miércoles, 16 de septiembre de 2009

Decíamos ayer...


Bueno, mentira podrida, de ayer nada, que ya ha llovido (aunque poco) desde la última vez que deje resbalar entre los dedos unas cuantas palabras en este rincón. El polvo y las telarañas se han enseñoreado de las andanzas del corredor de la fruta, sin que hayan encontrado acomodo eventos tan señalados como la Travesía de las Cumbres Escurialenses, que bien habría merecido una narración si las circunstancias lo hubieran permitido. Pero como me dijeron una vez: “Si tiene remedio, quejarse no sirve de nada. Y si no tiene remedio, quejarse sigue sin servir de nada”. Pues eso, menos quejidos y pongamos remedio al triste abandono del blog, y qué mejor modo que, después de haber quitado un poco el polvo, colgando el primer ladrillo de la temporada: mi participación en la Senda de los Frailes, en Sebúlcor (Segovia).

Sebúlcor. Nombre de resonancias poderosas, organizador de una curiosa carrera por las hoces del Duratón, de la que no hubiera tenido noticia de no ser por uno de los últimos fichajes de la paquetería, Malaika, que nos anunció en el foro la existencia de esta prueba. Desde ese día la tuve en mente, pero por unas cosas y otras fui posponiendo la inscripción, y cuando quise apuntarme ya no quedaban dorsales. Chasco. Pero la chica que me atendió al teléfono me dijo que podía intentar pasarme por la salida, a ver si en el último momento quedaba algún dorsal libre. Así que después de no pocas dudas, finalmente me decido a hacer esto. Preparo los arreos, me despido de la familia (a la que no conseguí engañar para que me acompañara), y me pongo en camino hacia Sebúlcor, esperando que el destino me depare un dorsal de última hora. Ciento cuarenta kilómetros después, aparco a las afueras del pueblo, unos minutos antes de las seis de la tarde. Ya se ve algún que otro romano paseando por el pueblo, bolsa de corredor al brazo. Y no se si es un presagio de buen o kun agüero, pero en cuanto pongo los pies fuera del coche, empiezan a caer gotas de lluvia. Como es poca cosa, paseo tranquilamente bajo la lluvia en dirección a la Plaza Mayor, donde se entregan los dorsales. Pero a mitad de camino, la “poca cosa” se ha transformado en un aguacero de respetables dimensiones, que me obliga a buscar refugio bajo un toldo, donde entablo conversación con una lugareña, muy contenta de ver llover. “Esto es bueno para la carrera”, me dice. Pero yo me veo atrapado bajo el toldo, sin poder ir a negociar/suplicar/pedir por caridad mi anhelado dorsal, so pena de empaparme de pies a cabeza, y maldiciendo mi mala estampa. Así que en cuanto parece que las nubes toman un poco de aliento, me voy corriendo hacia la plaza. Curiosa estampa la que ofrece la plaza vacía, pero con todos los soportales, balcones y toldos llenos de tipos en pantalón corto y camisetas de tirantes, apretujados los unos con los otros para evitar la remojadura. Afortunadamente, la entrega de dorsales es bajo techado, así que pongo mi mejor carita de pena y pregunto si queda algún dorsal. “Alguno quedará al final” me responde el amable voluntario, “¿Estás apuntado en la lista de espera?” ¿Lista de espera? Joer, ni que esto fuera la Seguridad Social. Pues no, claro que no, yo cuando hago las cosas mal no dejo cabos sueltos, así que el voluntario me apunta con el número 11 en la lista de suplicantes, que tendremos que rezar y hacer penitencia (no en vano ésta es la senda de los frailes) hasta 10 minutos antes de la salida para que queden suficientes dorsales sin recoger para nosotros.

Salgo de nuevo a la plaza, ya ha escampado y ahora sí que hay ambientillo de carreras. Los corredores han salido de sus cubiles, guaridas y madrigueras, y sus alegres corrillos, sus animadas charlas y sus nerviosos trotes de calentamiento se adueñan de la plaza. Miro con mal disimulada envidia sus dorsales prendidos en el pecho, mientras espero que pasen los minutos lentamente, sin perder de vista el menguante montón de dorsales que aún esperan ser recogidos por sus dueños. Finalmente, a las seis y veinte, empieza el reparto de las sobras. Y me toca, dorsal 1.182. Pago mis diez euritos, y me dan la bolsa del corredor (camiseta, un jabón de sosa y folletos de propaganda) ¡Pero si quedan 5 minutos para la salida, y tengo el coche a tomar por…! Pues hala, calentamiento “de calidad”. Voy enciscao hasta el coche, dejo la bolsa, me envaselino las tetillas, y vuelta a todo correr hasta la Plaza. Vaya calentón, es la última vez que me apunto a una carrera a última hora. Mientras lo pienso, un prohombre de la localidad, megáfono en mano, nos da la salida a toque de campana. ¡A correr! Salgo en las últimas posiciones, y me tomo con toda la calma del mundo los primeros metros. Aún así, me trastabillo con el pie de otro corredor (al que acompaña una guapa morena) y casi doy con mis dientes sobre el pavimento de Sebúlcor. Me pongo un ritmo tranquilo, después del verano mi forma es así como fondoncilla, y como aunque he visto el perfil de la carrera, desconozco si las previstas cuestas me harán mucho daño, prefiero ir reservando. Además, no hace ni tres hora que me estaba comiendo en casa un cocido madrileño como mandan los cánones, de tres vuelcos (dieta de atleta, ya sabéis), y me noto francamente pesado.

Pronto salimos del pueblo, por un camino de tierra con bastante piedra suelta, incómodo para correr, pero el ir rodeado de pinos y de corredores, luciendo el deseado dorsal en el pecho, es más de lo que podría desear. A un ritmo de 5’15”-5’20” van cayendo los primeros kilómetros, perfectamente marcados con grandes carteles. Sobre el 3, primer avituallamiento acuático. Hace algo de calorcillo, porque la breve tormenta que descargó sobre el pueblo apenas ha refrescado el ambiente, y los últimos coletazos del Sol de Septiembre se dejan caer sobre los atletas (y sobre mí también), así que el agua es bien recibida. Me sobrepasa la chica morena que acompañaba a mi tropiezo de la salida, al que ya ha dejado atrás; hace unos cuantos años me habría fijado en ella por otros motivos, pero ahora observo y aprecio su elegante zancada. Quién me ha visto y quién me ve. Pronto el camino se convierte en un estrecho y pedregoso sendero (agradezco haberme traído las Trabucco) donde ya solo se puede correr en fila india entre los pinos, envueltos en aromas de tomillo y romero. Vamos, igualito que correr la Melonera (u otras). No hay pérdida, el trazado está perfectamente señalizado, y muchos voluntarios (algunos de ellos ataviados con un pintoresco hábito marrón) nos guían y animan. Da gusto. Adelanto a la guapa morena de la zancada elegante y a un par de corredores, bajo una pequeña cuesta, y casi por sorpresa la hoz del Duratón se abre ante mí. Es grandiosa. Hay que correr por un senderillo que sigue el borde de la hoz, y es difícil concentrarse en no tropezar con las piedras, la vista se va irremediablemente a la roca horadada por el agua con paciencia de siglos. Me dan ganas de pararme y disfrutar el paisaje, pero eso quedará para otra ocasión. Pronto, mientras la mirada se regocija en la contemplación del Convento de la Hoz, allá abajo junto al río, llego al kilómetro seis, el ecuador de la prueba, en unos 31 minutos. Voy tranquilito, y salvo por un insistente dolorcillo en el glúteo que me mortifica últimamente, y la pesadez intestinal motivada por los garbanzos, las sensaciones no son malas. Toca girar y subir una cuesta corta pero empinadísima, dando la espalda definitivamente a la Hoz.


Fray Pardi subiendo la cuesta. Amén.

Aunque el terreno a ratos pica para arriba, poco a poco voy subiendo el ritmo, no gran cosa porque no está el horno para bollería fina, pero lo suficiente para ir cobrando piezas (algunas de caza mayor). Pero también yo estoy en algún punto de mira. Oigo detrás de mi una respiración rítmica y jadeante, y unos pasos breves pero seguros que van acortando centímetro a centímetro la distancia conmigo. Por fin me adelanta: es ella de nuevo, su zancada, además de elegante, es efectiva, porque poco a poco pone metros entre su negra coleta y yo. Intento mantener la distancia, y lo consigo, pero eso me lleva a subir el ritmo otro poquito. Diez metros tras ella, a su estela, vamos adelantando algunos corredores, y los kilómetros van cayendo. Ocho, nueve... Delante de nosotros aparece otra chica, y la corredora morena va claramente a cazarla, cosa que consigue sobre el 10. Pero aquí me da una pequeña crisis, quizá he forzado demasiado, quizá no debería haber repetido garbanzos... el caso es que no tengo ganas de sufrir y aflojo un poquito, lo suficiente para no sobrepasar a la segunda chica y ver como la morena guapa (a la que le cantan que es la novena chica) se me va cada vez más lejos. Ya sabía yo que lo nuestro era imposible, una chica elegante y un paquete garbancero no casan bien. Llego al kilómetro 11, solo queda uno, parece que me he recuperado y el olorcillo a meta ya se va notando, y poco a poco voy acelerando, y cuando calculo que quedan menos de 500 metros me digo "venga, a darlo todo". Paso a un par de corredores, paso a la otra chica, y veo como voy acortando la distancia con la elegante, aunque sin posibilidad de cogerla (no en el sentido mejicano del termino). Último recodo, media docena de chiquillos apostados allí extienden sus manos alegremente para chocarlas con los corredores, no les decepciono a costa de ceder algo de ritmo, pero francamente me alimenta más este jugueteo con los críos que un segundo de más o de menos. Los últimos metros son sobre la blanda hierba del campo de fútbol, donde un nutrido público nos aplaude y anima. Entro en meta finalmente en 1:00:07 (esto lo veré después en la clasificación, pues haciendo gala de paquetismo no paré el reloj en meta). Me tomo una raja de sandia y un aquarius feliz y contento, estiro, y consigo localizar y saludar a Malaika, compartiendo con él una breve y agradable charla antes de salir disparado para Rivas, que tenemos que llevar a las niñas a las Fiestas.


En resumen, una muy recomendable carrera, que no hace sino reafirmar mi cada vez mayor gusto por esas pequeñas grandes carreras que salpican los pueblos de nuestra geografía, que demuestran que cuando los medios son escasos, el empeño y el cariño al hacer las cosas son el mejor remedio para vencer cualquier obstáculo. Y en lo personal, ya estoy de vuelta (como atleta y como ladrillero) Temblad... ;-)