miércoles, 28 de octubre de 2009

Por tierras del Cid

Ya quiebran los albores e vinie la mañana;
salía el sol, ¡Dios, que fermoso apuntava!
En Sigüenza, todos se levantavan;
abren las puertas, de fuera salto davan
por ver los corredores e todas sus andanzas.


Aquí estoy, una mañana más, una carrera más. El año pasado me quedé con las ganas de correr esta prueba, así que al ver la convocatoria de la 2ª edición de la Ruta del Románico Rural/Media Maratón de Sigüenza, no pude resistirme. Son poco más de las nueve de la mañana del domingo 25 cuando entro en la ciudad seguntina. Siguiendo a un coche de Protección Civil llego a la zona de salida, donde los voluntarios se afanan diligentemente en prepararlo todo. Nada de arcos inflables ni zarandajas de esas: una pancarta pintada a mano, sujeta con cuerdas, marca la salida y la meta de la carrera, dándole un toque romántico y humilde a esta prueba. Recojo mi dorsal, el 159, y como me sobra mucho tiempo me doy un paseo por la ciudad. Me cruzo con unos pocos madrugadores por las calles, hasta que mis pasos me llevan a un bar (tengo cierta querencia), donde me tomo un café. Mi mirada no puede evitar fijarse en unos apetitosos churros, pero estoy un poco delicado del estómago, así que con todo el dolor de mi corazón me hago el fuerte y me conformo con el café. Al salir, veo que la imponente catedral ya está abierta, de modo que más por curiosidad que por devoción, entro dentro del templo. Desierta. He visitado, si no todas, sí un buen número de catedrales españolas, pero esta es la primera vez que me encuentro solo dentro de una de estas inmensidades pétreas. Mis pasos retumban por las naves, apenas iluminadas por una más que escasa iluminación artificial, y por un sol aún tímido que busca abrirse paso por los altos ventanales de la catedral, dando una apariencia irreal, casi sobrecogedora, al solitario templo. Supongo que los constructores que lo levantaron hace siglos buscaban justo este efecto de empequeñecimiento del simple mortal frente a la grandiosidad de la Iglesia. Yo, que ya sé que soy pequeño, me conformo con levantar mi mirada a las nervaduras de las altas bóvedas, curiosear capillas (entre otras la del afamado Doncel), y poner un par de velitas a una Virgen, costumbre que mi Santa y yo tenemos ya por tradición en toda Catedral que visitamos, y que esta vez, aunque solo, no pude dejar de cumplir. Salgo al aire libre y veo que mis meditaciones metafísicas han consumido buena parte de mi excedente temporal, así que retorno a la zona de salida, en las afueras de la ciudad. Me visto definitivamente de romano, con la camiseta del foro, y me pongo a calentar. En esto estoy cuando me encuentro con dos foreros, landes y culebra17; tienen una pinta de atletas acojonante (sobre todo landes, que esta hecho un toro), así que charlo un poco con ellos y declaro mis paquetiles intenciones de procurar buscar un ritmillo de 5 el kilómetro, sobre 1:45 al final. Por el megáfono nos dicen que nos vayamos colocando para la salida, somos poco más de 100 corredores, así que me coloco en cuarta o quinta fila (que aquí es tanto como decir de la mitad para atrás, vamos, mi sitio). Un bocinazo de la sirena de la ambulancia marca el inicio de la carrera. ¡A correr!




"... allá van las mesnadas, en franca y alegre jornada..."

Mi idea es salir despacio y luego… me viene a la cabeza José “el Corredor del Cañamares”, con el que compartí la media de Jadraque y una hermosa travesía por los montes escurialenses, que no dudaría en completar la frase con “aflojar, Jorge, aflojar”. Ya veremos, me digo yo, según me vaya encontrando, y según se dé la carrera (que siempre acaba por ponernos a cada uno en nuestro sitio), iré ajustando el ritmo. Los primeros kilómetros, para que nos vayamos calentando, son cuesta arriba, pero sin ser una pendiente exagerada. Me los tomo filosóficamente, coronando el primer puerto de la jornada y pasando el kilómetro 3 en 16 minutos, vamos, a 5:20 / km. Ahora viene un tramo de bajada, aquí me voy reteniendo porque la carrera es larga y quiero reservar para lo que venga, voy tomando referencias cada vez que veo los puntos kilométricos (unos artesanales y entrañables cartelitos de madera, con el número pintado, clavados a la vera del camino), y veo que estoy bajando cómodamente a 4:55-5:00. Corremos por una senda de tierra, rodeados de cerros y alcores que ya van vistiendo los colores del otoño, y bajo la distraída mirada de un rebaño de ovejas (merinas ellas), muy afanadas en desayunarse media pradera. Unos cientos de metros delante de mí, veo a un corredor empujando un carrito (luego me enteraría de que se trataba de otro forista, sideuvol), y me viene a la cabeza Cabesc, que a estas horas estará batiéndose el cobre en Beni... en la Maratón de Ciudad Real. Espero que le vaya bien.


Salimos de la terrosa senda, y corremos un rato por una carretera. Veo continuas marcas que indican la "Ruta del Cid", parece ser que el Campeador, acompañado de sus leales, anduvo guerreando por estos campos cuando fue desterrado. Fácil es imaginarle a lomos de Babieca, con Alvar Fáñez a su diestra, y la espada bien ceñida a su cintura, pronta a ser blandida contra la morisma, cabalgando por estas tierras. Emulando a mi manera el trote de los guerreros corceles, sigo a mi cansino ritmo, girando a la derecha hacia la primera pedanía seguntina que vamos a atravesar, Ures. Son apenas 4 casitas, y según el último censo, apenas nueve habitantes los que las pueblan; por eso me emociona ver sobre nuestras cabezas una pancarta, hecha a mano con una sabana, algo de pintura y mucho cariño, que reza "Bienvenidos a Ures. ¡Animo campeones!". Y es que esta carrera no tiene un megapatrocinador, y posiblemente no me den una camiseta ultra-fashion “Niketekagas” o “Adidostraspedrín”, ni un par de números atrasados del Runner’s World. Aquí sólo dan ilusión, esfuerzo, ganas de hacer las cosas bien, y me tratan como a un atleta (si ellos supieran...), no como a un número de cuenta. Vamos, lo que se dice una carrera de pueblo. Ay, cuanto les queda por aprender de la capital…




Sumido en estas reflexiones tras atravesar Ures, el recorrido nos reserva una sorpresita: hay que abandonar la carreterita y girar a la derecha para tomar un camino rural de tierra, con unos cuestones del quince. Aunque voy a medio gas, las piernas protestan airadamente, pero no las hago caso y continuo mi trote diesel cuesta arriba, hasta coronar el segundo puerto en la pedanía de Pozancos, donde un nutrido y animoso público nos acoge entusiasta, empujándonos con sus gritos de aliento y aplausos. Nada más empezar el descenso al pasar Pozancos, veo el kilómetro 10. Unos 52 minutos. Bueno, un poco por encima de lo esperado, pero me siento bien, y corriendo por un hermoso entorno. Un poco por la hermosura, otro poco por la cuesta abajo, el caso es que me voy animando, y acelero el ritmo poco a poco, casi sin darme cuenta, cazando algunos grupos de corredores. Sobre el 13, veo que me voy acercando a sideuvol empujando su carrito. Son mis mejores momentos en la carrera, me encuentro bien, fuerte, cuando llegamos a la tercera dificultad montañosa del día, la subida a la última pedanía que vamos a atravesar, Palazuelos. La entrada es espectacular, atravesando un arco que se abre en la imponente muralla, aquí cojo a sideuvol, que al ver mi camiseta (gran idea, esto de las camisetas) se identifica, charlamos brevemente, pero ahora llevo mejor ritmo, así que le dejo atrás. Dejamos atrás Palazuelos, toca volver a Sigüenza. Tras un breve tramo, toca subir el último puerto de la jornada, más de dos kilómetros cuesta arriba, que a estas alturas, con 16 en las piernas, se me antojan una pared. Además este loco Sol de octubre, que ha estado todo el día jugueteando con las nubes velando su rostro, ahora se deja caer con fuerza, y pronto noto que me estoy cociendo en mi propio jugo. Algunos tramos de subida se me hacen durísimos, mi trote es tan lento que me da la impresión de que iría más deprisa andando, pero el caso es que adelanto a algún corredor, así que no debo ir tan mal como parece. Oigo tras de mí la alegre charla del chaval de Sideuvol, que se lo está pasando tan ricamente en su carrito. Es lo único que se oye, junto con los jadeos y pisadas de los corredores, que apenas perturban la paz de los campos castellanos que nos envuelve. Corono la última cima, ya bastante perjudicado, así que decido encarar los últimos kilómetros con tranquilidad, no voy a batir ninguna marca, y no es plan de romperme algo. Sideuvol me adelanta con su carrito, la bajada me recupera un tanto pero no fuerzo nada, solo voy consumiendo los últimos kilómetros en modo económico. Por fin, Sigüenza a la vista. Últimos metros, me encuentro con landes que ha salido a ver si llego (bonito detalle, gracias ;-) ), trota conmigo algunos metros donde comentamos la dureza del recorrido, y ya estoy en la meta. Ovación cerrada del numeroso público (siempre se agradece), y paro el reloj en 1:47:13, a 5:05/km. Algo por encima de lo esperado, pero bien, he disfrutado de una bonita mañana de carreras, de paisajes de serena belleza, de gentes fantásticas, y me voy para casa con una sonrisa, una camiseta de algodón, y un tarro de miel de la Alcarria. ¿Qué más se puede pedir?




"... en buen hora ceñísteis espada, mío Cid..."

miércoles, 7 de octubre de 2009

Vente conmigo




Vente conmigo a la Pedriza, dejó puesto Jesús en el foro, mitad invitación, mitad desafío. Pues venga, porque no. Desde que el año pasado una cualificada representación de la paquetería rindió al primer asalto y tras largo y duro combate las cimas y Torres de La Pedriza, tenía yo el gusanillo de probarme en tan exigente plaza. No obstante, mis menguados entrenamientos veraniegos, mi poca mesura al comer y beber durante la larga canícula, y el más elemental sentido común aconsejaban dejarlo para mejor ocasión. Pero, ay de mí, el sentido común no ha sido nunca mi fuerte, así tras alguna vacilación me inscribí en lo que habría de ser mi bautismo de fuego en la montaña (porque, como luego comprobé, mi participación en la media solidaria de Somosierra del año pasado, y que yo catalogaba como carrera de montaña, no fue más que un paseo por el campo). Este es el relato de lo vivido, sufrido y soñado entre las peñas de la Pedriza.


Vente conmigo, parece susurrar el sinuoso cuerpo dormido de mi esposa cuando, después de dormir inusualmente bien para ser la víspera de una carrera, suena el despertador. Aún es noche cerrada, y me levanto de la cama con la ilusión de saber que hoy va a ser "uno de esos días". Realizo mis rituales acostumbrados y salgo de casa, no sin antes recoger de mi mujer un beso soñoliento y el acostumbrado “ten cuidado”, dos cosas sin las que no puedo irme a una carrera… ni a ningún sitio. El alba va ganándole la batalla a las sombras durante el viaje, y cuando aparco en Canto Cochino, el sol de la mañana ya ilumina las pétreas alturas de la Pedriza. El paisaje es espectacular, pero al mirar a lo alto un escalofrío me recorre de arriba abajo al pensar en como voy a subir mi corpachón hasta allí. Será el frescor de la mañana. He llegado muy temprano, para variar, así que paseo arriba y abajo, recojo el dorsal, y contemplo a los corredores que van llegando. Son otra especie. Cuerpos enjutos, rostros morenos y afilados, piernas duras como las piedras sobre las que saltaran con caprina agilidad dentro de unas horas. Me siento un poco fuera de lugar, y por primera vez pienso “dónde me he metido”; no será la última. Por eso me alegra ver aparecer a Jesús, alguien más “normal”, si se puede calificar así a un superviviente del MAM, y que ya cuenta en las muescas de su revólver con la marca de haber hecho esta prueba el año pasado, con el mismo recorrido que este, pero en sentido inverso. Nos saludamos y me presenta a Marina, hermana de la Correpoco Paloma, a la que al final una inoportuna contractura ha ¿librado? impedido correr hoy. Les acompaño a recoger sus dorsales, y pronto volvemos al aparcamiento, porque en una pizarra delante del bar, unas simples palabras ejercen una extraña fascinación sobre nosotros: “hay churros y porras”. No necesitamos más para adentrarnos en el local.


Vente conmigo. Apetitoso y juguetón nos llama el montón de porras calentitas, así que a pesar de que queda media hora escasa para que den la salida y los corredores de verdad ya están calentando, nosotros optamos por el calentamiento interno que nos proporcionan unos churritos y porras bañados en café con leche. Con el estómago lleno y el espíritu reconfortado, vamos hacia la zona de salida. Nos encontramos a David, mi profe en el curso de correr por montaña, que manifiesta serias dudas sobre nuestra capacidad de completar la prueba. No conoce a los paquetes. Al pasar el control de dorsales, me doy cuenta de que ya no hay vuelta atrás. Esto va en serio, y noto esos nervios especiales en la boca del estómago que preceden a las grandes ocasiones. Pequeña charla técnica sobre lo que nos vamos a encontrar, y ale, pocos minutos después de las 10 de la mañana, ya estamos en camino. Los primeros metros son una fiesta. Risas, bromas, ánimos… y además cuesta abajo, corremos tranquilamente entre los pinos hasta llegar al punto más bajo de la carrera, Los Barracones (1023 m.), cruzando el aprendiz de río que nunca deja de ser el Manzanares. Aquí, pequeño atasco: hay que pararse. Aprovechamos para volver a bromear con que “esto nos corta el ritmo”, pero en seguida nos plantamos frente a la pared del Yelmo, que se alza ante nosotros dura e imponente. Pronto dejan de oírse las alegres voces de los corredores, solo sus jadeos y respiraciones agitadas se entrecruzan con el sonido de las pisadas de decenas de pies, trepando con esfuerzo y decisión. Sudo a chorros, y siento como el corazón late desbocado mientras ganamos altura metro a metro, en una subida que no parece terminar nunca. Por fin llegamos a la pradera del Yelmo (1570 m.), hemos salvado más de 500 metros de desnivel, pero esto no ha hecho más que empezar. Bebemos un poco de agua, saludamos a unos preciosos caballos, y echamos un vistazo al imponente Yelmo, resto de la coraza de algún gigante. Ahora toca bajar hacia el collado de la Dehesilla, saltando entre rocas que a veces precisan de nuestras cuatro extremidades (y a veces de la quinta extremidad, más conocida como el culete). En la bajada Jesús empieza a mostrarnos ese talento innato que tiene en los descensos (fuerza de la gravedad, lo llama él), y casi sin esfuerzo se separa de Marina y de mí, aunque siempre se para a esperarnos. Pronto la bajada termina, y frente a nosotros una inmensidad de roca marca el camino de subida hacia el Collado de la Ventana.

Subida al Yelmo.

Vente conmigo. Si las piedras hablaran esto es lo que dirían, la pétrea y descarnada belleza del paisaje atrae nuestras miradas como las sirenas a los marinos, aprovechamos los momentos en los que un paso difícil nos obliga a detenernos para mirar a nuestro alrededor, respirar este aire de cristal y sentir bajo nuestras manos como las piedras palpitan al ritmo de nuestro corazón. Ahora trepando, ahora agarrándonos a un árbol, luego arrastrándonos bajo una roca, después cogiendo una mano tendida para salvar un obstáculo, y al momento siguiente tendiéndola tú mismo al corredor que te sigue, hermanados todos en nuestra pequeñez frente a la inmensidad de la montaña. El esfuerzo es agónico, se hace eterno, pero al fin llegamos al Collado de la Ventana (1784 m.), primer avituallamiento sólido: higos, pasas, barritas de chocolate, agua, isotónico... y la eterna sonrisa de los voluntarios, siempre dispuestos a ayudar, a rellenarte el vaso, a darte una palabra de ánimo... nunca se les dice GRACIAS lo suficiente. Pero hay que seguir, siempre hacia arriba, siempre adelante, las Torres nos esperan.

Vente conmigo, es el susurro lánguido y sensual de algo imposible en esas alturas, un picardías de leve encaje rojo que dos pícaras y guasonas voluntarias, guardianas de la cueva que da acceso a la subida a las Torres, han colocado frente a ella para que los corredores, por un momento, dejemos a la imaginación subir otros montes y acariciar otras cimas, y pintar una sonrisa en nuestros ya cansados rostros. Pasamos la cueva, se inicia un subibaja por los riscos que acaba por llevarnos, por un paisaje de dolorosa hermosura, al techo de la carrera: Las Torres de La Pedriza (1990 m.) A partir de este momento, se inicia una larguísima bajada, atravesando roquedos, serpenteando por intrincados bosques, pero lejos de ser un descanso, el descenso es un castigo para nuestras machacadas piernas. Nos cruzamos con excursionistas que nos aplauden y animan, algunos con esa sonrisa que se dirige a los niños cuando les ves hacer travesuras. La fuerza de la gravedad hace que Jesús se vaya separando de nosotros, y pronto le perdemos de vista. Ya no volveré a verle hasta la meta. Aguanto el ritmo de Marina, su menudo cuerpo salta con agilidad entre las peñas, aguanto a duras penas con ella hasta Los Llanos (1.420 m.), último avituallamiento de la carrera, a 5 km. (¡todavía!) de la meta.



Jesús abre camino, Marina le escolta y Jorge (detrás del de verde) les sigue.

Vente conmigo. Con un gesto, Marina me indica que se va a poner en marcha y que me vaya con ella, pero le digo que no, tengo mucha sed y quiero beber un poco más, y reposar un par de minutos. Así que se marcha. Como un poco, bebo, y por fin arranco a correr a través del bosque. Sólo. Ni delante ni detrás veo corredores. Que sensación tan maravillosa, estar ahí, solo mis zapatillas entre el bosque y yo. Nada más. Sólo las marcas anudadas en las ramas de los árboles me indican el camino, que sigo sin dificultad. Llevo buen ritmo, el breve descanso y el agua me han sentado bien, y por fin alcanzo algunos corredores. Les sobrepaso, haciendo quizá un alarde de fuerzas excesivo, que pagaré más tarde, pero voy buscando acercarme a Marina y eso me hace forzar un poquito. Pero la bajada termina, y con la misma brusquedad que ha terminado, se inicia la subida al Collado Cabrón (nombre gráfico y descriptivo). A estas alturas, resulta una auténtica pared. A duras penas, sintiendo temblar mis piernas a cada paso, asciendo metro a metro el collado. Veo apenas cien metros delante de mí a Marina, pero podrían ser cien kilómetros. Me es imposible recortar la distancia, y por si fuera poco la sed empieza a atormentarme. Me concentro tan solo en dar el siguiente paso, y luego otro más. A pesar de todo adelanto a algún corredor, aún más maduro que yo. Y por fin, la cima del Cabrón, o la cabrona de la cima (1303 m.). El voluntario que está alli nos canta el kilómetro 18. Mentira piadosa y bienintencionada, pero que me hará calcular mal lo que falta, pienso que es poco más de kilómetro y medio cuando es casi el doble, lo que me llevará a agotar mis menguadísimas fuerzas en la bajada del Collado antes de tiempo, en pos de una meta que no parece llegar nunca. Las piernas apenas me sostienen, doy un par de tropezones que están a punto de dar con mis huesos en el suelo, la sed me enloquece, y no veo más que cintas de colores, una tras otra, en una senda sin fin a través del bosque. Estoy física y sicológicamente machacado. La más mínima subida me hace pararme y echar a andar, no soy capaz de seguir corriendo. A mi derecha, las aguas cantarinas del Manzanares me llaman, pienso hasta en bajar al río y beber, pero me obligo a seguir adelante, solo quiero terminar, terminar de una vez. Oigo tras de mí los pasos de un corredor, me vuelvo y veo que es una chica (dorsal 87, Eufemia Aparicio) que avanza a buen ritmo, cuando me adelanta le digo con lengua de trapo unas palabras de ánimo "vamos chica, que vas muy bien".

Eufemia calentando, mientras "otros" comían churros.

"Vente conmigo" me responde. Y me voy con ella, como un náufrago se agarraría a una tabla en mitad del mar. Me siento a punto de desplomarme, pero obligo a los doloridos pingajos que tengo por piernas a correr tras ella, a duras penas soportando su ritmo. Cruzamos el puente sobre el río, atravesamos el parking, ya estamos sobre la carretera, el arco de meta frente a nosotros, por fin, por fin, se acabó, 3:59, qué más da, ni paro el reloj, apenas alcanzo a estrechar la mano de Eufemia y farfullar un "gracias" que me sale de lo más hondo del corazón, en seguida veo a Jesús (que ha terminado en un estupendo 3:53:58), le saludo pero solo quiero beber, me indica dónde puedo recoger la bolsa, y por fin puedo llevarme agua a mis resecos labios. Gracias a Dios. Pronto veo a Marina (magnífica, 3:54:50), y a mi "profe" David, un tanto incrédulo al verme en la meta, pero orgulloso al mismo tiempo, me felicita sinceramente por lo que he conseguido. Yo no seré consciente de ello hasta un buen rato después, frente a unas bien ganadas cervezas compartidas con Jesús y Marina, y sobre todo cuando, a la hora de irme a casa, suba al coche y eche una última ojeada a esa fortaleza de granito que es La pedriza. Algo de mí se ha quedado entre esas rocas. Algo que tira de mí con fuerza inaudita, y que quizá haga que el año que viene te mire a los ojos, a tí que me lees, y te diga:


Vente conmigo.