- Abuelo, cuéntame lo del quinto getepé…
- ¿Otra vez? Pero si ya lo he contado muchas veces, Lara,
tus padres están aburridos de mis batallitas…
- Pero a mí me gusta, abu, cuéntamelo porfa porfa porfa…
- Bueeeeno.
El abuelo hace como que cede ante su nieta, haciéndole un
favor, pero en realidad se esponja de gusto de poder volver a recordar aquel
largo día de junio; se arrellana bien en el sillón, se ajusta sus anticuadas
gafas y empieza a contar, ante su embelesado y unipersonal auditorio: “Pues
verás, esto fue la Noche de San Juan del… del…
el diecisiete, creo. Era la noche más larga del año…” Mientras el abuelo
habla, su mente se hunde poco a poco en sus recuerdos, y vuelve a sentir el
sudor resbalando por su rostro, el viento en los oídos y las piedras bajo sus
pies…
El pelotón getepero trota hacia la fuente de la Campanilla,
serpiente de luces vivas de extraña belleza, y los ánimos están por las nubes.
La aventura apenas comienza, las fuerzas están intactas, y todos nos vemos
capaces de pelear con la Bestia y vencerla. Atrás quedan los meses de
entrenamientos (siempre más escasos de lo que nos gustaría), los dolores y
runrunes que amenazaron con echarlo todo a perder, y las risas y buenos ratos
compartidos con los Paquetes. Estamos, otra vez, corriendo el GTP. Es mi quinta
vez, quién me lo iba a decir, y para Zero es su sexta intentona. De nuevo en
pareja, como aquel año 2012 de agridulce recuerdo. Buscamos ¿un desquite? ¿un
empate? ¿un abrazo? Quién sabe, seguramente si pensáramos por qué lo hacemos,
no lo haríamos, así que es más fácil no pensar. Repostamos agua en la fuente, y
mientras bebo veo con el rabillo del ojo una camiseta verde que tira para
arriba, caray con Zero que prisas, así que me voy tras él. Pero ay, de noche
todos los gatos son pardos, pero no todas las camisetas verdes son Zero. Cuando
llego a la altura de la dichosa camiseta, veo que ésta no recubre las generosas
hechuras de mi compañero, sino que es un más bien escuálido ejemplar de trail runner.
Horror de horrores, he metido la pata, apenas 4 kilómetros y ya he perdido a mi
pareja. Doy un par de voces sin respuesta. Como no sé si va por delante o por
detrás, decido seguir, que arrieritos somos y en el camino nos encontraremos.
Llego a la Maliciosa y no hay rastro de él, y como sopla un airecito un poco
molesto tiro para abajo para no quedarme frío. Si va por detrás, en la bajada
me pilla seguro, me digo. Pero bajo (con mil cuidados, esta bajada en la
negrura de la noche tiene mucho peligro), cresteo la sierra de los Porrones, y
empiezo a bajar hacia la Pedriza, y sigo sin verle. Hasta que en una revuelta
del camino, oigo poco más atrás una voz inconfundible “¡Jorge!” “¡Aquí!” Por
fin reunidos de nuevo, llegamos a Canto Cochino, primer abrevadero, digo
avituallamiento, llevamos un tiempo excelente, paramos lo justo y nos ponemos
en marcha. El collado de la Pedriza, la bajada hacia la Hoya de San Blas (donde
me caigo por primera vez entre unos matojos llenos de espinas que me llenan las
manos de pinchazos venenosos), y el segundo avituallamiento en la Hoya, van
quedando atrás mientras las horas de oscuridad discurren lentamente, y la vista
se nubla en busca de un sueño que se le niega. No será hasta que nos veamos
subiendo la Morcuera, que el cielo empezará a clarear, teñido por la Aurora de
rosados dedos…
- Abuelo, esta parte es un rollo. Sáltatela.
- Pero Lara, ¿cómo que un rollo? Vale que la subida a La
Morcuera no es lo más animado del mundo, pero…
- Sal-ta-te-la.
- Bueno, bueno, caray niña, como se ve que sales a tu madre.
Ya es de día. El calendario dice que el solsticio de verano,
el 21 de junio, es el día más largo del año, pero nosotros sabemos que este día
24 sí que será el día más largo. Vamos a vivir sus veinticuatro horas con
intensidad, con pasión, con…
- Abueeloooooooo.
- Valeeeeeeee.
Acabamos de pasar el control de La Morcuera. 40 kilómetros ya. Uf, primera dificultad
superada, este corte horario es siempre muy exigente, y nos ha sobrado media
hora. Vamos de lujo, hemos vencido la noche, y ahora tenemos una pista, casi
una autopista, en cuesta abajo hasta Rascafría. Aprovechamos para trotar
suavecito, nos relajamos un poco tras las dificultades de la oscuridad,
respiramos el frescor de la mañana en este terreno tan fácil, tan amable, tan… ¡tantarantán! No aprendo. Siempre que relajo
la atención, es señal inequívoca de me voy a ir al suelo más pronto que tarde.
Y lo hago con espectacularidad. Tropiezo, trastabillo y me caigo. Ruedo sobre
mí mismo para minimizar los daños, pero no puedo evitar que el golpe abra una
de mis botellas, con lo que al trompazo añado una fría remojadura matutina que
acaba de espabilarme. Me pongo en pie maldiciendo entre dientes, mientras Zero
se interesa por mi estado. No veo daños visibles fuera de mi orgullo maltrecho
y alguna rozadura, así que seguimos trotando y... me duele algo, en la ingle.
He debido hacer un gesto brusco intentando evitar la caída, y algo ha quedado
tocado ahí dentro. Mecagontoloquesemenea. ¡Y quedan más de 70 kilómetros! Me
preocupa sobre todo que en cuanto el músculo se quede frío en la parada de
Rascafría, la molestia pase a dolor y tenga que dejarlo. Voy trotando suave,
atento al estado de mi ¿abductor? ¿adductor? Nunca he sabido distinguirlos,
duele por ahí, por los adentros del muslo, pero no va a más. Me pruebo, doy
algún saltito que provoca la sonrisa de Zero, bueno, no parece haber nada roto,
vamos a llegar a Rascafría y allí ya veremos. Queda un mundo, y no podemos (ni
debemos) pensar más allá de la siguiente parada.
A pocos kilómetros de Rascafría, vemos unas siluetas
familiares. Antes que verlas, las oímos. Esas voces, esas risas, esos insultos
y burlas que no engañan a nadie, no pueden ser otros que los Paquetes. Y
efectivamente, allí están David, Josito y Jose Luis PieRojo. Y con ellos Abel AFA, al que no
veíamos desde la salida. Si le hemos cogido, o estamos corriendo mucho, o él no
va fino. La primera opción tiene las mismas posibilidades de ser cierta que
acertar el gordo de los Euromillones tres veces seguidas, así que debe ser lo
segundo, cosa que el segoviano nos confirma, lleva molestias estomacales, lo
que tratándose de un paquete es un impacto en la línea de flotación. Abel
tocado, yo dolorido… y Zero, aunque sigue trotando sin desmayo, no parece
llevar la mejor cara. Bonito panorama. A pesar de ello, los ánimos paquetiles y
la cercanía de Rascafría me insuflan un chute energético que me hace olvidarme
(casi) del lo-que-sea-ductor ese. Josito trota a mi lado, y me transmite el
mensaje de Zero de que no le espere. Josito se ha permitido responderle en mi
nombre, con muy buen criterio, que haré lo que me salga de las pelotas.
Pachasco. Troto casi hasta el mismo avi, 54 kilómetros ya, me recibe Iván Cabesc con
un abrazote de los que cargan las pilas. Y aquí no tengo más que dejarme caer
en la hierba, y dejarme hacer. Porque los paquetillos se convierten en nuestros
asistentes personales, satisfaciendo todos nuestros deseos, al menos en lo que
al comer y beber se refiere. Nos han traído hasta café y rosquillas (el café
solo sabe mal) Me cambio de camiseta, de calcetines, restaño heridas, me como
la ensalada de pasta que metí en la bolsa de Rascafría, bebo… Pero veo que Zero
no prueba bocado. Me preocupa, porque si eres un corredor normal, y no comes,
en una carrera como esta estás muerto. Y si además eres un paquete, si no comes
estás muerto matao. Pero no le entra nada. Bueno, espero que sea algo pasajero.
Mientras tanto, me unto el muslo con un ungüento milagroso que ha traído el
Chanclas, y lo refuerzo con generosas rociadas de Reflex cortesía del servicio
médico de la organización…
- Abuelo, ¿cuándo llegamos a Peñalara?
- Ay mi niña, cuántas veces nos hicimos esa pregunta…
Subiendo el Reventón, nuestro ritmo se ralentiza. El calor,
el temido calor, nos está sacudiendo, y las nubecillas que velaban el Sol, y
que en Rascafría nos hacían prometérnoslas muy felices, se han esfumado. Muchos
corredores nos adelantan, casi todos son dorsales verdes del TP60, pero también
vemos muchos azules. Tanto nos da, hacer un puesto u otro no es nuestra guerra,
la nuestra es contra los cortes horarios, el calor, los desniveles, y la
distancia, la espantosa y horrible distancia que tenemos que recorrer. Y Zero
no va bien. A pesar de que el ritmo no parece exigente, tenemos que hacer un
par de paradas “fuera de programa” a la sombra de los árboles, a ver si se le
pasa el atufamiento. Intenta tomar un gel, comer algo, pero las arcadas no le
dejan. Nos adelantan las Trailmanchegas, han perdido a una compañera pero
siguen adelante con buen ánimo y mejor cara. Ani, la chica de Iván, va un poco
más tocada, pero también ella nos deja atrás. A Zero le preocupa que el ritmo
cansino que llevamos nos deje fuera. Echo cuentas, el corte es a las 19 horas
en La Granja, le digo que sí que llegamos, que no se preocupe. Y seguimos
subiendo. El dolor de mi ingle no ha ido a más, parece que el ungüento ha
funcionado, hay un sordo runrún pero poco más. En cuanto dejamos la protección
de los árboles y la pista empieza a trepar por la ladera descarnada bajo el sol
implacable, la subida se torna calvario. Veo a mi compañero sufrir lo
indecible, intento animarlo cantándole la altura que vamos ganando. “Mil
setecientos cincuenta”, “Mil ochocientos”… A veces le engaño una miajita,
cantando la altura antes de tiempo. Como siempre en una ultra, la meta está en
el siguiente avituallamiento, vamos a llegar al Reventón, y allí ya veremos.
- No me lo puedo creer, tu padre le está contando a la niña
otra vez lo del trial de Peñalara ese.
- Trail, se dice trail, Gran Trail de Peñalara. Déjale, no
le hace daño a nadie, y el disfruta recordando. Mírale los ojitos, como le
brillan.
- No te engañes, yo creo que eso son cataratas.
Avituallamos en el Reventón, es un decir, porque Zero sigue
sin poder comer nada. La cosa pinta fea, me viene malos recuerdos del 2012,
intento desecharlos porque sé cómo acabó aquello, y no quiero volver a llegar
solo a Navacerrada. Nos volvemos a poner en marcha, a ratos dejo que Zero vaya
por delante para que él marque un ritmo en el que se sienta cómodo, pero en su
estado la palabra cómodo pierde sentido. A pesar de todo, ganamos la cuerda.
Desde allí, la vista de La Señora en la distancia nos sobrecoge. Paso a paso,
metro a metro, vamos avanzando, sobrepasados continuamente por los corredores
del trail corto, muchos al ver nuestro dorsal nos animan, sois unos héroes,
dicen. No, solo somos un poco menos cuerdos o un poco más tontos que vosotros,
pienso. Tenemos que hacer alguna que otra parada, se me encoge el ánimo viendo
a Zero sufrir como nunca, pero pelear como siempre, indesmayable. Voy cantando
las distancias para animarle, pero ambos nos quedamos sin palabras cuando
llegamos a la Laguna de los Pájaros, que refleja los farallones de piedra de
los riscos por los que tendremos que subir a Peñalara. En la subida me voy unos
metros por delante, creo que es mejor que él suba a su ritmo y no intente
seguir el mío, a cada poco me paro y me vuelvo, esperando ver aparecer su
camiseta naranja trepando lenta pero incansablemente. Y aparece, siempre
aparece. Llego por fin a la cumbre, donde al poco llegan un par de
trailmanchegas, sonrientes y pizpiretas. Caray con el sexo débil. Van 71
kilómetros ya, me leen el chip y me acerco hasta el vértice geodésico, donde le
planto un beso a La Señora.
- Peñalara, es la Peña de Lara. Es mi montaña.
- Sí, mi señora.
- Que gracioso te pones cuando hablas así, abuelo.
Cuando llega Zero, le leen el chip y le dicen que tiene que
volver por donde ha venido. Zero es la viva imagen del agotamiento. Solo
alcanza a decir “dejadme vivir” y se desploma sobre las rocas de la cumbre. Le
dejo estar unos minutos, no puedo ni imaginar lo durísima que tiene que
habérsele hecho la subida con el estómago vacío desde Rascafría. Es increíble
que haya llegado hasta aquí. Le veo tan inmóvil que hasta me asusto, pero al
fin se incorpora. En cualquier momento espero oírle decir la frase fatídica “lo
dejo, no puedo más”, pero simplemente se pone en pie, resopla y empieza a poner
en movimiento esos pies tan descomunales como su voluntad. Desandar Claveles y
Pájaros vuelve a ser un calvario, pero al menos ahora la gravedad empieza a
jugar a nuestro favor. Nos preocupa no habernos cruzado con Abel en el ir y
venir por Claveles, desgraciadamente nuestros temores se demostrarán fundados.
Por fin llegamos al punto en que hay que girar hacia la Granja, y empezamos a
bajar por una senda pedregosa y pestosa, sacudidos por el Sol y el calor
inmisericorde. Nos adelanta trotando, para nuestra sorpresa, Ani. Cuando nos la
cruzamos hace un rato, escoltada por dos escobas y con el rostro demacrado por
el cansancio, no dábamos un duro por ella. Pero ha resucitado de entre los
muertos. Y en este día de locos, no será la única resurrección que verán mis
ojos.
- Ahora viene La granja.
- Te lo sabes mejor que yo, pilluela.
- Y tus amigos los paquetes, otra vez estaban allí.
- Los paquetes siempre están ahí.
Camino de la Granja, sabemos que casi vamos cerrando la
carrera. El responsable del avi del Raso del Pino nos dice que los escobas ya
bajan. El cansancio y el calor nos machacan, y en el caso de Zero es machacar
lo machacado. Está hecho pulpa. Y por fin me lo dice. “No voy a poder seguir”.
No lo puedo creer, no otra vez, no después de lo que ha peleado. “Vamos a
llegar a La Granja, que aún llegamos a tiempo, y ya veremos. Y si hay que
dejarlo, lo dejamos”, le digo. Casi creo que es lo mejor, que se ponga fin a
tanto sufrimiento, pero maldita la gracia que me hace. Zero me pregunta si yo voy
a seguir. No sé qué hacer. Me apunté a esta locura para que no se me durmiera
por esas peñas yendo solo, pero si él lo deja… Y por otro lado, me revienta
abandonar. Mierda, mierda, mierda de getepé.
- Has dicho mierda.
-¿Qué dices? Habrás oído mal.
- Abuelooooooo…
La granja, 81 kilómetros (oficiales, reales son muchos más),
llegamos con media hora escasa de margen. El recibimiento de Los Locos del
Cerro (que deben ser como Los paquetes, pero con chicas) y de Iván, PieRojo,
MiguelOn y su chica es espectacular. Nos jalean, nos vitorean, nos agasajan… y
los paquetes nos atienden como a niños pequeños, me emociona solo recordarlo.
Nos ayudan a cambiar de ropa, nos traen la comida, nos acompañan a una ducha
fresca que nos devuelve la vida… Sobre todo a Zero. Cuando me quiero dar
cuenta, está comiendo una ensalada de pasta. No doy crédito a mis ojos, es lo
primero que mete en la boca en horas. Quizá la razón de este milagro está en la
terciada botella de Mahou que hay bajo su silla, que cual poción mágica ha devuelto
las fuerzas a mi Obélix. Y lo que era una decisión firme de abandonar, se
transforma en un deseo inquebrantable de seguir. “¿Cuánto hay hasta el próximo
punto?” “Doce kilómetros hasta la casa de la pesca. ¿Vienes?” Le pregunto con
un hilo de voz. “Claro”. Mecagonlaputa, desde lo de Lázaro no se veía algo así,
que alegrón. Achuchados por los escobas, que quieren salir ya aunque aún no son
las siete, nos preparamos y nos ponemos en camino. Somos los últimos.
Acompañados por Iván, PieRojo, MiguelOn y su chica, recorremos las calles de La
Granja hasta salir del pueblo. Allí nos despedimos, y echamos a andar a buen
paso, pero al poco me vuelvo y veo a los escobas, apenas unos cientos de metros
tras de nosotros. Serán… Y de repente nos echamos a
correr. No puedo creerlo, hace un rato estábamos muertos y ahora
corremos para dejar atrás a los escobas…
-¿Los escobas llevan escoba como las brujas?
-¿Eh? Uh… no, pero como si la llevaran…
La Casa de la Pesca, 93 oficiales, 99 oficiosos si creemos a
las voluntarias del puesto. Vamos andando a buen ritmo, hemos recuperado media
docena de posiciones, Zero vuelve a tener cara de ser humano y piensa en
cervezas, el calor remite con la caída del Sol… Esto marcha, y las cosas solo
pueden ir a mejor. Por primera vez en todo el día, empiezo a creer que
llegaremos. Habrá que sufrir, porque mis pies ya empiezan a estar llagados por
las malditas ampollas, me duelen las rodillas, y estoy cansado como si hubiera
corrido cien kilómetros (je), pero es soportable. Y no vamos a rendirnos a estas
alturas, no después de lo que hemos pasado. Encaramos la última subida del día
con las postreras luces del ocaso…
-¡El infame!
Si mi niña, el infame, el nunca suficientemente vilipendiado
arrastradero. Mientras las sombras vuelven a engullirnos, sus empinadas rampas
desafían a nuestras menguadas fuerzas, pero ja, a estas alturas podríamos subir
al mismo infierno si hiciera falta; como diría un amigo mexicano, los subimos a
purititos huevos no más…
-¡Has dicho una palabrota!
- Calla, que te va a oír tu padre…
Puerto de Navacerrada, 105 kilómetros. El bueno del Chanclas
está allí esperándonos. Que crack. Y poco antes de llegar echamos mano (es una
forma de hablar) al trío de las Trailmanchegas. Sabemos que vamos a llegar, son
sólo 9 kilómetros, hacemos grupo con ellas y con dos o tres geteperos más que
siguen batiéndose con la Bestia. La cuesta de las Cabrillas, último desnivel
positivo de la carrera, el Emburriadero, la criminal bajada a la Barranca… Por
fin llegamos a la pista, se nos hace eterna, caminamos como fantasmas, la vista
se me nubla, apenas puedo fijarla en el círculo de piedras borrosas que ilumina
mi frontal. Me cuesta hasta caminar en línea recta, pero veo a Zero a mi lado
bastoneando decidido, y no puedo creer que lo vamos a conseguir. Lo vamos a
conseguir, mecagonlaputa.
- El abuelo está diciendo pa-la-bro-tas…
- Ssssssssh.
113 kilómetros de carrera. Son más de las dos de la mañana,
y las calles de Navacerrada están silenciosas y solitarias, salvo por el
clac-clac-clac del bastoneo que nos lleva acompañando casi veintisiete horas.
Veintisiete horas, Dios mío, veintisiete horas de alegrías, de tristezas, de
emociones, de dolor, de valor, de sufrimiento, de esfuerzo, de pura vida. Vemos
la alfombra azul. Y la meta. Un voluntario nos aplaude, y nos dice con una
sonrisa ¿no vais a entrar corriendo? Pachasco, claro que vamos a correr.
Nuestros pies flotan sobre la alfombra, porque nos sentimos ligeros, ya no nos
duele nada, y el mundo se para en ese instante de alivio, emoción e inmensa
alegría en que cruzamos bajo el arco…
El abuelo calla. Su nieta le mira con los ojos muy abiertos,
mientras ve resbalar una lágrima, una sola, por su arrugada mejilla.
- Mami, el abuelo llora.
- No pasa nada, hija, le dice mientras mira a su padre, los
labios apretados, curvados en una leve sonrisa, los ojos brillantes... Sabe que
está volviendo a cruzar con Zero la línea de meta, abrazándose con él, por fin,
finishers del GTP.
-¿Ves como no eran cataratas? Le espeta a su marido.
- Pffffff, resopla este, alzando las cejas.
- Papá, ¿quieres que marque el teléfono de…?
-¿Podrías? Dice el abuelo con un hilo de voz, ronca por la
emoción. Ya sabes que yo estos teléfonos modernos…
- Claro, papá. Su hija marca un número, y le tiende el
aparato a su padre. Este escucha atentamente la señal, hasta que al otro lado
escucha una voz inconfundible, que conserva intacta la misma ilusión y emoción
de hace tantos años… “¡Jorge!” “¡Jesús!”
Lara mira a su abuelo hablar con su amigo, reír, y secarse
disimuladamente alguna lagrimita, mientras mira por la ventana. Lara sigue la
mirada de su abuelo, y ve allá lejos las montañas. La Maliciosa, la Bola del
Mundo, la Cuerda larga… Sabe que su montaña, la Señora como la llama su abuelo,
no se ve desde aquí. “Pero siempre está ahí, Lara. Las montañas siempre están
ahí. Esperando a que las descubras”. Lara se acerca, y con su manita agarra la
de su abuelo, que le devuelve cariñosamente el apretón al tiempo que la mira. Muy
seria, su nieta clava sus pupilas ambarinas en los arrugados ojos de su abuelo, y le dice:
- Abuelo, llévame a la montaña…