersonal auditorio: “Pues verás, esto fue la Noche de San Juan del… del…  el diecisiete, creo. Era la noche más larga del año…” Mientras el abuelo habla, su mente se hunde poco a poco en sus recuerdos, y vuelve a sentir el sudor resbalando por su rostro, el viento en los oídos y las piedras bajo sus pies…

El pelotón getepero trota hacia la fuente de la Campanilla, serpiente de luces vivas de extraña belleza, y los ánimos están por las nubes. La aventura apenas comienza, las fuerzas están intactas, y todos nos vemos capaces de pelear con la Bestia y vencerla. Atrás quedan los meses de entrenamientos (siempre más escasos de lo que nos gustaría), los dolores y runrunes que amenazaron con echarlo todo a perder, y las risas y buenos ratos compartidos con los Paquetes. Estamos, otra vez, corriendo el GTP. Es mi quinta vez, quién me lo iba a decir, y para Zero es su sexta intentona. De nuevo en pareja, como aquel año 2012 de agridulce recuerdo. Buscamos ¿un desquite? ¿un empate? ¿un abrazo? Quién sabe, seguramente si pensáramos por qué lo hacemos, no lo haríamos, así que es más fácil no pensar. Repostamos agua en la fuente, y mientras bebo veo con el rabillo del ojo una camiseta verde que tira para arriba, caray con Zero que prisas, así que me voy tras él. Pero ay, de noche todos los gatos son pardos, pero no todas las camisetas verdes son Zero. Cuando llego a la altura de la dichosa camiseta, veo que ésta no recubre las generosas hechuras de mi compañero, sino que es un más bien escuálido ejemplar de trail runner. Horror de horrores, he metido la pata, apenas 4 kilómetros y ya he perdido a mi pareja. Doy un par de voces sin respuesta. Como no sé si va por delante o por detrás, decido seguir, que arrieritos somos y en el camino nos encontraremos. Llego a la Maliciosa y no hay rastro de él, y como sopla un airecito un poco molesto tiro para abajo para no quedarme frío. Si va por detrás, en la bajada me pilla seguro, me digo. Pero bajo (con mil cuidados, esta bajada en la negrura de la noche tiene mucho peligro), cresteo la sierra de los Porrones, y empiezo a bajar hacia la Pedriza, y sigo sin verle. Hasta que en una revuelta del camino, oigo poco más atrás una voz inconfundible “¡Jorge!” “¡Aquí!” Por fin reunidos de nuevo, llegamos a Canto Cochino, primer abrevadero, digo avituallamiento, llevamos un tiempo excelente, paramos lo justo y nos ponemos en marcha. El collado de la Pedriza, la bajada hacia la Hoya de San Blas (donde me caigo por primera vez entre unos matojos llenos de espinas que me llenan las manos de pinchazos venenosos), y el segundo avituallamiento en la Hoya, van quedando atrás mientras las horas de oscuridad discurren lentamente, y la vista se nubla en busca de un sueño que se le niega. No será hasta que nos veamos subiendo la Morcuera, que el cielo empezará a clarear, teñido por la Aurora de rosados dedos…

- Abuelo, esta parte es un rollo. Sáltatela.

- Pero Lara, ¿cómo que un rollo? Vale que la subida a La Morcuera no es lo más animado del mundo, pero…

- Sal-ta-te-la.

- Bueno, bueno, caray niña, como se ve que sales a tu madre.

Ya es de día. El calendario dice que el solsticio de verano, el 21 de junio, es el día más largo del año, pero nosotros sabemos que este día 24 sí que será el día más largo. Vamos a vivir sus veinticuatro horas con intensidad, con pasión, con…

- Abueeloooooooo.

- Valeeeeeeee.

Acabamos de pasar el control de La Morcuera.  40 kilómetros ya. Uf, primera dificultad superada, este corte horario es siempre muy exigente, y nos ha sobrado media hora. Vamos de lujo, hemos vencido la noche, y ahora tenemos una pista, casi una autopista, en cuesta abajo hasta Rascafría. Aprovechamos para trotar suavecito, nos relajamos un poco tras las dificultades de la oscuridad, respiramos el frescor de la mañana en este terreno tan fácil, tan amable, tan…  ¡tantarantán! No aprendo. Siempre que relajo la atención, es señal inequívoca de me voy a ir al suelo más pronto que tarde. Y lo hago con espectacularidad. Tropiezo, trastabillo y me caigo. Ruedo sobre mí mismo para minimizar los daños, pero no puedo evitar que el golpe abra una de mis botellas, con lo que al trompazo añado una fría remojadura matutina que acaba de espabilarme. Me pongo en pie maldiciendo entre dientes, mientras Zero se interesa por mi estado. No veo daños visibles fuera de mi orgullo maltrecho y alguna rozadura, así que seguimos trotando y... me duele algo, en la ingle. He debido hacer un gesto brusco intentando evitar la caída, y algo ha quedado tocado ahí dentro. Mecagontoloquesemenea. ¡Y quedan más de 70 kilómetros! Me preocupa sobre todo que en cuanto el músculo se quede frío en la parada de Rascafría, la molestia pase a dolor y tenga que dejarlo. Voy trotando suave, atento al estado de mi ¿abductor? ¿adductor? Nunca he sabido distinguirlos, duele por ahí, por los adentros del muslo, pero no va a más. Me pruebo, doy algún saltito que provoca la sonrisa de Zero, bueno, no parece haber nada roto, vamos a llegar a Rascafría y allí ya veremos. Queda un mundo, y no podemos (ni debemos) pensar más allá de la siguiente parada.

A pocos kilómetros de Rascafría, vemos unas siluetas familiares. Antes que verlas, las oímos. Esas voces, esas risas, esos insultos y burlas que no engañan a nadie, no pueden ser otros que los Paquetes. Y efectivamente, allí están David, Josito y Jose Luis PieRojo. Y con ellos Abel AFA, al que no veíamos desde la salida. Si le hemos cogido, o estamos corriendo mucho, o él no va fino. La primera opción tiene las mismas posibilidades de ser cierta que acertar el gordo de los Euromillones tres veces seguidas, así que debe ser lo segundo, cosa que el segoviano nos confirma, lleva molestias estomacales, lo que tratándose de un paquete es un impacto en la línea de flotación. Abel tocado, yo dolorido… y Zero, aunque sigue trotando sin desmayo, no parece llevar la mejor cara. Bonito panorama. A pesar de ello, los ánimos paquetiles y la cercanía de Rascafría me insuflan un chute energético que me hace olvidarme (casi) del lo-que-sea-ductor ese. Josito trota a mi lado, y me transmite el mensaje de Zero de que no le espere. Josito se ha permitido responderle en mi nombre, con muy buen criterio, que haré lo que me salga de las pelotas. Pachasco. Troto casi hasta el mismo avi, 54 kilómetros ya, me recibe Iván Cabesc con un abrazote de los que cargan las pilas. Y aquí no tengo más que dejarme caer en la hierba, y dejarme hacer. Porque los paquetillos se convierten en nuestros asistentes personales, satisfaciendo todos nuestros deseos, al menos en lo que al comer y beber se refiere. Nos han traído hasta café y rosquillas (el café solo sabe mal) Me cambio de camiseta, de calcetines, restaño heridas, me como la ensalada de pasta que metí en la bolsa de Rascafría, bebo… Pero veo que Zero no prueba bocado. Me preocupa, porque si eres un corredor normal, y no comes, en una carrera como esta estás muerto. Y si además eres un paquete, si no comes estás muerto matao. Pero no le entra nada. Bueno, espero que sea algo pasajero. Mientras tanto, me unto el muslo con un ungüento milagroso que ha traído el Chanclas, y lo refuerzo con generosas rociadas de Reflex cortesía del servicio médico de la organización…

- Abuelo, ¿cuándo llegamos a Peñalara?

- Ay mi niña, cuántas veces nos hicimos esa pregunta…

Subiendo el Reventón, nuestro ritmo se ralentiza. El calor, el temido calor, nos está sacudiendo, y las nubecillas que velaban el Sol, y que en Rascafría nos hacían prometérnoslas muy felices, se han esfumado. Muchos corredores nos adelantan, casi todos son dorsales verdes del TP60, pero también vemos muchos azules. Tanto nos da, hacer un puesto u otro no es nuestra guerra, la nuestra es contra los cortes horarios, el calor, los desniveles, y la distancia, la espantosa y horrible distancia que tenemos que recorrer. Y Zero no va bien. A pesar de que el ritmo no parece exigente, tenemos que hacer un par de paradas “fuera de programa” a la sombra de los árboles, a ver si se le pasa el atufamiento. Intenta tomar un gel, comer algo, pero las arcadas no le dejan. Nos adelantan las Trailmanchegas, han perdido a una compañera pero siguen adelante con buen ánimo y mejor cara. Ani, la chica de Iván, va un poco más tocada, pero también ella nos deja atrás. A Zero le preocupa que el ritmo cansino que llevamos nos deje fuera. Echo cuentas, el corte es a las 19 horas en La Granja, le digo que sí que llegamos, que no se preocupe. Y seguimos subiendo. El dolor de mi ingle no ha ido a más, parece que el ungüento ha funcionado, hay un sordo runrún pero poco más. En cuanto dejamos la protección de los árboles y la pista empieza a trepar por la ladera descarnada bajo el sol implacable, la subida se torna calvario. Veo a mi compañero sufrir lo indecible, intento animarlo cantándole la altura que vamos ganando. “Mil setecientos cincuenta”, “Mil ochocientos”… A veces le engaño una miajita, cantando la altura antes de tiempo. Como siempre en una ultra, la meta está en el siguiente avituallamiento, vamos a llegar al Reventón, y allí ya veremos.

- No me lo puedo creer, tu padre le está contando a la niña otra vez lo del trial de Peñalara ese.

- Trail, se dice trail, Gran Trail de Peñalara. Déjale, no le hace daño a nadie, y el disfruta recordando. Mírale los ojitos, como le brillan.

- No te engañes, yo creo que eso son cataratas.

Avituallamos en el Reventón, es un decir, porque Zero sigue sin poder comer nada. La cosa pinta fea, me viene malos recuerdos del 2012, intento desecharlos porque sé cómo acabó aquello, y no quiero volver a llegar solo a Navacerrada. Nos volvemos a poner en marcha, a ratos dejo que Zero vaya por delante para que él marque un ritmo en el que se sienta cómodo, pero en su estado la palabra cómodo pierde sentido. A pesar de todo, ganamos la cuerda. Desde allí, la vista de La Señora en la distancia nos sobrecoge. Paso a paso, metro a metro, vamos avanzando, sobrepasados continuamente por los corredores del trail corto, muchos al ver nuestro dorsal nos animan, sois unos héroes, dicen. No, solo somos un poco menos cuerdos o un poco más tontos que vosotros, pienso. Tenemos que hacer alguna que otra parada, se me encoge el ánimo viendo a Zero sufrir como nunca, pero pelear como siempre, indesmayable. Voy cantando las distancias para animarle, pero ambos nos quedamos sin palabras cuando llegamos a la Laguna de los Pájaros, que refleja los farallones de piedra de los riscos por los que tendremos que subir a Peñalara. En la subida me voy unos metros por delante, creo que es mejor que él suba a su ritmo y no intente seguir el mío, a cada poco me paro y me vuelvo, esperando ver aparecer su camiseta naranja trepando lenta pero incansablemente. Y aparece, siempre aparece. Llego por fin a la cumbre, donde al poco llegan un par de trailmanchegas, sonrientes y pizpiretas. Caray con el sexo débil. Van 71 kilómetros ya, me leen el chip y me acerco hasta el vértice geodésico, donde le planto un beso a La Señora.

- Peñalara, es la Peña de Lara. Es mi montaña.

- Sí, mi señora.

- Que gracioso te pones cuando hablas así, abuelo.

Cuando llega Zero, le leen el chip y le dicen que tiene que volver por donde ha venido. Zero es la viva imagen del agotamiento. Solo alcanza a decir “dejadme vivir” y se desploma sobre las rocas de la cumbre. Le dejo estar unos minutos, no puedo ni imaginar lo durísima que tiene que habérsele hecho la subida con el estómago vacío desde Rascafría. Es increíble que haya llegado hasta aquí. Le veo tan inmóvil que hasta me asusto, pero al fin se incorpora. En cualquier momento espero oírle decir la frase fatídica “lo dejo, no puedo más”, pero simplemente se pone en pie, resopla y empieza a poner en movimiento esos pies tan descomunales como su voluntad. Desandar Claveles y Pájaros vuelve a ser un calvario, pero al menos ahora la gravedad empieza a jugar a nuestro favor. Nos preocupa no habernos cruzado con Abel en el ir y venir por Claveles, desgraciadamente nuestros temores se demostrarán fundados. Por fin llegamos al punto en que hay que girar hacia la Granja, y empezamos a bajar por una senda pedregosa y pestosa, sacudidos por el Sol y el calor inmisericorde. Nos adelanta trotando, para nuestra sorpresa, Ani. Cuando nos la cruzamos hace un rato, escoltada por dos escobas y con el rostro demacrado por el cansancio, no dábamos un duro por ella. Pero ha resucitado de entre los muertos. Y en este día de locos, no será la única resurrección que verán mis ojos.

- Ahora viene La granja.

- Te lo sabes mejor que yo, pilluela.

- Y tus amigos los paquetes, otra vez estaban allí.

- Los paquetes siempre están ahí.

Camino de la Granja, sabemos que casi vamos cerrando la carrera. El responsable del avi del Raso del Pino nos dice que los escobas ya bajan. El cansancio y el calor nos machacan, y en el caso de Zero es machacar lo machacado. Está hecho pulpa. Y por fin me lo dice. “No voy a poder seguir”. No lo puedo creer, no otra vez, no después de lo que ha peleado. “Vamos a llegar a La Granja, que aún llegamos a tiempo, y ya veremos. Y si hay que dejarlo, lo dejamos”, le digo. Casi creo que es lo mejor, que se ponga fin a tanto sufrimiento, pero maldita la gracia que me hace. Zero me pregunta si yo voy a seguir. No sé qué hacer. Me apunté a esta locura para que no se me durmiera por esas peñas yendo solo, pero si él lo deja… Y por otro lado, me revienta abandonar. Mierda, mierda, mierda de getepé.

- Has dicho mierda.

-¿Qué dices? Habrás oído mal.

- Abuelooooooo…

La granja, 81 kilómetros (oficiales, reales son muchos más), llegamos con media hora escasa de margen. El recibimiento de Los Locos del Cerro (que deben ser como Los paquetes, pero con chicas) y de Iván, PieRojo, MiguelOn y su chica es espectacular. Nos jalean, nos vitorean, nos agasajan… y los paquetes nos atienden como a niños pequeños, me emociona solo recordarlo. Nos ayudan a cambiar de ropa, nos traen la comida, nos acompañan a una ducha fresca que nos devuelve la vida… Sobre todo a Zero. Cuando me quiero dar cuenta, está comiendo una ensalada de pasta. No doy crédito a mis ojos, es lo primero que mete en la boca en horas. Quizá la razón de este milagro está en la terciada botella de Mahou que hay bajo su silla, que cual poción mágica ha devuelto las fuerzas a mi Obélix. Y lo que era una decisión firme de abandonar, se transforma en un deseo inquebrantable de seguir. “¿Cuánto hay hasta el próximo punto?” “Doce kilómetros hasta la casa de la pesca. ¿Vienes?” Le pregunto con un hilo de voz. “Claro”. Mecagonlaputa, desde lo de Lázaro no se veía algo así, que alegrón. Achuchados por los escobas, que quieren salir ya aunque aún no son las siete, nos preparamos y nos ponemos en camino. Somos los últimos. Acompañados por Iván, PieRojo, MiguelOn y su chica, recorremos las calles de La Granja hasta salir del pueblo. Allí nos despedimos, y echamos a andar a buen paso, pero al poco me vuelvo y veo a los escobas, apenas unos cientos de metros tras de nosotros. Serán… Y de repente nos echamos a  correr. No puedo creerlo, hace un rato estábamos muertos y ahora corremos para dejar atrás a los escobas…

-¿Los escobas llevan escoba como las brujas?

-¿Eh? Uh… no, pero como si la llevaran…

La Casa de la Pesca, 93 oficiales, 99 oficiosos si creemos a las voluntarias del puesto. Vamos andando a buen ritmo, hemos recuperado media docena de posiciones, Zero vuelve a tener cara de ser humano y piensa en cervezas, el calor remite con la caída del Sol… Esto marcha, y las cosas solo pueden ir a mejor. Por primera vez en todo el día, empiezo a creer que llegaremos. Habrá que sufrir, porque mis pies ya empiezan a estar llagados por las malditas ampollas, me duelen las rodillas, y estoy cansado como si hubiera corrido cien kilómetros (je), pero es soportable. Y no vamos a rendirnos a estas alturas, no después de lo que hemos pasado. Encaramos la última subida del día con las postreras luces del ocaso…

-¡El infame!

Si mi niña, el infame, el nunca suficientemente vilipendiado arrastradero. Mientras las sombras vuelven a engullirnos, sus empinadas rampas desafían a nuestras menguadas fuerzas, pero ja, a estas alturas podríamos subir al mismo infierno si hiciera falta; como diría un amigo mexicano, los subimos a purititos huevos no más…

-¡Has dicho una palabrota!

- Calla, que te va a oír tu padre…

Puerto de Navacerrada, 105 kilómetros. El bueno del Chanclas está allí esperándonos. Que crack. Y poco antes de llegar echamos mano (es una forma de hablar) al trío de las Trailmanchegas. Sabemos que vamos a llegar, son sólo 9 kilómetros, hacemos grupo con ellas y con dos o tres geteperos más que siguen batiéndose con la Bestia. La cuesta de las Cabrillas, último desnivel positivo de la carrera, el Emburriadero, la criminal bajada a la Barranca… Por fin llegamos a la pista, se nos hace eterna, caminamos como fantasmas, la vista se me nubla, apenas puedo fijarla en el círculo de piedras borrosas que ilumina mi frontal. Me cuesta hasta caminar en línea recta, pero veo a Zero a mi lado bastoneando decidido, y no puedo creer que lo vamos a conseguir. Lo vamos a conseguir, mecagonlaputa.

- El abuelo está diciendo pa-la-bro-tas…

- Ssssssssh.

113 kilómetros de carrera. Son más de las dos de la mañana, y las calles de Navacerrada están silenciosas y solitarias, salvo por el clac-clac-clac del bastoneo que nos lleva acompañando casi veintisiete horas. Veintisiete horas, Dios mío, veintisiete horas de alegrías, de tristezas, de emociones, de dolor, de valor, de sufrimiento, de esfuerzo, de pura vida. Vemos la alfombra azul. Y la meta. Un voluntario nos aplaude, y nos dice con una sonrisa ¿no vais a entrar corriendo? Pachasco, claro que vamos a correr. Nuestros pies flotan sobre la alfombra, porque nos sentimos ligeros, ya no nos duele nada, y el mundo se para en ese instante de alivio, emoción e inmensa alegría en que cruzamos bajo el arco…

El abuelo calla. Su nieta le mira con los ojos muy abiertos, mientras ve resbalar una lágrima, una sola, por su arrugada mejilla.

- Mami, el abuelo llora.

- No pasa nada, hija, le dice mientras mira a su padre, los labios apretados, curvados en una leve sonrisa, los ojos brillantes... Sabe que está volviendo a cruzar con Zero la línea de meta, abrazándose con él, por fin, finishers del GTP.

-¿Ves como no eran cataratas? Le espeta a su marido.

- Pffffff, resopla este, alzando las cejas.

- Papá, ¿quieres que marque el teléfono de…?

-¿Podrías? Dice el abuelo con un hilo de voz, ronca por la emoción. Ya sabes que yo estos teléfonos modernos…

- Claro, papá. Su hija marca un número, y le tiende el aparato a su padre. Este escucha atentamente la señal, hasta que al otro lado escucha una voz inconfundible, que conserva intacta la misma ilusión y emoción de hace tantos años… “¡Jorge!” “¡Jesús!”

Lara mira a su abuelo hablar con su amigo, reír, y secarse disimuladamente alguna lagrimita, mientras mira por la ventana. Lara sigue la mirada de su abuelo, y ve allá lejos las montañas. La Maliciosa, la Bola del Mundo, la Cuerda larga… Sabe que su montaña, la Señora como la llama su abuelo, no se ve desde aquí. “Pero siempre está ahí, Lara. Las montañas siempre están ahí. Esperando a que las descubras”. Lara se acerca, y con su manita agarra la de su abuelo, que le devuelve cariñosamente el apretón al tiempo que la mira. Muy seria, su nieta clava sus pupilas ambarinas en los arrugados ojos de su abuelo, y le dice:


- Abuelo, llévame a la montaña…

jueves, 28 de junio de 2012

Recuerdos...

Qué difícil se hace escribir sobre el GTP, otra vez el GTP, sin caer en la épica, la exageración o el exceso. Quizá porque el GTP es una prueba épica, exagerada y excesiva. Podría llenar hojas y hojas hablando de sangre y sudor, dureza y esfuerzo, ánimo y desesperación. Sería una crónica más, larga como los 110 kilómetros del trail, y que al igual que en él, sólo sientes alivio al llegar al final. En lugar de eso, prefiero recordar detalles. Pequeñas y grandes cosas que se grabaron en mis ojos, en mi cabeza, en mi corazón, que son las que a la postre permanecerán nítidas en mi memoria, cuando se pose el polvo en los caminos del Guadarrama y las cicatrices de las ampollas que cubren mi pie queden borradas por el tiempo. Recuerdos...

La rotonda de salida del pueblo de Navacerrada, recién iniciada la aventura. “¡Vamos, paquetes!” La frase, que podría sonar ofensiva en otros oídos, pero para Jesús y para mí suena a música. Es Ana, la mujer de Sergio Mayayo, que nos anima y fotografía. A su lado, sorpresa, Luis CyT, que tipo más grande, en tres horas sale de Rascafría para hacer el "pequeño" TP de 60k pero se ha metido el madrugón para venir aquí a animarnos. Qué bien empieza el día, pienso, mientras la luz gana terreno detrás de la imponente silueta de La Maliciosa, en un amanecer de hermosura casi perfecta, como un montaje de Canillas.

La Maliciosa, un balcón de piedra sobre la provincia de Madrid, último baluarte de la montaña frente a las llanuras mesetarias. La mirada se pierde en un horizonte casi infinito. Ya va haciendo calor, miramos hacia atrás y vemos como aún serpentean tras nuestras huellas no pocos corredores. Luego nos enteraremos de que, un rato después, aparecerá Carlos Gebre, tarde para fotografiarnos pero no para sentir su aliento y su apoyo, qué alegría que el Maestro vuelva por la montaña, piano, piano, pero vuelve.

Echamos una mirada hacia Madrid, pensamos en nuestro amigo Carlos, que hoy se enfrenta a un reto tan impresionante como el nuestro, un medio Ironman. Y con este calor. Ojalá tenga suerte, igual que Nacho, que éste si que tiene un desafío difícil por delante: volver a estudiar, que valor, a nuestros años. Bueno, más bien a los suyos.

En La bajada hacia Canto Cochino, qué subidón de moral encontrarnos, chocar las manos, abrazarnos, con Josito y Malaika. Este último nos despide con un “¡Qué envidia me dais!” que suena a que se queda con ganas de salir trotando a nuestro lado. Otro año, masajista planetario. Luego, ya en Canto Cochino, nuestra amiga Paloma nos recibe con su contagiosa sonrisa, estamos haciendo acopio de ánimos para llenar nuestras reservas, muy enteras todavía. La majestuosa belleza pétrea de la Pedriza nos envuelve, y recuerdo aquél primer Cross de La Pedriza en que las hadas de las montañas me enamoraron por primera vez, atándome prieto con suaves ligaduras.

Las flores blancas de la jara, los piornos amarillos, las retamas, el verde de los pinos... y el ciego sol, el polvo de la tierra reseca, la sed y la fatiga, maldita subida interminable hacia La Morcuera.

La cerveza fresca que, casi de contrabando, nos da una voluntaria, amiga y compañera de curro de Jesús, en La Morcuera. Él se la bebe casi de un trago. Yo llego tan acalorado y cansado, que al principio me cuesta tragarla. Pero poco a poco la amarga espuma fue abriéndose camino en mi garganta, reconfortando cuerpo y espíritu. Me río yo de los isotónicos.

Me duele la espalda, y me vienen a la cabeza todos los "ibertrenes" que no hice, ay Iván, debí hacerte caso cuando nos mandabas hacer fondos de brazos...

Las Presillas, cientos de personas disfrutando de las piscinas, el sol y el recién estrenado verano, no dedican ni tan siquiera una mirada a esa pareja de marcianos con una mochila a la espalda y un dorsal en el pecho que cruzan trotando entre ellos. Si supieran que tampoco vamos a ver el partido de España esta noche, nos quemarían en la hoguera. Aunque realmente, a esta hora ya estamos ardiendo. Ay, quién pudiera darse un bañito...

El gazpacho que Rita nos dio al llegar a Rascafría… qué bueno, que bendición irnos pasando el tetra-brik y dejar caer el fresco líquido por nuestros gaznates.

Guille, sus hijas y Juan Luis el Tapiero en el avituallamiento de Rascafría. Qué estupendo, ver caras amigas otra vez, que te atienden, te animan, te envidian (locos), te hacen reír y olvidarte por un rato de lo que llevas y, lo que es peor, lo que te queda. Comemos, nos cambiamos, nos duchamos con una manguera, restañamos heridas. Enchufo el Garmin para ir teniendo referencias, espero que me dure hasta la Fuenfría. Qué lejos está la Fuenfría, qué lejos beber ese agua.

Un vaso de agua al salir de Rascafría, y la sonrisa de una voluntaria.

El Reventón. Qué nombre tan apropiado. Qué dura se ha hecho la subida, con todo el calor. Y qué hermosa, ver el inmenso paisaje que se abre a nuestros pies según vamos ganando altura. Pero Jesús no está bien. El calor le ha sacudido de lo lindo, y se tumba un largo rato esperando recuperarse. Yo mientras, como y bebo. Frutos secos, barritas, y agua, agua, más agua. ¿Seguimos? Seguimos, admiro la fortaleza de mi compañero, machacado como está se pone en pie para encarar el tramo más duro del trail "Ya que estamos aquí no podemos dejar de saludar a la Señora", me dice con sencilla grandeza.

Peñalara. Increíblemente, fuimos cresteando por la cuerda desde el Reventón en completa soledad, sin ver ni delante ni detrás ningún otro corredor, escuchando sólo el rumor del viento, y viendo acercarse, imponente, altiva, la silueta de La Señora, asomando hermosa tras un ramillete de Claveles. Aspen nos llama cuando estamos a unos pasos de la cumbre. Nos anima, nos reconforta, nos hace reír, sabemos que no estamos solos, nunca lo estuvimos en toda la carrera. En el momento en que hacemos cumbre, el último rayo de Sol se esconde tras el horizonte segoviano. Jamás olvidaremos ese anochecer.

Cae la noche camino de la Granja. Bajamos con cuidado, a la luz de los frontales, buscando las marcas, perdiendo altura, ganando metros, adelante, siempre adelante. Un cielo negro, un horizonte eterno y andar, andar.

La Granja. 80 kilómetros. Nos sentamos. Caldo caliente, con lo que hemos aborrecido el calor y ahora cómo se agradece este caldito. Jesús lo intenta pero no puede. No le entra nada. Ni comer, ni casi beber. Mierda, mierda, mierda. Decide dejarlo. Decido seguir. Ilusiones rotas, un dorsal que se desprende de su pecho, una tachadura en el mío, una mirada, un abrazo. Me voy rápido, antes de romperme.

De camino a la Casa de la Pesca. Durante 8 kilómetros estoy solo. Completamente solo. Trotando a ratos, andando otros, flanqueado por negros y altísimos pinos, y con una bóveda de estrellas sobre mi cabeza. Sin saber porqué, me paro. Apago el frontal, dejo que mis ojos se acostumbren a la oscuridad, y miro al cielo. Pasmado. Sólo en mitad de ese negro bosque infinito, viendo las estrellas. Es sólo un minuto, en el que dejo que mis ojos se empapen de luz y de belleza. No sólo el agua calma la sed.

El infame arrastradero, más infame si cabe de lo que lo recordaba… no es lo mismo pasarlo de día y acompañado, que de noche y solo. Qué horror. Hay tramos en los que la pendiente se empina tanto, que mis cansados y doloridos pies resbalan hacia atrás. Perder un solo metro ganado es una agonía, porque hay que volver a ganarlo. Recuerdo a Fran hace dos años, sólo en esta maldita cuesta. No me extraña que llorara. Echo de menos a Jesús. Echo de menos a mis compañeros.

El tramo de la Fuenfría al Puerto de Navacerrada. Después de la horrible subida, me tomo dos vasos de fresca, fresquísima agua de la fuente, un cruasán de chocolate que me dio Zero en La Granja (de los que nos teníamos que haber tomado juntos, en recuerdo del 2010), y echo a andar por la senda de Los Cospes. Un camino fácil. Un tramo sencillo. Pero el sueño cae sobre mí como un mazo. Apenas recuerdo nada más que la horrible sensación de dormirme de pie. Me tambaleo, trastabillo, me tropiezo. De repente me encuentro fuera del camino, sin recordar en qué momento me he salido. Dudo hasta en qué dirección tengo que ir. Me paro, vuelvo a andar, avanzo penosamente metro a metro, sonámbulo, en una marcha alucinada en medio de la negrura del bosque. Hasta que llego a una piedra grande al borde del camino, que me llega a la cintura. No puedo más. Me doblo sobre ella y apoyo mi cabeza sobre su fría superficie. Caigo como muerto. Debieron ser pocos minutos, pero creo que hasta soñé. Abro los ojos y allí sigo, doblado en escuadra sobre la piedra, con el frontal aún encendido, en medio de la noche y en la más absoluta soledad. Pero me pongo en pie, y echo a trotar para espantar el sueño. No voy a rendirme, y esa piedra que ha sido mi duro lecho durante un instante me ha devuelto la vida.

El control del Puerto de Navacerrada. Ciento un kilómetros. Las seis y diez de la mañana. El alba ya se insinúa en el cielo. Me detengo un rato, me siento, bebo, como, charlo un rato con los voluntarios, admirables voluntarios, que se desviven por darme cualquier cosa que pueda necesitar. Me despido de ellos, me duele todo el cuerpo al ponerme en pie pero sonrío, sé que voy a llegar, solo quedan 9 kilómetros. Y al volverme, la veo. Rita. Juro que un segundo antes no estaba. Creo que se materializó allí mismo, como solo las hadas buenas (y las brujas traviesas) saben hacer. Nos miramos con mutua admiración, y nos abrazamos en un segundo eterno que me cala hasta el alma. Y se marcha en busca de Pilar, su amiga, mientras yo me marcho, mirando de cuando en cuando incrédulo hacia atrás, esperando verla en cualquier momento salir volando sobre los pinos.

La senda de las Cabrillas. Miro el móvil. Dos llamadas perdidas, tres mensajes. Joder. Pako, Pako, Pako, Pako, y Pako. Lleva toda la noche en pie, esperando en Navacerrada, por si puede ayudarnos, echar una mano, darnos algo, animarnos. Qué tío más grande. Le llamo y le digo, emocionado, que voy para allá, que me espere para desayunar.

La Barranca. Ha pasado un día. Qué largo. Qué duro. Qué triste en La Granja. Qué hermoso a veces. Recuerdo a Aspen y sus frases “te va a doler igual, pero corriendo llegarás antes”, “en meta se entra corriendo”… Y corro. Claro que corro. Como si tuviera alas en los pies, a la mierda el cansancio, el dolor, las ampollas y su puta madre. Respiro el aire del amanecer, de mi amanecer, me entra otro mensaje en el móvil. Malaika. Hace alusión a mis atributos masculinos, me manda ánimos, gracias Ángel, gracias a todos. Adelanto ahora un corredor, ahora otro, y sigo corriendo. Debo ir a 6 el kilómetro (el fore murió dulcemente al llegar al Puerto de Navacerrada), pero me siento como si fuera a 4 pelaos. Entro en el pueblo, suena mi móvil. ¡Es Jesús! Le contesto jadeante, sin dejar de correr, feliz, emocionado, nos vemos en un rato, ¡en un rato! Al pasar por la plaza, oigo gritar mi nombre. Es él, saliendo de un bar (de dónde sino, somos paquetes) Me paro, vuelvo hacia atrás, nos abrazamos, y le dejo pagando su café con leche con porras, mientras yo me voy corriendo, me espera la meta y no es de caballeros hacer esperar a una dama. Mientras troto aparece Jesús de nuevo, a bordo de su coche, se pone a mi altura y me vuelve a gritar ánimos, antes de salir zumbando hacia meta. Un camión que va detrás de él, también reduce su velocidad al llegar a mi altura, su conductor me mira y levanta su pulgar hacia arriba, me rio y le saludo, a ver quién me quita esta sonrisa de la cara.

La meta. Por fin. Un pasillo vallado de hierba artificial me separa de esa pancarta que cruzamos en sentido inverso hace casi 26 horas. Creo que voy flotando, no noto que mis pies toquen el suelo. Veo a Jesús a un lado, gritando como un loco, y me voy hacia él, chocamos las manos, levanto los brazos, pienso en mis chicas, y entro con una sonrisa grande como esta mañana de domingo. Lo he conseguido. Otra vez. Me toman el tiempo, me ponen la medalla, y en ese momento toco tierra. 110 km caen sobre mí de un solo golpe, y me entran ganas de llorar de emoción. Me tapo la cara, las piernas me tiemblan, apenas me sostienen, me tengo que dejar caer de rodillas, son unos segundos para mí, para digerir que he vuelto a enfrentarme a esta monstruosidad, y he vuelto a ganar, y apenas puedo creerlo. Me levanto, me abrazo emocionado con Jesús, un abrazo largo que ojalá pudiéramos habernos dado ambos como finishers, pero nos da igual, estamos contentos y emocionados, porque aunque el maldito calor y el maldito Sol nos ha robado el entrar juntos, no ha podido robarnos esta alegría, no ha podido con nosotros. Y veo a Pako, que grande mi Pako, me abrazo a él con la misma emoción, porque por todos los ánimos que nos ha dado un trocito de la medalla que cuelga en mi pecho es suyo, hasta que tenga una entera para él solo.

“¿Y has pagado por esto?” Mi hija mayor no puede creerlo; no da crédito a sus oídos. “¿Corres 110 kilómetros, y encimas tienes que pagar?” Me mira como si no estuviera bien de la cabeza. Yo me río, y mi hija acaba por reír conmigo. Risa de niños, risa de locos, risa de niños que se han vuelto locos y de locos que no quieren dejar de ser niños.



miércoles, 15 de junio de 2011

No digas que fue un sueño

La una de la mañana y no hay quien pegue ojo… cagonlamarsalada… voy a salir al salón a leer un poco, a ver si me entra el sueño. Qué puñetas, y con el madrugón que hay que pegarse mañana. Puf… pero si no veo ni las páginas. Un vaso de leche caliente, eso dicen que da sueño, venga va, para adentro… puaj… hubiera sido mejor una cerveza... A ver si leyendo… el caso es que me está entrando un poco de modorrilla, si no fuera por estos nervios…

La salida del Maratón Alpino. Nervios, excitación, ilusión, algo de miedo. Y muchos amigos, los que vamos a correr el MAM (Carlos Micra, Juan Aspen, Paloma, Jesús Zero, Josito, Angel Malaika, Carlos Darth, Paco Sandp, Iván y Ana “los Cabesc”, Carlos Velayos, Nacho Silvestre), algún “telegrafista” (Abel y Marina), y el paquete montañero por excelencia, Sergio Mayayo, que cámara en ristre nos anima y bromea para sacar fuera tanta tensión. Es por estar en este lugar y con esta gente por lo que merece la pena tanto madrugón, tanto entrenamiento y tanto sudor. Cuando por fin salimos, hacemos unos metros de trote de cara al público, y en seguida la senda se empina y a caminar. Hacia el Puerto de Navacerrada. La temperatura aún es fresca, pero no se ve ni una nube. Mala noticia para mí, que con los nervios y la tontería ni siquiera me he dado crema solar. Ay pardillete. Pero de momento no importa. Disfruto de ascender por este bosque mágico, vadeando cuidadosamente el río para no mojar las zapatillas, compartiendo senda casi todo el tiempo con Jesús, Ángel, Paloma y Josito. Charlamos, bromeamos, jugueteamos con adelantarnos unos a otros. Disfrutamos. Cuando el camino del Calvario se empina más, solo se oye el rumor de docenas de zapatillas mezclado con respiraciones ávidas y el golpeteo de bastones de algunos corredores. Cuando suaviza la pendiente, trotamos, buscando arañar “calderilla”, un puñado de segundos que ofrecer como tributo al Dios Cronos. Llegamos al telesilla, la cuesta aquí es dura de pelotas, pero aún hay fuerzas para subir a buen paso, y dedicar un saludo-jadeo a Mayayo, que nos anima e inmortaliza con su cámara. Qué alegría verle aquí, sonriente y transmitiéndonos el ánimo y la fuerza que rebosa este navarro tenaz. Oímos como bocinas y sirenas suenan en el cercano Puerto, dando la bienvenida a los corredores…

Joder, quién será el capullo que toca el claxon a estas horas de la noche… la madre que le… ahora que había cogido el sueño… Cagonlaleche, las dos y diez de la mañana… cómo se nota que mañana no tienen que madrugar. A ver, el libro, por dónde iba… esto ni me acuerdo de haberlo leído, voy a empezar un par de páginas más atrás a ver si… ¿he echado la vaselina en la bolsa? Si, al lado de los geles… vaya rollo de libro ¿ficción? Pero si esto no hay quien se lo crea, menuda bola…

Ya estamos subiendo a Bola. Esto se pone duro. Odio esta subida. Roca descarnada y suelta, los pies resbalan, el sudor corre generosamente, y parece que no se termina nunca. Voy detrás de Zero y de Paloma. Zero con esa indestructible fuerza de voluntad que exhibe en las grandes ocasiones. Paloma ligera como su alado nombre, parece que flota sobre las piedras. Por fin, los cohetes espaciales. Tintín en la Luna. Me vuelvo, veo el paisaje increíble a mis pies, me quedo pasmado unos instantes. Qué maravilla. Y que aún haya quien nos pregunta por qué hacemos esto… Avituallamiento, y toca bajada. Voy fenomenal de tiempo. Zero me dice que me pegue a su trasero. Dejando de lado el incierto atractivo de su indecente proposición, un par de malas pisadas en las que casi pierdo el tobillo me hacen echar el freno de mano. No es mi ritmo de bajada, y corro el riesgo de echarlo todo a rodar (empezando por mi larga osamenta) Poco a poco pierdo de vista a Zero y a Paloma, pero mantengo un buen ritmo y llego a Cotos según los cálculos. Beber, comer, beber. Aparece David, otro de los paquetes del atleta. Qué alegría, compañero. Gracias. Y toca subir a Peñalara. Me he quedado solo, pero en el MAM nunca estás solo. Voy un rato detrás de un dicharachero Tierra Trágame, anuncia que él va a hacer entre 6:30 y 7:00 ¿dónde firmo? Siempre tras él, corono Cítores, perseguidos por enjambres de moscas de proporciones bíblicas, y castigados por un cada vez más implacable Sol. De allí a Peñalara, la cumbre de Madrid, a punto de hacer cima me cruzo con Zero y Josito, que ya bajan. A Paloma no la he visto, yo creo que ya ha echado a volar. “Hay que tocar” me dicen. Pues toco el vértice, y me agarro a él con mis dos manos enguantadas…

¿He metido los guantes en la mochila? ¿Eran material obligatorio? Lo mío son mitones, ¿valdrán como guantes? Las tres y cinco. Me ahorro la rima. Esto no puede ser bueno, cuando me levante voy a estar hecho unos zorros. Hay que dormir, Jorge, hay que dormir, dormir…

Llego a Cotos por segunda vez. No he hecho mal descenso, aún voy dentro del plan. Me encuentro bien, pero un poco acalorado de más. De nuevo saludo a David, que me anuncia que Paloma y Zero acaban de irse, y me encuentro a Nacho. Lo ha dejado en Cotos. Ha hecho bien. Qué coño, mejor que bien. Cuanta gente no podría ni plantearse hacer 15 kilómetros de dura montaña, superando un desnivel de más de 1.000 metros. Algún día haremos juntos el MAM, vecino. Aparece Josito, no esperaba verle aún aquí. Ha decidido que, en su primer MAM, prefiere llegar contento y con una sonrisa, que buscar tal o cual marca. Sabia decisión. Sobre todo está preocupado por su compinche Malaika, también a mi me extraña su ausencia. Pero nos vamos. Siento un calor del carajo, y aunque he bebido, tengo sed. Malo, malo. Josito y yo trotamos un rato. Me cuesta mantener su ritmo. Me siento mal, tengo un batiburrillo en el estómago que no presagia nada bueno. En este tramo de subibaja camino de los tubos, me sacude un pajarón del quince. Josito se me va, me encuentro fatal, la boca seca, el rostro de arena, cubierto de sal reseca, las piernas de gelatina. Apenas puedo trotar cuesta abajo. Me adelanta uno, otro, otro más. Los numerosos excursionistas se apartan a mi paso. Me aplauden. Y yo apenas puedo agradecerlo. Qué calvario. Y en mi cabeza martilleando un pensamiento: “… aún me quedan los tubos. Y estoy solo.” Joderjoderjoder. Me entra el pánico. ¿Qué hago aquí? ¿Pero quién me manda? ¿Y si lo dejo? En éstas alegrías estoy, cuando llego a la base de los Tubos. Josito, sentado en una piedra, me está esperando. Viva la madre que te parió. Vamos para arriba por esta puta pared. Paso a paso. Piedra a piedra. Metro a metro. Las manos en la cintura. Jadeo. Maldigo. Tropiezo, levanto la cabeza, boqueo buscando aire, el Sol golpea sin piedad. Me paro. Josito, siempre unos metros por delante, me anima. Recuerdo al Loco el año pasado. Hay que echarle pelotas, me digo. Arranco otra vez. Otro paso, otro metro. Se me hace durísimo. Sufro como un perro. El crono, a la mierda el crono, solo quiero acabar. Y no se acaba nunca, por Dios, que termine esto ya. No puedo más. Pero puedo. Y por fin, el collado. Y el agua. Bebo y me remojo con la fría agua de Cabezas de Hierro.

Me despierto empapado en sudor. Que angustia, que pesadilla. Bufffff. Ostras, el buff, ¿lo tengo preparado? Sisisi, el de los paquetes, y el de Hello Kitty. Creo que me voy a poner este, es más clarito y además regalo de mi Santa, y me recuerda a mis niñas. Pero me llevaré también el de los paquetes. ¿Están en la bolsa o encima de la silla? Creo que me los he dejado dentro del bidé. Las cuatro menos diez, cagonla…, cierra el ojo, que hay que descansar…

Descansamos un buen rato, esto me da la vida, porque ya no podía con mi alma. Y casi cuando vamos a volver a arrancar, aparece Malaika, no sé quién tiene más alegría del encuentro, si él o nosotros. Prolongamos el descanso. Bebemos, estiramos, Malaika remoja sus cansados pies en un agua fría como el hielo. Y por fin arranco junto a los dos galvaneros, hemos estado cerca de media hora parados. Pero en cuanto empezamos a trepar por el canchal de Cabezas, parece que no hubiéramos descansado nada. Qué dolor de piernas. Josito, casi sin querer, se nos va. Malaika y yo ponemos ritmo de supervivencia , tanto da llegar media hora antes que después. Hacemos cima, esto está casi hecho, charlando y trotiandando vamos haciendo camino, superamos Valdemartin, llegamos a Bola. Erramos el camino, como nos advierte entre risas uno de los voluntarios “¿es que ninguno veis las marcas?” Como para ver marcas estamos. En Bola nos juntamos con un amigo de Paloma, Angel, cuya hija está de voluntaria en el avituallamiento. Qué envidia. Nos ofrecen una cerveza, caliente y sin alcohol, pero la intención es lo que cuenta. Qué gente, los voluntarios. De mayor quiero ser como ellos. Bajamos de Bola con más miedo que vergüenza, que estamos acabando y estaría bueno pegársela al final (se han dado casos) Puerto de Navacerrada por segunda vez, parece que hace un siglo que pasamos por aquí. Josito está esperándonos. Bebemos, comemos, me dan ganas de besar a las voluntarias (a los voluntarios también, pero menos) Ya lo tenemos. Josito nos dice que se va y que ya le pillaremos en la bajada. Qué humorista este Josito. Nos vamos, Cercedilla nos espera. Y una cerveza fría. Al trote, al trote… chapoteamos y saltamos en el río como niños felices.

“Jorge, deja de moverte. No haces más que dar vueltas. Duerme.” Joder, pero si estaba durmiendo. Es ahora cuando estoy despierto. Y ella mírala, dormida. Me riñe en sueños. ¿O he soñado que me riñe? Se me está yendo la pinza, ay madre, las cinco de la mañana, que nochecita toledana. ¿Porqué diremos esto de la noche toledana? Se lo preguntaré a Aspen, o a Darth, que lo sabe todo, que tipo…

Que tipos, estos que nos animan a 300 metros de la meta. Nos ven llegar andando, charlando, sonriendo. Y nos azuzan “¡venga, correr un poquito!” mitad en broma mitad en serio. Malaika y yo nos miramos, nos reímos, y corremos. La meta. Ya estamos. Y hay que disfrutar este momento, que vale por las casi ocho horas que llevamos en la montaña. Por la megafonía anuncian que llegan dos supervivientes, somos nosotros, pasamos bajo el arco, oigo a Txamo (gracias Javi) más que verle, le doy la mano a Malaika, cruzamos la meta, levantamos los brazos, nos abrazamos, lo hemos conseguido. Supervivientes. Saludamos a Josito, a Nacho, estamos cansados, sudorosos y borrachos, borrachos de pura felicidad, y solo al cabo de un rato me acuerdo del reloj, se me ha olvidado parar el reloj, el reloj…

Ti-tititi-ti-tititi-ti… Las cinco y media. Por fin. Salto de la cama, muerto de sueño pero feliz. Voy a correr el MAM otra vez.

martes, 27 de julio de 2010

Veintiocho horas

Las manecillas del reloj caminan lentas hacia las seis, las seis en sombra de la madrugada. Agotado, sentado en el borde de una senda en medio de la oscuridad, envuelto por la imponente negrura del bosque de Valsaín, apoyo mi cabeza en las rodillas, y los ojos se me caen. Los entreabro, y a mi lado en la oscuridad veo a Jesús y a Juan, en idéntica situación. Rotos de sueño, destrozados por casi noventa kilómetros de montaña, pero no derrotados. Un poco más atrás, Fran también descansa, al límite de sus fuerzas. Vuelvo a cerrar los ojos, y mi cabeza vuela hacia atrás, al momento en que empezó todo esto, hace apenas unas horas. Horas intensas, felices, agónicas. Horas de esfuerzo, y de dolor. Horas de amistad y camaradería. Horas duras y hermosas como cristal de roca. Horas de disfrute absoluto y de sufrimiento extremo. Horas que no olvidaremos jamás.


Por fin llegó el día. Estamos aquí, en el polideportivo de Navacerrada, pasando el control de material. En unos minutos se pondrá en marcha esta insensata aventura en la que, con más corazón que cabeza, como acostumbramos, nos hemos embarcado unos cuantos paquetes: Luis CyT, Iván Cabesc, Angel Malaika, Guille, Andrés Bandoneón, Sergio Mayayo, Fran Yoku, Javi Locomotoro, Juan Aspen, Carlos Darth, Jesús Zero, Nacho Silvestre... cuanta buena gente, cuanta ilusión. Risas nerviosas, fotos, charlas... estamos deseando que esto empiece de una vez. Sobre las montañas que nos aguardan, la oscura amenaza de las nubes nos hace esperar una jornada pasada por agua. Tanto temer el calor, y ahora… La montaña, una vez más, es imprevisible.


Grandes Tipos, los Paquetes (foto cortesía de Mayayo)


¡La salida! Con una sonrisa en la boca (insensatos) nos ponemos en marcha. Una muchedumbre de atletas, pertrechados de mochilas, bastones, y toda clase de artilugios, nos hacen parecer, como decía el Loco, más buhoneros que corredores. Pero allá vamos. Recorremos las calles de Navacerrada, donde tenemos la alegría de ver (con cara de sueño) a Txamo, que ha ¿madrugado o trasnochado? para vernos y tirarnos alguna foto. Todo son sonrisas, bromas, ilusión a flor de piel. Pronto dejamos el pueblo y encaramos el camino de la Barranca. El grupo empieza a estirarse. Sergio, Luis, Angel e Iván se han ido para adelante y ya no les veremos más; su ritmo es otro, y no tenemos dudas de que lo conseguirán. El resto (el grueso de la paquetería, como le gusta decir a Darth) permanecemos más o menos agrupados, marchando a buen paso; el Loco y Silvestre parecen descolgarse poco a poco, pero se mantienen a la vista. Pasada la Fuente de la Campanilla, el camino va ganando altura y haciéndose cada vez más abrupto. La primera gran subida del día, la montaña Maliciosa, empieza a cobrar su tributo en forma de esfuerzo y sudor. Pero las fuerzas aún están intactas, y subimos con decisión y fe. Miro hacia atrás, y aún creo distinguir a Locomotoro, pero ya no veo a Silvestre; la hilera de corredores se pierde entre las nubes que nos rodean. El día está frío, neblinoso, parecería una mañana de otoño, pero estamos a 3 de julio. Pronto las nubes van cerrando sobre nosotros, y una fina lluvia comienza a caer. Empezamos bien. Me paro a ponerme el chubasquero, y veo como mis compañeros siguen y se pierden en la niebla delante de mí. Arranco a andar de nuevo bajo la lluvia, atisbando entre la neblina y la lluvia a los corredores que me preceden a ver si veo a alguno de mis amigos. Por fin veo a Darth. Trato de acelerar para ponerme a su altura, pero joder con el abogado, está fuerte el tío. Me cuesta Dios y ayuda llegar hasta él, poco antes de llegar al primer control del día. La Maliciosa, 2 horas y cuatro minutos de carrera.

Hay que bajar, y lo hacemos con cuidado. La lluvia ha empapado las rocas, y el descenso ya de por si complicado puede tornarse peligroso. Estoy pensando que es una lástima que no se vea nada del paisaje que nos rodea, cuando como respondiendo a mi apenas formulado deseo las nubes se abren delante de mí, dejándome ver el collado que nos espera abajo y la ladera de enfrente, por la que serpentean multicolores los corredores. La imagen es bellísima, la lluvia parece haber cesado, y me siento feliz y afortunado por estar aquí. Alcanzo a distinguir a Fran delante de mí, y poco a poco nos vamos acercando a él. Carlos se queda un poco rezagado, su puñetero gemelo empieza a darle guerra. Pero yo me uno a Fran, y juntos cresteamos la sierra de los Porrones y nos adentramos en el húmedo y empapado bosque de camino a Canto Cochino. La senda es muy corrible, y aprovechamos para ir trotando y ganar algo de tiempo, “calderilla” como dice CyT. Es uno de los mejores momentos del día. La temperatura es fresca, el bosque regado por la reciente lluvia exhala sus mejores aromas, nuestras fuerzas están intactas, y corremos bajo los pinos envueltos por la belleza infinita y grandiosa de la montaña. Fran me dice que se siente feliz, y no puedo estar más de acuerdo con él. Llegamos por fin a Canto Cochino en un tiempo excelente, 3 horas y 32 minutos de carrera, con casi tres cuartos de hora de adelanto sobre el cierre.


Foto de familia en Canto Cochino. Nos falta el Loco, ay, el loco...


Aquí nos avituallamos física y moralmente, porque al agua y alimentos sólidos hay que añadir que han venido a vernos y animarnos otro puñado de buenas gentes, desafiando a la lluvia y a las amenazas de tormenta: las Wind sisters Marina y Paloma, Canillas, Luis Ibki, Txamo, Abel Afa… Cómo se agradece este empujón, gracias chicas y chicos. También recibimos SMS’s de ánimo, como el de Malagueta desde Almería: “…toda la suerte del mundo, paquetillos, estáis en nuestros corazones”, o el del maestro Gebre: “La Maliciosa quedó atrás. La Morcuera pronto lo hará. Y como se me da mal rimar, mucho ánimo y acabar”. Me emociono un poquito (soy facilón), y me acuerdo de todos los paquetes, en especial de Jordan y Gebre. Al uno un resbalón en el hielo, y al otro un resbalón de la vida, les han impedido estar aquí compartiendo esta aventura; estoy seguro de que el año que viene no faltarán. Mientras bebemos, comemos, nos reímos y fotografiamos, el pelotón paquetil se va reagrupando. Llegan Guille y Bandoneón, charlatanes y alegres (no dejaron de animarse a grito pelado en la subida de la Maliciosa) y al rato aparece Carlos Darth, con dos malas noticias. Silvestre no ha llegado a coronar la Maliciosa, y se ha dado media vuelta. Ser papá de nuevo y preparar una carrera de 110 kilómetros son dos tareas incompatibles, y el bueno de Nacho siempre ha tenido clara su prioridad. Habrá más GTP’s para él. Pero la segunda mala noticia es que Carlos se retira. El gemelo le ha dado un aviso serio, y de seguir en carrera se juega su integridad física y la temporada de buceo. Lástima, porque estaba muy fuerte, como demostró en el MAM. Creo que toma la decisión correcta, pero no deja de afectarnos ver que sufrimos las dos primeras bajas. Y el Loco, infatigable compañero el día del MAM, tampoco llega, lo que acrecienta nuestra preocupación. Pero no podemos esperar más, so pena de perder el margen que hemos ganado en este tramo. Así que nos despedimos de nuestros “animadores”, y formamos un cuarteto: Fran Yoku, Jesús Zerolito, Juan Aspen, y yo mismo. A partir de ahí, y hasta ese negro pinar de Valsaín, los cuatro haremos juntos la carrera, compartiendo penas y alegrías durante más de setenta kilómetros.

La subida al collado de la Dehesilla es dura. Las nubes se están levantando, el sol de julio empieza a hacer acto de presencia, y la tierra respira pesadamente jirones de vapor. El calor húmedo y la pendiente son un cóctel explosivo. Sudo a chorros, pero por fin llegamos al control de arriba del collado. 4 horas y 48 minutos de carrera. La bajada, por una ladera exuberante de vegetación y humedad, se hace complicada. A pesar del apoyo de los bastones, me pego el primer par de culetazos, que hieren más mi orgullo que mi cuerpo. Empiezo a notar las primeras molestias en los pies, sorpresa desagradable y preocupante, porque en el MAM no sufrí en absoluto de los pies. No sé si serán las zapatillas húmedas, el calor, o las dos cosas, pero empieza un calvario que acabará por hacer que cada paso sea puro dolor. Dejamos la senda para coger un camino que ya merece tal nombre, recorriendo los para mi gusto más insulsos kilómetros del GTP, bajo un calorcillo regular (podía haber sido mucho peor), hasta llegar al siguiente control, la Ermita de San Blas, 6 horas y 30 minutos de carrera. Este tramo se está haciendo eterno, y aún queda la subida a La Morcuera, que recuerdo de aquel durísimo entrenamiento que nos hizo ver a todos la magnitud del monstruo que teníamos delante. Nos avituallamos, llamo a casa a dar el parte de novedades, y como me entretengo más de la cuenta, cuando arranco veo que mis compañeros me llevan algo de ventaja. Cien metros todo lo más. Cien metros que me cuesta un mundo recortar, me pego un buen calentón. Cuando por fin llego a su altura, en plena subida, hago un “autochequeo” y veo que no voy bien. Los pies han pasado de la molestia al dolor. Treinta y pocos kilómetros y me siento dolorido y agotado, con la sensación de ir con el gancho permanentemente, un punto por encima del ritmo que querría llevar. Juan camina con esa ligereza aparentemente fácil que le caracteriza. Jesús, con una fuerza y determinación impresionantes. Fran, con la tenacidad de los que nunca se rinden. Y yo voy jodido. Estoy comiendo y bebiendo, tomando sales, pero a pesar de todo mi viejo enemigo, el calor, sigue siendo mi Kriptonita. Claro, del malestar físico al mental sólo hay un paso. Los pensamientos negativos empiezan a abrirse paso a manotazos en mi cabeza. Por primera vez pienso que no voy a poder seguir, y tendré que abandonar; solo tengo la duda de si hacerlo en La Morcuera o seguir hasta Rascafría, para hacer al menos medio GTP. Me invade la rabia y la frustración, el sentir que el sueño se esfuma entre mis dedos. Rumio en silencio mi desconsuelo, tanto que mis compañeros, a pesar de que yo no sea precisamente charlatán, se extrañan de mi mutismo. Apenas alcanzo a decir que estoy “muy cansado”. Juan me dice algo que entonces no creí, pero el tiempo le daría la razón: “estás cansado, lógico, pero tu cuerpo puede seguir funcionando con ese cansancio un día entero. Es cuestión de cabeza”. Pues será cosa de cabeza, pero a mí me duelen los pies, tengo una molestia en la cadera, y mi estómago no está en su mejor momento. Y los kilómetros se eternizan hacia La Morcuera, y el Sol pega, y busco la sombra para huir de él, y parece que no llegaremos nunca. Jesús y Juan se despegan unos metros por delante, yo sigo la estela de Fran-diésel, que sube a su ritmo, incansable, ritmo que trato de que sea el mío. Cerca ya del puerto, unos voluntarios nos animan “¡ese chico! ¡esa chica!” dicen al paso de cada corredor. Al llegar yo, una de esas voluntarias me dice “¡ese chico de Rivas!”. Sorprendidísimo, dejo de mirarme los pies, la miro, y la reconozco de la meta del MAM, donde cambié unas palabras con ella. Qué detalle el suyo al recordarme, y darme esos ánimos “personalizados” cuando más los necesitaba. GRACIAS, a ella y a todos los voluntarios, no hay más que esa palabra para agradecerles su trabajo y su esfuerzo.

La Morcuera, por fin. 8 horas 17 minutos de carrera, casi 40 kilómetros. Ficho en el control y caigo rendido al suelo. Estoy derrotado. Es imposible que pueda seguir, no uno ni dos, sino ¡setenta! kilómetros más. GTP, has ganado. No he podido contigo... En estos alegres pensamientos estoy, cuando aparece un rostro que no esperaba ya ver hoy: Javi Locomotoro. Nos cuenta su odisea con el GPS de Gebre, que perdió en la Maliciosa, y tuvo que darse la vuelta y volver a subir para buscarlo (¡y lo encontró!), pero se dio tal calentón y perdió tanto tiempo, que desde entonces fue con los escobas hasta abandonar en la Ermita de San Blas, consciente de que no podría llegar a La Morcuera antes del cierre de control. Pero en lugar de irse a casa se ha venido hasta aquí a ver como estamos y a ofrecernos los macarrones con tomate que tenía preparados. Que tío más grande. Lo malo es que yo debo estar verdaderamente mal, porque apenas puedo comer nada. Veo como Jesús, Fran y Juan comen pasta, pero yo apenas la pruebo. Juan me dice: “Jorge, no hagas tonterías y come”. Obediente, lo hago a regañadientes, como mis hijas cuando “les duele la tripa”. Bebo, descanso, como. Y no sé si es la bendita agua, el bendito descanso, o los benditos macarrones de Locomotoro, pero vuelvo a la vida. Cuando echamos a andar de nuevo, lentos para asimilar la comida y la bebida, los pies rabian de dolor, pero por lo demás me encuentro mucho mejor. Me digo: “por lo menos hasta Rascafría, Jorge”. Este tramo se me hace más agradable. Cuesta abajo, física, mental y casi milagrosamente recuperado, vuelvo a disfrutar de estar aquí, de la hermosura del paisaje, del olor de los pinos, de la inmensidad de las montañas. Bueno, salvo cuando Jesús señala con la mano el lejano puerto del Reventón al que hay que subir, y toda la cuerda hasta Peñalara que habremos de recorrer. Ganas me dan de darme la vuelta hacia La Morcuera. Madre de Dios. Es mejor no pensarlo. Seguimos con buen ánimo, hasta trotamos a ratos, y llegamos a la zona de las Presillas, donde la gente que nos cruzamos nos mira como si fuéramos extraterrestres, salvo unos pocos que nos animan. Por fin, el control del Puente del Perdón en Rascafría. 10 horas 44 minutos de carrera, más de 50 kilómetros en las piernas. Aquí en el avituallamiento hay hasta minibocadillos de jamón y queso. Qué ricos. Los voluntarios se desviven una vez más con nosotros, ofrecen bebida, vaselina, réflex. Decido echar un vistazo a mis pies y cambiarme de calcetines. Madre mía. Tengo unas ampollas en los talones del tamaño de monedas de dos euros (o más). Las de los dedos da miedo verlas. Todo el pie está hinchado. Es un horror. Me pongo un par de Compeed sobre las ampollas, vaselina, calcetines limpios, me calzo las zapatillas y… los pies siguen rechinando de dolor. Lo sensato sería acabar. Pero, cagonlamar, me encuentro con fuerzas para seguir. Dudo un segundo al pensar en otros sesenta kilómetros con dolor de pies, pero decido que voy a continuar. Le dije a mi mujer que Rascafría sería el punto de decisión, así que la llamo y le digo que voy a seguir. El par de segundos de silencio al otro lado del teléfono son más expresivos que mil palabras. Sé que no le hace maldita la gracia que continúe, porque eso significa Peñalara y la noche. Pero me apoya, me anima, y me dice que tenga cuidado. Dicen que detrás de un gran hombre, hay una gran mujer. Pero a veces, algunos hombres grandes (1.85, no está mal) tenemos la suerte de tener no detrás, sino a nuestro lado, a una de esas grandes mujeres. Y doy gracias por ello. Otra vez me emociono, hay que ver qué chico, siempre con la lágrima preparada. Mando un mensaje por el móvil informando de que seguimos adelante. Recibo la respuesta de Juan Uros: “Ánimo y cabecita. Ya solo es restar. Cuidaros”. Y de mi amiga Elisa, que me anima pero también me dice “No te pases. No pierdas la cabeza”. Parece que mi cabeza tiene una bien ganada fama de no estar en sus cabales, pero me reconfortan los ánimos recibidos, siento muy cerca a todos los que han compartido conmigo (y soportado) estos meses con una idea fija en la mente, un sueño en el que estoy metido de pies a cabeza. Y acabo de pasar el punto de no retorno; ya no hay vuelta atrás.

Nos ponemos en marcha de nuevo. Los pies duelen, ni más ni menos que antes, pero uno casi llega a acostumbrarse a esa horrible sensación de ir caminando sobre cristales rotos. Acostumbrados a nuestra vida ociosa y regalada, en la que apenas tenemos que girar un grifo para beber y alargar la mano para comer, hemos perdido la conciencia de nuestras propias capacidades de esfuerzo y sufrimiento. Como decía el anuncio de una bebida deportiva, “el ser humano es extraordinario”. Y bueno, yo extraordinario no soy, más bien normalito tirando a feo, pero veo que puedo soportar el dolor, y por primera vez en muchos kilómetros creo que voy a llegar lejos. No sé cuánto, pero pasar la noche encaramado a los riscos guarrameños no me lo quita nadie. Atravesamos el pueblo de Rascafría, lleno de ambiente deportivo… por el inminente partido de fútbol de España, jugándose con Paraguay el pase a semifinales del Mundial. Los atletas apenas atraemos alguna mirada curiosa, y si acaso alguna palabra de ánimo. Fútbol es fútbol. A la salida, unos paisanos nos preguntan que si vamos al Reventón. “¿Vais a pasar la noche allí?” Bueno, sí, pero no. Vamos a pasar la noche en la montaña, pero no a dormir. Caras de incredulidad. “¿Pero de dónde venís?” De Navacerrada. Caras de incredulidad al cuadrado. Miradas nerviosas. “¿Y a dónde vais?”. A Navacerrada otra vez, dando un pequeño rodeo por el Reventón, Claveles, Peñalara, La Granja, La Fuenfría… Caras de incredulidad al cubo, mirándose entre ellos preguntándose la magnitud de nuestro más que evidente daño cerebral. Yo creo que alguno se queda con las ganas de llamar a la Guardia Civil, o al siquiátrico. Pero nos vamos para arriba, subiendo como locos, locos por subir. Esta no es una ascensión difícil. Es larga, por una buena senda con pendiente constante, atravesando un precioso robledal. La tarde va cayendo; la menguante luz del Sol (que a pesar de las amenazas de tormenta no ha dejado de lucir) juguetea con las hojas de los árboles, y algún rayo travieso consigue a veces atravesar la bóveda vegetal, llenando el bosque de una luz mágica. A pesar de los dolores, los kilómetros y el esfuerzo, disfruto esta subida, este momento, esta maravilla de estar vivo (como mis doloridos pies se empeñan en recordarme) En la subida, asistimos a un ejemplo de selección natural que habría hecho las delicias de Darwin. Los más fuertes se van por delante (Jesús y Juan), y los elementos más débiles nos quedamos un poco por detrás. Durante un tiempo me empeño en cazar infructuosamente a los de delante, seguido por Fran. Al cabo de un rato, es Fran el que tira, seguido por mí, sin que haya forma de pillar a nuestras dos liebres. Pero arriba nos esperan. Cuando por fin coronamos el Reventón con las últimas luces del día (13 horas y 54 minutos de carrera, 61 kilómetros, son casi las diez de la noche), Jesús nos recibe a Fran y a mí con indesmayable ánimo, apretón de manos, palmada en la espalda. Si no fuera por mis compañeros, hace rato que habría abandonado. Estaría en casa, con los pies metidos en un barreño, tomando algo calentito, recibiendo los mimos y reproches cariñosos de mi Santa. Así que no sé si darles las gracias o una buena patada; al final me decanto por las gracias, porque con mis pies una patada me dolería más a mí que a ellos. Los voluntarios nos informan de que hay unos 7 kilómetros a Peñalara, y luego 9 a la Granja. Echamos las cuentas de la lechera, y decimos: “son las 10, en un par de horitas estamos en Peñalara, en otro par en la Granja, a las dos de la mañana; más de dos horas hasta el cierre de Control para descansar, y hasta echar una cabezadita.” Fíjate tú, que listos que somos. Pero la montaña se encargará de ponernos en nuestro sitio. Y lo hará de forma descarnada, feroz, salvaje.


Paquetillos reventados, digo en El Reventón


La noche cae sobre nosotros, y con ella el termómetro se viene abajo. Nos ponemos manga larga, Juan que es muy friolero añade el cortavientos y un par de guantes, nos colocamos el frontal, y hale, echamos a andar, que tenemos una cita con Lara y no es de caballeros hacerla esperar. Cada vez que arranco a andar después de una parada, el dolor de los pies parece insoportable, pero al poco rato puedo seguir, tengo que seguir. Sobre los rescoldos del día, antes de que la oscuridad se adueñe del mundo, la silueta de Peñalara se recorta imponente. Por su ladera, se ve un rosario de lucecitas blancas y rojas: son los corredores que nos preceden, que ya han hecho cumbre y bajan por una pendiente que, de lejos, se antoja imposible. De cerca sería peor. A la luz de nuestros frontales, vamos recorriendo la cuerda hacia el risco de Claveles. Escuchamos el lejano rumor del goooooooool de España. Todo un país pegado al televisor, menos tres centenares de locos corredores y unos doscientos voluntarios no mucho más cuerdos. Sólo unas cuantas vacas silenciosas contemplan, más curiosas que asustadas, el paso de esas criaturas de dos patas con una luz en la cabeza. Hay otra luz que anida en sus esforzados corazones, el deseo de llegar más lejos, más alto. Es noche cerrada cuando llegamos al bosque de piedras del Risco de Claveles. Los corredores nos agrupamos, buscamos a la luz de los frontales las marcas que balizan el camino, a veces bien visibles, a veces no tanto. Trepamos por la roca descarnada con paso inseguro, lento, vacilante, avanzando trabajosamente. Un par de vistosas salamandras negras y amarillas nos salen al encuentro, una vez más me acuerdo de Gebre y de su hijo, en su incansable búsqueda en Gredos de un bichejo semejante a éste, ahora desconcertado al verse en la mano de Juan, enfocado por media docena de focos luminosos que apenas dejan ver tras ellos unos rostros afilados, de ojeras hundidas, con el cansancio esculpido en sus caras. Mientras trepo por los pedruscos, a veces vuelvo la mirada hacia fuera de la ruta. La luz del frontal se pierde en un abismo de negrura espantosa, que no parece tener fin; siento en la nuca un miedo primigenio, ancestral. Pero lo deshecho y me concentro en seguir subiendo. Una vez más, Juan y Jesús se van por delante, yo me quedo atrás con Fran. Las piedras no parecen acabarse nunca, las piernas cansadas trastabillan más de una vez en sus precarios apoyos sobre rocas aparentemente firmes que, a veces, se mueven bajo nuestros pies con siniestro chirrido, rompiendo el negro silencio que nos envuelve. Un voluntario anuncia el fin del calvario “doscientos metros y se acaban las piedras”. Los doscientos metros parecen dos mil, pero por fin llegamos al control de Peñalara. 16 horas y 38 minutos de carrera, casi 70 km. en las piernas. Una vez más nos reagrupamos, constatamos que el “par de horas” hasta Peñalara han sido realmente 2:44, y seguimos adelante. Hemos ascendido mil trescientos metros desde Rascafría, y ahora hay que bajar mil doscientos hasta la Granja. Se han propuesto rompernos las piernas y lo van a conseguir. El principio de la bajada es por una pedrera infernal, de fuerte pendiente. Jesús y Juan vuelven a ganar unos metros. Fran lo está pasando mal, y yo no estoy mucho mejor, así que nos quedamos por detrás. Pronto les perdemos de vista, igual que a un grupito que nos adelanta en la bajada. Estamos solos los dos. Fran me dice que me vaya por delante, que él ya verá como baja, que si me quedo con él no llegaremos. ¿Pero a dónde voy a ir yo, si no puedo con mi alma? ¿Y cómo le voy a dejar sólo, de noche, en mitad de esta maldita montaña? Le animo como puedo, le digo que tenemos tiempo, que vamos a llegar en tiempo, que lo vamos a hacer juntos. Me pongo en cabeza para hacer la bajada, por un sendero apenas intuido con una pendiente tremenda. Las piernas sufren para sujetarme en la pendiente, los pies duelen aún más que subiendo, y como miro hacia delante buscando la siguiente marca en la oscuridad, no veo donde piso, lo que me cuesta pegarme un par de morrones espectaculares, ante la horrorizada mirada de Fran. Pero fuera de alguna magulladura, no hay daños. Sí que empiezo a notar un dolor nuevo que se añade a mi ya extenso catálogo de molestias: la rodilla derecha se está cargando en la bajada, y con un sordo runrún mi sufrida articulación hace notar su presencia. Por fin, terminamos la bajada. Ha sido horrible. Pero estamos enteros y vivos, dolorosa e intensamente vivos, respirando con ansia el frío aire de esta noche inolvidable. Cruzamos algunos arroyos, bebemos de su agua cantarina y nos refrescamos, y cogemos una senda a través del bosque que habrá de llevarnos a la Granja. Sigo en cabeza, ponemos un ritmo de marcha bastante aceptable, tanto que a lo largo de los interminables kilómetros bajo las estrellas y los pinos, empezamos a alcanzar y superar a unos cuantos corredores de los que nos precedían. Saludamos a todos, muchos devuelven el saludo, algunos ya no tienen fuerzas ni para saludar, caminan como espectros en medio de la noche. De nuevo, el camino se hace eterno. Escucho ecos lejanos de música, La Granja tiene que estar ahí, pero parece que no llegaremos nunca. Pero llegamos. Son más de las tres y media de la mañana (y pensábamos llegar a las dos…) Muy justos, pero en tiempo; estamos seguros de que Jesús y Juan se habrán ido ya, es imposible que apuren tanto para esperarnos poniendo en peligro continuar en carrera. Pero cuando entramos en las calles del pueblo, Fran recibe una llamada en el móvil: es Jesús, que quiere saber cuánto nos falta para llegar, porque nos están esperando. Hace más de media hora que llegaron, pero no se irán sin nosotros. Me siento agradecido, emocionado… Siempre he sabido que sólo no podría hacer esto. Ahora sé que, con ellos, haré esto y lo que me pongan por delante. Llegamos por fin al control de La Granja, Jesús sale a nuestro encuentro con una inmensa sonrisa, solo eclipsada por el enorme bocadillo que sostiene en sus manos, me ofrece un mordisco y yo, por no hacerle un feo y porque me muero de hambre, acepto encantado. Llevamos 19 horas y 38 minutos de carrera. Oficialmente, unos 78 kilómetros, aunque el GPS de Fran canta una realidad bien distinta: 84 kilómetros, 6 más de los anunciados. ¿Queríais GTP?: tomad taza y media.

Y hablando de tazas, llevamos todo el camino pensando en el prometido caldito caliente que nos van a dar aquí. De entrada, Jesús nos dice que se ha terminado, y nos llevamos un chasco considerable. Pero luego aparece un voluntario con un puchero más de caldo, y me sirve un generoso vaso. Después de un día entero comiendo y bebiendo porquerías, el líquido caliente que baja por mi garganta me parece néctar divino, pura vida que caldea mi cansado corazón y mi entumecido cuerpo. Una vez más, gracias infinitas al artífice de este regalo, el dueño de un restaurante de La Granja. Mientras bebo el caldo y picoteo en el avituallamiento, miro a mi alrededor. Veo a Juan intentando dormitar sobre dos sillas, sentado con las piernas estiradas. Paseo la mirada por el resto del Control, y parece un Hospital de campaña en algún frente de batalla. Corredores abatidos, desplomados en las sillas, alguno tapado con la manta térmica, de rostros desencajados y mirada perdida, esperan el autobús que ponga punto final a su aventura. Los voluntarios nos informan de que sólo seguimos en carrera doscientos y pico corredores. Hay ya más de doscientos abandonos, lo que da idea de la terrible dureza de la prueba. Nos enteramos de que entre los caídos están Bandoneón (en Rascafría) y Guille (en el Reventón, obligado a retirarse por problemas estomacales). Pero nosotros estamos aquí. Nos quedan algo más de 30 kilómetros, un abismo, pero vamos a ir a por ellos. Fran intenta que nos vayamos los tres por delante y le dejemos a él a su ritmo, pero le convencemos a duras penas de que ha superado el mal momento de Peñalara y ha hecho el tramo a buen paso, adelantando gente, llegando en tiempo, y podemos seguir juntos. Nos ponemos en pie. Vamos a continuar. Nos despedimos de los siempre admirables voluntarios, y empezamos a andar. Mis primeros pasos, como siempre, son puro dolor. Pero se une algo nuevo. La maltrecha rodilla derecha, que tanto ha sufrido en la bajada de Peñalara, se ha enfriado, y ahora duele como el infierno. El dolor baja por la pierna hasta el talón. Mecagontodoloquesemenea. No les digo nada a mis compañeros, bastante tiene cada uno con lo suyo, y me digo que en cuanto se caliente, dejará de doler. No es así, pero el dolor entra, como el de los pies, en la categoría, cada vez más amplia, de soportable. Atravesamos el animado pueblo de La Granja, lleno de gente disfrutando de la noche veraniega en bares y terrazas, que nos saludan y hacen inciertas invitaciones a tomar una copa (por la hora, muchos de ellos están en plena exaltación de la amistad). Un grupo de chicas, con la vista evidentemente nublada por el alcohol, expresan en alta voz el deseo de que nuestros cansados traseros no pasen hambre. Lo mejor es cuando un lugareño se ofrece a llevarnos en coche hasta la Boca del Asno “y así os ahorráis unos kilómetros”. Por decencia deportiva y porque el aliento del presunto conductor delata un estado de ebriedad que desaconseja que se ponga al volante de un coche, declinamos el ofrecimiento. Y por fin dejamos atrás el ruido y las luces del pueblo, internándonos en los inmensos y oscuros bosques de Valsaín, siguiendo el curso del Eresma por las Pesquerías Reales. Aún es noche cerrada. El camino es fácil, llano y monótono en la oscuridad. Quizá eso hace que el cansancio, el sueño, hasta ahora agazapado en un rincón, salga de su escondrijo y empiece a posar su pesado manto sobre nosotros. Empezamos a dormirnos de pie. Caminamos dando tumbos, haciendo eses, tropezando. Juan intenta animarnos con canciones, con juegos, algo que mantenga nuestra mente despierta. Pero no encuentra mucha colaboración por nuestra parte. Finalmente, cerca de la Boca del Asno, Fran dice que no puede dar un paso más. Que necesita descansar. Todos lo necesitamos. Apagamos los frontales, nos sentamos en el suelo, y la oscuridad del bosque nos cubre como una manta, mientras nuestros párpados se desploman, y mi cabeza vuela hacia atrás, al momento en que empezó todo esto, hace apenas unas horas...


Al cabo de un rato ¿cuántos minutos han pasado? ¿quince, veinte? Jesús levanta la cabeza. "Son las seis. Hay que seguir". Nos ponemos trabajosamente en pie, encendemos los frontales, y vamos al encuentro de Fran, que no da crédito a nuestra aparición. Pensaba que nos habíamos ido. Y nos dice que no le esperemos, que no puede más, que va a abandonar. Tratamos de convencerle, pero no hay forma. Su decisión es firme. Y nos ruega que nos vayamos. Nos resistimos a ello, después de tantas horas, tantos kilómetros, tanto vivido juntos... Pero finalmente, nos despedimos, estrechándonos las manos con un poso de tristeza, y nos vamos dejándole allí. Creí que los cuatro aguantaríamos hasta el final, es un mazazo que no esperaba. Y mi rodilla, fría otra vez, vuelve a unirse al discorde concierto andante doloroso que ofrecen mis pies. Las primeras luces del alba empiezan a rasgar el velo de sombras que nos envuelve. La noche, la temida noche, ha terminado, y caminar por este bosque al amanecer es un regalo de vida. Al fin llegamos al control de la casa de la Pesca. 23 horas y un minuto de carrera, noventa y pico kilómetros en las piernas. Quedan 22 a meta, una media maratón. Aún. Los voluntarios se desviven con nosotros, nos ayudan a rellenar el agua, incluso a abrir una lata de Nestea... Nos despedimos de ellos, y encaramos el siguiente tramo, que nos llevará al puerto de la Fuenfría, la última gran montaña de este viaje.

Atravesamos la hermosa inmensidad de estos pinares que se antojan infinitos, bañados por la primera luz de la mañana, y aunque vamos ganando kilómetros, no subimos ni un metro. ¿Dónde está la subida al puerto de la Fuenfría? Pronto recibimos la respuesta. La subida al puerto es un arrastradero de troncos. Un ¿camino? de pendiente imposible, el penúltimo regalo del GTP a nuestras castigadas piernas. Juan, siempre optimista, nos dice que subiendo a este ritmo, el puerto acabará pronto; no sé que acabará antes, si el puerto o mis menguadas fuerzas. Pero voy paso a paso, ahora un pie, ahora el otro, clavo los bastones, tiro para arriba, aprieto los dientes, otro paso adelante, los pies me están matando, miro hacia la cuesta, ahí sigue la muy cabrona, otro paso más...

Y al fin oímos las voces y los ánimos de unos voluntarios. Es el final del puerto, 24 horas y 15 minutos de carrera. "Venga que ya lo tenéis" nos dicen. Es verdad. Ya lo tenemos, pienso. Aún quedan unos cuantos kilómetros, pero ya lo tenemos. No se nos va a escapar. Nos despedimos de los sonrientes voluntarios, y encaramos el penúltimo tramo, que nos llevará por el Camino Schmidt hacia el Puerto de Navacerrada. Nos cruzamos por aquí con algunos corredores entrenando, da gusto verles correr y saltar entre las piedras, y de todos ellos recibimos palabras de ánimo, de reconocimiento. Jesús recuerda de golpe que lleva en la mochila unos cruasanes rellenos de chocolate. Juan dice de comerlos en el puerto de Navacerrada. Jesús duda. Yo, naturalmente, voto por comérnoslos ahora mismo. Se impone mi sesudo y meditado criterio, y damos buena cuenta de la denostada bollería industrial. Todo suma, como decimos los paquetes. Juan (incansable) dice que le apetece trotar para soltar las piernas (!!!) Yo para soltar las piernas tendría que tirarme al suelo y hacer sonar el silbato, para que vinieran a buscarme los de Rescate en Montaña con una camilla, pero en fin... El caso es que Juan se va, trotando alegremente, como si no llevara cien kilómetros a las espaldas. No puedo dejar de pensar que, si quisiera, él podría haber llegado a meta en 20 horas o menos, pero ha preferido ir con nosotros, cosa que nunca le agradeceré bastante. Sus ánimos, su fuerza y su optimismo tiraron de nosotros y nos hicieron sacar de donde ya no había nada. Mientras le vemos marchar, Jesús y yo, menos expansivos en nuestras demostraciones de fuerza (traducción: apenas podemos levantar los pies), seguimos caminando a nuestro ritmo, mientras el sol empieza a calentar el bosque, y el olor a pino, a jara y a tomillo nos envuelve. A pesar del cansancio, disfrutamos la mañana, el camino, la charla y la cada vez más fuerte convicción de que lo vamos a conseguir. Llegamos al Puerto de Navacerrada, nuevo ruidoso y alegre recibimiento por parte de los voluntarios de turno (siempre con una enorme sonrisa en la boca), nos informan de que tenemos que bajar hasta el chalet para avituallarnos, y luego volver a subir. Pues vale, a estas alturas no nos vamos a poner con remilgos... Así que llegamos al chalet, 25 horas y 42 minutos de carrera, y más de 100 kilómetros en nuestros pies.

Aquí nos espera Juan, que hace un rato que ha llegado, y una auténtica comilona: jamón, queso, caldo... y una vez más, la sonrisa y la admiración de los voluntarios es uno de los mejores avituallamientos que podemos recibir. Nos informan de que, entre unas cosas y otras, nos vamos a hacer casi 120 kilómetros, en lugar de los 110 prometidos. Ya todo me da igual. Si me pidieran hacer 130, creo que también los haría. Porque mientras comemos y bebemos, no podemos quitarnos la sonrisa de la cara, la sonrisa de saber que lo estamos consiguiendo, lo tenemos en la mano, estamos tocando el sueño con la punta de los dedos, y solo queda agarrarlo fuerte y que no se escape. Llamo a Belén, mi mujer, y le digo que lo vamos a conseguir. Que la quiero. Y que me espere, que en algo más de un par de horas estaré en Navacerrada. Salimos del chalet, empezamos a subir de nuevo al puerto para empezar el último tramo y vemos a otro corredor que ahora baja hacia el chalet. Me fijo en su cansada figura, en su dorsal, el 313, y me digo: mira, acaba en 13, como el mío y el de Fran... ¡Coño! ¡PERO SI ES FRAN! Mi cabeza está tan embotada, que en un primer momento creo que ha abandonado, como nos dijo, y ha venido aquí sólo para vernos. Nada de eso. Este cabezón, terco, indestructible y admirable mamonazo ha seguido solo. Se ha chupado en solitario la horrible subida de la Fuenfría, y los 6 kilómetros hasta el puerto de Navacerrada y aquí está, dispuesto a terminar. La alegría es enorme, como corresponde, pero aunque le decimos que le esperamos, dice que no, que prefiere seguir a su ritmo, que es lo que le va bien. Nos convence, y nos vamos, pero con la felicidad de saber que está ahí, detrás nuestro, y que va a acabar el GTP.

Y empieza el último tramo. El que nos llevará a meta. Por fin. Recorremos la senda de las Cabrillas, última subida de la carrera. En seguida, una pronunciada bajada hacia la Barranca, donde mis pies aúllan de dolor. Creo que el eco de sus gritos retumba por todo el valle. Nos encontramos con corredores entrenando, con ciclistas, con excursionistas, con un retén de bomberos que nos avisa de que nos estamos confundiendo de camino... con todos cruzamos saludos y sonrisas, lo vamos a conseguir. Veo a mis pies todo el valle, hermosura, verdor y piedra, calentado por el radiante Sol de este día de julio. Frente a mí, La Maliciosa, apenas ayer empezaba allí esta aventura... y tan sólo dentro de unos kilómetros, estará terminada. Terminamos de bajar, sobrepasamos La Barranca y tomamos la senda de tierra que nos devolverá a Navacerrada, Jesús empieza a recibir llamadas, de Coral, de Jordan... a todos contesta exultante: "¡Estamos llegando!" Entonces a Juan se le ocurre decir: "venga, lo estáis deseando, ¿porqué no corremos?" Jesús y yo nos miramos, compartiendo la impresión de que finalmente la dureza de la prueba le está pasando factura y el pobre muchacho ya no está en sus cabales. Pero no, va en serio, insiste, y no sé cómo, pero nos vemos corriendo. Troto lento, torpe como un pingüino fuera del agua, pero como dijo Juan, los pies no duelen más que andando, y vamos más deprisa. Mientras trotamos, vemos a lo lejos a un corredor que viene subiendo por el camino, en sentido contrario al nuestro. Sólo cuando esta cerca, reconocemos en él a Luis Ibki, nuestro Ironman. Yo no sé si nos alegramos más nosotros de verlo a él, que él de vernos a nosotros, nunca olvidaré su cara de genuina alegría al encontrarnos. Va al encuentro de Fran "para traerlo a rastras si hace falta". Grande Luis. Seguimos trotando, adelantando a unos cuantos corredores, llegamos a la rotonda de acceso al pueblo, y entramos en las calles de Navacerrada. El pueblo bulle de actividad, la gente abarrota las terrazas de esta soleada mañana de domingo, pasea por las calles, curiosea por una exposición de coches de época... y mira con extrañeza a estos tres tipos estrafalariamente vestidos, cargados con mochilas, alguno con bastones, y con un dorsal al pecho, que cruzan por entre ellos trotando despacito, sonrientes pero con cara de cansancio, como si necesitaran echar un sueño. No saben que el Sueño lo estamos viviendo.



Ya llegamos, ya llegamos...(foto cortesía de mi hija Laura)


Nos encontramos con Iván Cabesc y su familia. Una sonrisa enorme pintada en su cara. Como la que le devolvemos nosotros. Le saludamos brevemente, le preguntamos por su carrera (24 horas, sensacional), y nos vamos, es que tenemos prisa por llegar, nos están esperando. Qué largo y que grande se nos hace el pueblito de Navacerrada. El polideportivo, allí está, vamos derechos hacia él, tanto que confundimos el camino, unos voluntarios nos llaman a gritos, damos la vuelta muertos de risa, bajamos hacia la entrada a los campos de fútbol, de allí salimos hace ya 28 horas. En la puerta, un inesperado regalo. Mi mujer y mis hijas han llegado a tiempo, y allí están saltando y aplaudiéndonos. Me voy hacia ellas, las abrazo y las beso, yo podría quedarme aquí ya, porque he llegado a mi meta, pero faltan doscientos metros, los últimos doscientos metros, así que me uno a Juan y a Jesús y entramos en el polideportivo a recorrerlos. Allí está la línea de meta. No sé si reir o llorar. Creo que hago las dos cosas, pero se impone la alegría, una alegría enorme, inmensa, ya no me duele nada porque mi cuerpo es pura emoción y pura felicidad, lo hemos conseguido, no puedo creerlo, LO HEMOS CONSEGUIDO.




Me ponen la medalla, paso el chip por el control por última vez, 28 horas y 3 minutos. Me abrazo otra vez a mi mujer, y entonces sí que lloro. Hace un instante me sentía fuerte e invencible, y ahora no soy más que un chico que se abraza a su chica, y llora como un niño. Alegre, dolorido y emocionado, me seco las lágrimas, y me río, y el corazón se me quiere salir del pecho; apenas puedo caminar sobre mis destrozados pies, y pienso en todos los paquetes, los que se pusieron en la salida, los que no pudieron hacerlo, los que quedaron por el camino, todos los que soñamos un día con hacer esto, y me digo que valió la pena soñar con vivir esta aventura, y aventurarnos a vivir este sueño.

Vale la pena soñar.