Cómo contar, sin caer en mi acostumbrada prolijidad en los
detalles, algo tan descomunal como una carrera de 24 horas. Son tantas las
cosas que pude sentir y vivir en el que puedo calificar como el día más largo
de mi vida, que tendré que hacer un enorme esfuerzo de síntesis. Y yo soy de
enormes esfuerzos, pero no de síntesis, así que veremos que sale.
24 horas de Pinto. Ya el año pasado, en su primera edición,
pasaron zumbonas ante mis oídos, como un moscardón que se cuela a la hora de la
siesta dispuesto a no dejarte pegar ojo. Estaba yo empeñado en otras guerras, y
lo dejé pasar. Pero no lo olvidé. Y cuando se anunció este año la segunda
edición, el moscardón aleteó con fuerzas renovadas, en un rumor incesante que
iba minando las ya de por sí endebles defensas de mi cerebro. Tan endebles, que
un par de días antes del cierre del plazo, el martes 13 de marzo (posiblemente
después de pasar bajo una escalera y romper un espejo al tratar de esquivar un
gato negro que vino a lamer la sal que se me había caído), mi nombre aparece en
la lista de inscritos. Ya no hay vuelta atrás. Una vez más, me enfrento a un reto
que me sobrepasa. O eso cree él, porque yo ya empiezo a sentir ese cosquilleo
del baturro en la vía del tren: chifla, chifla, que si no te apartas tú, yo no
me aparto. Qué le vamos a hacer, hay quien en cuanto empieza a tronar se
guarece bajo techado, y quien al olor de la tierra mojada gusta de correr bajo
la tormenta. Ni que decir tiene que los primeros tendrán una vida más larga,
pero los segundos tendremos vida.
¿Y con qué objetivo – aparte de agotarme, sufrir como un
perro y destrozarme los pies – voy a ir a Pinto? Porque al ser mi primera
experiencia en una prueba de este tipo, podría ir simplemente a nadar y guardar
la ropa. Pero, ay, soy muy mal nadador, así que al zumbido del moscardón le
sucede otro murmullo no menos molesto y amenazador: las cien millas. ¿No
quieres caldo? Dos tazas. Pero echo cuentas, les pregunto a mis piernas,
desoigo sus gritos angustiosos y desesperados, y creo que puedo acercarme a tan
tremenda cifra. Al menos en teoría, porque nunca me he aproximado siquiera a tal
distancia. A partir de los 115-120 kilómetros, entraré en “territorio
comanche”, y no sé cómo responderá mi cuerpo. Pero el reto me atrae como la luz
a una polilla (va de insectos, esto)
Así que llega el día de autos. Frío. Lluvioso. Empezamos
bien. Además esta vez, ningún Paquete ha sido lo suficientemente descerebrado
como para venirse conmigo. Así que iré solo. Me voy a dar un atracón de la Soledad del corredor de fondo esa, pienso. Me equivocaré.
… Nada más salir del auditorio, giramos a la derecha y
encontramos una pendiente enlosada que pasa bajo un arco hinchable…
Ya estamos en carrera. La primera vuelta de muchas, no puede
ser más festiva. Todos corremos, bromeamos, reímos pisoteando charcos como
niños… el circuito es durillo, más de lo que yo pensaba, y la lluvia le da el
toque de picante que le podría faltar. Nos va a salir un buen guiso,
cocinados a fuego lento en nuestro propio jugo. Cuando empiezo la segunda
vuelta, una silueta espigada y sonriente sale a mi encuentro. Es Uros, que aún
renqueando de su bronquitis, se ha venido a compartir conmigo unas vueltas. Qué alegría, la primera del día. Con tan buena compañía, las primeras cinco vueltas
pasan solas. Sin sentir. Ya ha pasado la primera hora, solo quedan… veintitrés.
Puf. Uros se despide hasta mañana (qué lejos está ese mañana), y como si fuera
una señal, se abren las compuertas del cielo y empieza a llover otra vez. Pero llover,
llover. Caray, hasta hace un mes a vueltas con la pertinaz sequía, y ahora… o
calvo o dos pelucas. Pronto estamos empapados, y en algunos lugares del
circuito es imposible no resbalar en el fango. Si esto no para nos vamos a
divertir. En uno de los resbalones, noto un dolorcillo en el empeine del pie
izquierdo. No será nada. Je.
… giramos a la izquierda y pisamos tierra. Aún pica hacia
arriba hasta llegar a un árbol, aún desnudo de hojas, y rozando sus ramas
torcemos a la derecha…
Cuatro horas, 36 kilómetros. Casi ha dejado de llover, solo
llovizna ya, pero el circuito está anegado, espero que el cielo se retenga y la
tierra vaya drenando el agua. Voy muy constante, he ido casi todo el tiempo
corriendo, y tengo la sensación de que me estoy pasando de ritmo; queda un
mundo aún, pero ya vendrán las rebajas. El empeine molesta. Paro a desatar y
volver a atar la zapatilla, pero no mejora. Espero que se pase, mientras sigo
con mi rutina. He decidido que cada hora pararé cinco minutos, para beber,
comer, recuperar resuello y hacer otras cosas que nadie puede hacer por mí, y
cada seis horas “entraré en boxes” para cambiarme ropa húmeda, calcetines,
estirar un poco… Sesos tengo pocos, pero muy organizados, eso sí. Paso la
primera maratón en 4:40, mucho más rápido de lo que tenía previsto, me angustia
un poco estar pasándome de ritmo y pagarlo luego. Pero sigo trotando para no
quedarme helado, porque el viento frío que ha llegado tras la lluvia congela mi
cuerpo empapado, que humea como una vieja locomotora.
… encaramos una fuerte y corta pendiente descendente,
pedregosa y con las heridas producidas por el agua de lluvia, que termina con
un escalón en un giro brusco a izquierdas…
Primera parada en boxes, 6 horas, 52k. Definitivamente voy
muy rápido, aunque me obligo a caminar algo en las cuestas arriba, sigo
corriendo casi todo el tiempo. Y caminando, aunque está feo que yo lo diga, no
hay quien me gane. Claro que con estas patas que Dios me dio, mi zancada es el
doble de larga que las de muchos competidores, cada paso mío vale por dos
suyos. Así que el ritmo no decae aunque camine. En la carpa de boxes me quito el chubasquero, me doy
vaselina, me cambio de calcetines y de ropa. Que
gusto volver a estar seco. El empeine me duele al trotar, no sé lo que será
pero es molesto, sobre todo con las largas horas que tengo por delante. Bajo de
nuevo al circuito, y emprendo mi acostumbrado ritual de ingesta. Un poco de
jamón con pan, frutos secos, galletitas saladas y de limón, alguna barrita, a veces caldo
caliente… agua las horas pares, e isotónico las impares. Y a correr. O lo que
sea que yo hago, porque cuando me pasan los de los relevos me parece ir parado.
Van como aviones.
… vamos rodeando el lago del centro del Parque, el terreno
es completamente llano pero está convertido en un lodazal resbaladizo…
Ocho horas, 68k. Sigo a buen ritmo. ¡Hasta ha salido el sol!
Estaría disfrutando (sí, los corredores somos así de raritos) si no fuera por
el pie, que sigue molestando, no sé qué hacer, me desespera un poco. Y a ello
se añade un runrún, una molestia, en la rodilla derecha. Me recuerda al dolor
que me dio en los 101 de Ronda, que casi me llevó al abandono. Estamos frescos,
menos mal que me quedan… ¡¡¿16 horas?!! Y casi cien kilómetros hasta las
deseadas cien millas. Cuando pienso en la enormidad que tengo por delante,
tengo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para no salir corriendo, pero
hacia mi casa. Tengo que pensar sólo en la siguiente meta, la siguiente parada
para comer y beber. Leo en el móvil los mensajes de ánimo de Los Paquetes, que
me suben la moral. Y hablo con Belén, ella sí que me la sube (la moral), aunque
la noto preocupada. Venga, en un rato te llamo otra vez. Besos, besos.
… en una fuente giramos a izquierdas, para hacer otro
descenso corto y acusado, esta vez por terreno enlosado, que termina en otro
giro a izquierdas…
Diez horas, 80k. La noche ya ha caído sobre nosotros, como
una manta. Hace frío, he vuelto a ponerme el chubasquero como segunda capa, aunque no llueve, y las estrellas adornan la noche como guirnaldas de Navidad. Me
he puesto un ritmo regular, siempre camino en las mismas zonas (cuando pica
hacia arriba) y troto en el resto. El dolor en la rodilla no mengua, más bien
al contrario, pero parece que así lo mantengo a raya. El pie, bueno, lo he
dejado por imposible. Además ya se sabe, que lo mejor para olvidarte de un
dolor es que te duela otra cosa, y la rodilla cumple con este cometido a las
mil maravillas. Los fisios me han dado un pequeño masaje con crema de calor,
pero no parece haber mejorado gran cosa. En estas estoy, cuando bajando al
trote hacia el auditorio veo de reojo una pareja de espectadores, no les presto
atención hasta que oigo que me llaman “¡Pardi!” Es Paloma y su marido, madre
mía que alegría más grande. Coincide su visita con “la hora de la cena”, me
siento a comer un plato de pasta con carne y un trozo de pizza que me saben a
gloria mientras charlo con ellos. Cuando he terminado, empiezo otra vuelta,
camino ya de la segunda maratón. Me da una tiritona del dos, me he debido
quedar frío cenando y ahora mi cuerpo tiembla como un trapo al viento. Trota,
Jorge, trota, tienes que entrar en calor. Flato. Mecagontodoloquesemenea. Voy
sorteando como puedo este rosario de dolores, frío, adversidades y putaditas
varias (con perdón), mientras miro con envidia a mis compañeros de las doce
horas. Están acabando. Lo que daría yo, por acabar, en lugar de estar todo el
tiempo echando cuentas para las cien, cuántos kilómetros me faltan, cuántos
tengo que hacer por hora, cuánto y cuándo puedo parar…
… hacemos una larga recta junto a los campos de fútbol, casi
llana pero ligerísimamente picando hacia arriba, por asfalto, duro pero firme
bajo nuestros pies…
Camino de las doce horas, va el contador ya para los 92k. Ha
llegado el huracán Pakito. ¡Venga coño, corre! me dice al verme caminar. Aunque
estoy pasando un rato regular desde hace un par de horas, me hace reír, que no
es fácil a estas alturas. Pero es que además, Pako nunca viene solo. Trae un
termo de chocolate (petición del escribiente), uno de caldo, frutos secos,
bollos, crema, una manta… todo lo que se me pueda ocurrir. Y lo que no, va a
por ello. Porque le pido un analgésico, a ver si el dolor del pie y de la
rodilla mengua, y no duda un segundo en irse a buscar una farmacia abierta. Que
tío más grande. Y cuando le digo que se me puede acompañar, le falta tiempo
para quedarse en camiseta, con el puñetero frío que hace, y ponerse a trotar
conmigo un par de vueltas. No es más grande porque no fabrican moldes de su
talla. Doce horas ya, me toca ir a boxes. Según mis cuentas de gran capitán
llevo margen (creo) para mis malditas cien millas, así que le digo que me voy a
echar un rato. Me tumbo en la colchoneta y Pako me descalza, me estira con mimo
las piernas, me arropa con una manta preciosa… No lloro porque debo estar medio
deshidratado. Solo le falta darme un beso en la frente y cantarme una nana. Son
las doce y veinte, le digo que me avise a la una y cuarto por si me duermo,
pero naranjas de la china, a la una menos cuarto estoy que me subo por las
paredes, no puedo más, me levanto, me calzo las zapatillas y le aviso. Pako,
voy a salir ya. Me siento recuperado, los estiramientos, el ratito tumbado, los
mimos, me han caído genial. He vuelto a la vida. Los dolores, bueno, ahí están,
pero algo mitigados, y ya hemos pasado el ecuador. Pako aún se queda un rato,
hasta que no me ve hacer un par de vueltas con buena cara, no se va a su casa,
que tiene que madrugar. ¿Os he dicho ya que es muy grande?
… y al final giramos a la izquierda, hay un pequeño escalón,
volvemos a pisar tierra y barro y empezamos una subida larga muy tendida,
dejando la carretera a nuestra derecha…
Noche, noche oscura, noche fría, noche eterna. El tiempo
parece detenido, las horas se deslizan lentas, perezosas, interminables, camino
de un amanecer que parece que no llegará nunca. Y yo sigo dando vueltas y vueltas,
echando humo al respirar el aire helado de esta negra noche en blanco. Sigo con
mis rutinas, ahora como, ahora bebo, aquí corro, aquí ando. Se va recortando
poco a poco el terreno de correr, mientras crece el de andar, es la única
manera de que la rodilla aguante, al menos aún puedo caminar a buen ritmo. Leo
los últimos mensajes de Los Paquetes, los que me ha mandado mi fiel escudero
Zero, pienso en la última conversación con Belén antes de ir a acostarse… todo
esto cala en mi alma como el frío en mis huesos, pero el calor de los ánimos es
más fuerte. Caminando por este parque en medio de la noche, con muchos más de
cien kilómetros sobre mi osamenta, no me siento solo. A ratos hasta intercambio
alguna palabra, alguna broma, un gesto de ánimo, con mis compañeros, vamos que
antes de que nos demos cuenta será de día, mira allí entre las nubes, parece
que el cielo clarea… pero no, aún no. A las seis visito los boxes por última
vez. Me doy vaselina, me recompongo, me abrigo, la madrugada es muy fría, cómo
deseo que amanezca, madre mía.
… por fin cambia la pendiente, ahora va picando hacia abajo
entre los pinos, giramos a la izquierda, cruzamos una zona pavimentada, cuidado
con los bordillos, y ya vemos el auditorio…
Y amanece, por fin. Se acabó la oscuridad, son las siete y
media, y llevo ya la barbaridad de 136 kilómetros encima. Y al pasar por la
meta, veo una figura conocida. Es Nibble, “tenía un rato y me he pasado a
verte”. Que alegrón. Le estoy abrazando como un náufrago a un salvavidas,
cuando uno de los organizadores me dice “tienes al tercero ahí mismo, vais en
la misma vuelta”. Se ve que el agotamiento, además de visiones, me hace oír
cosas raras. ¿Tercero? Sí, sí, tercero. Me desprendo del abrazo de Nibble y le
digo “ahora vuelvo” y me pongo a correr. Se me olvidan mis rutinas, mi aquí
corro, aquí ando, solo quiero hacer la vuelta rápido, rápido. Pero los dolores
me ponen en mi sitio, tengo que echar el freno, aunque en esta vuelta corro más
que en todas las precedentes de esta madrugada eterna. Y al pasar por meta,
miro la pantalla. Dorsal 26, vuelta 70, 140k, posición: 3.
Lalechelalechelaleche. No entraba ni en mis mejores sueños esto, mis cuentas
pasaban por hacer estas últimas vueltas lo más tranquilo posible para llegar a
las cien millas. Pero ahora veo que tengo una pelea que no esperaba, y que no
puedo rechazar. El bueno de Nibble trota conmigo una vuelta y me insufla una
nueva ración de ánimos, antes de marcharse, gracias Javi. Y yo sigo dando
vueltas, mirando cada vez ese “3” en la pantalla, inamovible. Que largas se me
van a hacer las últimas horas.
… rodeamos la circunferencia del auditorio por una
pronunciada pendiente de tierra, llena de regatos, surcos y hendiduras
producidas por el agua que hay que esquivar…
Con la euforia del tercer puesto, apreté el ritmo. Y mi
rodilla se ha resentido. Duele, duele. Tengo que andar casi todo el tiempo,
aunque me obligo a trotar en la bajada hacia el auditorio y el paso por meta.
Luego camino, siempre hacia adelante, un pie delante del otro, maldita rodilla,
vamos Jorge vamos, y cuando estoy en el punto más alejado del circuito, dos
siluetas familiares y queridas salen a mi encuentro. Canillas y Zero, que
grandes, que alegría. Les sonrío, levanto los brazos, corro hacia ellos (es un
decir) y nos fundimos en un abrazo que me llena de fuerza. Lo voy a conseguir.
Lo vamos a conseguir. Les incorporo a mi rutina agónica de muchiandar y
poquitrotar, y las vueltas van pasando, desesperantemente lentas, pero un
puntito más fáciles de llevar en buena compañía. Uros vuelve a aparecer, y su
sonrisa traviesa se une a las de mis dos acompañantes, entre los tres me
pinchan, me animan, me empujan, me alegran la vida. Pero en mitad de una vuelta
(no sé cuál, una de tantas…) es mi vida, la que sale a mi encuentro. Desde lo
alto de la cuesta pedregosa que hay antes del lago, veo a Belén. Me voy hacia
ella como el condenado a muerte al que le traen el indulto, y la abrazo como si
me fuera la vida en ello, la emoción me recorre de pies a cabeza, hasta que se
asoma, derretida, a mis ojos cansados. Pero hay que seguir, esto aún no ha
terminado, y empiezo a caminar otra vez, arrastrando conmigo, feliz, una
escolta cada vez más larga. Ya solo ando, cuando intento trotar el dolor en la
rodilla me disuade, da igual, solo tengo que seguir y dejar pasar el tiempo.
Ese tiempo que va tan lento, que hasta tenemos hueco para la guasa, cuando les
digo que ya estoy haciendo la última vuelta, porque la terminaré a las 12 menos
diez y no voy a empezar otra. ¿Pero vas a abandonar? Eres un flojo. O sea que
al final no vas a hacer 24 horas… y cosas de este jaez. Pero sí, es mi última
vuelta, y apenas puedo creerlo.
… giramos a la izquierda y volvemos a pisar las losas del
auditorio, ya estamos bajo el arco de salida y de meta, principio y fin.
Acaricio suavemente, casi con dulzura, la corteza del árbol
que me ha visto pasar ochenta y dos veces. Bajo la cuesta, la puñetera cuesta,
nunca más. Miro el lago como si fuera la primera vez, reflejando la luz de esta
mañana que creí que no llegaría nunca. Paso la fuente, bajo la cuesta hacia los
campos de fútbol, y miro por última vez a los jugadores del enésimo partido,
debo haber visto una liga entera. Subo por el camino entre los pinos, el sol
juguetea con sus agujas que brillan renovadas en este día en el que todo lo que
hay lo han puesto para mí. El último giro, el auditorio a la vista, hace casi
un día que salí de allí. Bajo la empinada pendiente de tierra, me duele todo
pero no puedo quitarme la sonrisa de la cara. Piso el auditorio. 100 metros.
Los últimos 100 metros de un camino de más de 100 millas. Troto, quiero entrar
trotando, aunque duela. Levanto los brazos, sonrío, casi lloro, miro al cielo.
Y ya está. Ya está. 23 horas, 49 minutos, 52 segundos y 164 kilómetros después,
soy el hombre más cansado y más feliz de la Tierra, mientras abrazo, uno a uno,
a los organizadores, a mis amigos, gracias gracias gracias, y al final me fundo
y me confundo en un último abrazo con Belén, mi paciente chica, que largo ha
sido el camino hasta acabar en sus brazos. La pantalla dice que soy tercero…
Pero mi premio, mi verdadero premio, son todos los abrazos y
sonrisas que he recogido en estas 24 horas. Muchos más de los que podría
contar; muchos más de los que podría soñar. Un sueño de 24 horas.
Gracias.