martes, 27 de julio de 2010

Veintiocho horas

Las manecillas del reloj caminan lentas hacia las seis, las seis en sombra de la madrugada. Agotado, sentado en el borde de una senda en medio de la oscuridad, envuelto por la imponente negrura del bosque de Valsaín, apoyo mi cabeza en las rodillas, y los ojos se me caen. Los entreabro, y a mi lado en la oscuridad veo a Jesús y a Juan, en idéntica situación. Rotos de sueño, destrozados por casi noventa kilómetros de montaña, pero no derrotados. Un poco más atrás, Fran también descansa, al límite de sus fuerzas. Vuelvo a cerrar los ojos, y mi cabeza vuela hacia atrás, al momento en que empezó todo esto, hace apenas unas horas. Horas intensas, felices, agónicas. Horas de esfuerzo, y de dolor. Horas de amistad y camaradería. Horas duras y hermosas como cristal de roca. Horas de disfrute absoluto y de sufrimiento extremo. Horas que no olvidaremos jamás.


Por fin llegó el día. Estamos aquí, en el polideportivo de Navacerrada, pasando el control de material. En unos minutos se pondrá en marcha esta insensata aventura en la que, con más corazón que cabeza, como acostumbramos, nos hemos embarcado unos cuantos paquetes: Luis CyT, Iván Cabesc, Angel Malaika, Guille, Andrés Bandoneón, Sergio Mayayo, Fran Yoku, Javi Locomotoro, Juan Aspen, Carlos Darth, Jesús Zero, Nacho Silvestre... cuanta buena gente, cuanta ilusión. Risas nerviosas, fotos, charlas... estamos deseando que esto empiece de una vez. Sobre las montañas que nos aguardan, la oscura amenaza de las nubes nos hace esperar una jornada pasada por agua. Tanto temer el calor, y ahora… La montaña, una vez más, es imprevisible.


Grandes Tipos, los Paquetes (foto cortesía de Mayayo)


¡La salida! Con una sonrisa en la boca (insensatos) nos ponemos en marcha. Una muchedumbre de atletas, pertrechados de mochilas, bastones, y toda clase de artilugios, nos hacen parecer, como decía el Loco, más buhoneros que corredores. Pero allá vamos. Recorremos las calles de Navacerrada, donde tenemos la alegría de ver (con cara de sueño) a Txamo, que ha ¿madrugado o trasnochado? para vernos y tirarnos alguna foto. Todo son sonrisas, bromas, ilusión a flor de piel. Pronto dejamos el pueblo y encaramos el camino de la Barranca. El grupo empieza a estirarse. Sergio, Luis, Angel e Iván se han ido para adelante y ya no les veremos más; su ritmo es otro, y no tenemos dudas de que lo conseguirán. El resto (el grueso de la paquetería, como le gusta decir a Darth) permanecemos más o menos agrupados, marchando a buen paso; el Loco y Silvestre parecen descolgarse poco a poco, pero se mantienen a la vista. Pasada la Fuente de la Campanilla, el camino va ganando altura y haciéndose cada vez más abrupto. La primera gran subida del día, la montaña Maliciosa, empieza a cobrar su tributo en forma de esfuerzo y sudor. Pero las fuerzas aún están intactas, y subimos con decisión y fe. Miro hacia atrás, y aún creo distinguir a Locomotoro, pero ya no veo a Silvestre; la hilera de corredores se pierde entre las nubes que nos rodean. El día está frío, neblinoso, parecería una mañana de otoño, pero estamos a 3 de julio. Pronto las nubes van cerrando sobre nosotros, y una fina lluvia comienza a caer. Empezamos bien. Me paro a ponerme el chubasquero, y veo como mis compañeros siguen y se pierden en la niebla delante de mí. Arranco a andar de nuevo bajo la lluvia, atisbando entre la neblina y la lluvia a los corredores que me preceden a ver si veo a alguno de mis amigos. Por fin veo a Darth. Trato de acelerar para ponerme a su altura, pero joder con el abogado, está fuerte el tío. Me cuesta Dios y ayuda llegar hasta él, poco antes de llegar al primer control del día. La Maliciosa, 2 horas y cuatro minutos de carrera.

Hay que bajar, y lo hacemos con cuidado. La lluvia ha empapado las rocas, y el descenso ya de por si complicado puede tornarse peligroso. Estoy pensando que es una lástima que no se vea nada del paisaje que nos rodea, cuando como respondiendo a mi apenas formulado deseo las nubes se abren delante de mí, dejándome ver el collado que nos espera abajo y la ladera de enfrente, por la que serpentean multicolores los corredores. La imagen es bellísima, la lluvia parece haber cesado, y me siento feliz y afortunado por estar aquí. Alcanzo a distinguir a Fran delante de mí, y poco a poco nos vamos acercando a él. Carlos se queda un poco rezagado, su puñetero gemelo empieza a darle guerra. Pero yo me uno a Fran, y juntos cresteamos la sierra de los Porrones y nos adentramos en el húmedo y empapado bosque de camino a Canto Cochino. La senda es muy corrible, y aprovechamos para ir trotando y ganar algo de tiempo, “calderilla” como dice CyT. Es uno de los mejores momentos del día. La temperatura es fresca, el bosque regado por la reciente lluvia exhala sus mejores aromas, nuestras fuerzas están intactas, y corremos bajo los pinos envueltos por la belleza infinita y grandiosa de la montaña. Fran me dice que se siente feliz, y no puedo estar más de acuerdo con él. Llegamos por fin a Canto Cochino en un tiempo excelente, 3 horas y 32 minutos de carrera, con casi tres cuartos de hora de adelanto sobre el cierre.


Foto de familia en Canto Cochino. Nos falta el Loco, ay, el loco...


Aquí nos avituallamos física y moralmente, porque al agua y alimentos sólidos hay que añadir que han venido a vernos y animarnos otro puñado de buenas gentes, desafiando a la lluvia y a las amenazas de tormenta: las Wind sisters Marina y Paloma, Canillas, Luis Ibki, Txamo, Abel Afa… Cómo se agradece este empujón, gracias chicas y chicos. También recibimos SMS’s de ánimo, como el de Malagueta desde Almería: “…toda la suerte del mundo, paquetillos, estáis en nuestros corazones”, o el del maestro Gebre: “La Maliciosa quedó atrás. La Morcuera pronto lo hará. Y como se me da mal rimar, mucho ánimo y acabar”. Me emociono un poquito (soy facilón), y me acuerdo de todos los paquetes, en especial de Jordan y Gebre. Al uno un resbalón en el hielo, y al otro un resbalón de la vida, les han impedido estar aquí compartiendo esta aventura; estoy seguro de que el año que viene no faltarán. Mientras bebemos, comemos, nos reímos y fotografiamos, el pelotón paquetil se va reagrupando. Llegan Guille y Bandoneón, charlatanes y alegres (no dejaron de animarse a grito pelado en la subida de la Maliciosa) y al rato aparece Carlos Darth, con dos malas noticias. Silvestre no ha llegado a coronar la Maliciosa, y se ha dado media vuelta. Ser papá de nuevo y preparar una carrera de 110 kilómetros son dos tareas incompatibles, y el bueno de Nacho siempre ha tenido clara su prioridad. Habrá más GTP’s para él. Pero la segunda mala noticia es que Carlos se retira. El gemelo le ha dado un aviso serio, y de seguir en carrera se juega su integridad física y la temporada de buceo. Lástima, porque estaba muy fuerte, como demostró en el MAM. Creo que toma la decisión correcta, pero no deja de afectarnos ver que sufrimos las dos primeras bajas. Y el Loco, infatigable compañero el día del MAM, tampoco llega, lo que acrecienta nuestra preocupación. Pero no podemos esperar más, so pena de perder el margen que hemos ganado en este tramo. Así que nos despedimos de nuestros “animadores”, y formamos un cuarteto: Fran Yoku, Jesús Zerolito, Juan Aspen, y yo mismo. A partir de ahí, y hasta ese negro pinar de Valsaín, los cuatro haremos juntos la carrera, compartiendo penas y alegrías durante más de setenta kilómetros.

La subida al collado de la Dehesilla es dura. Las nubes se están levantando, el sol de julio empieza a hacer acto de presencia, y la tierra respira pesadamente jirones de vapor. El calor húmedo y la pendiente son un cóctel explosivo. Sudo a chorros, pero por fin llegamos al control de arriba del collado. 4 horas y 48 minutos de carrera. La bajada, por una ladera exuberante de vegetación y humedad, se hace complicada. A pesar del apoyo de los bastones, me pego el primer par de culetazos, que hieren más mi orgullo que mi cuerpo. Empiezo a notar las primeras molestias en los pies, sorpresa desagradable y preocupante, porque en el MAM no sufrí en absoluto de los pies. No sé si serán las zapatillas húmedas, el calor, o las dos cosas, pero empieza un calvario que acabará por hacer que cada paso sea puro dolor. Dejamos la senda para coger un camino que ya merece tal nombre, recorriendo los para mi gusto más insulsos kilómetros del GTP, bajo un calorcillo regular (podía haber sido mucho peor), hasta llegar al siguiente control, la Ermita de San Blas, 6 horas y 30 minutos de carrera. Este tramo se está haciendo eterno, y aún queda la subida a La Morcuera, que recuerdo de aquel durísimo entrenamiento que nos hizo ver a todos la magnitud del monstruo que teníamos delante. Nos avituallamos, llamo a casa a dar el parte de novedades, y como me entretengo más de la cuenta, cuando arranco veo que mis compañeros me llevan algo de ventaja. Cien metros todo lo más. Cien metros que me cuesta un mundo recortar, me pego un buen calentón. Cuando por fin llego a su altura, en plena subida, hago un “autochequeo” y veo que no voy bien. Los pies han pasado de la molestia al dolor. Treinta y pocos kilómetros y me siento dolorido y agotado, con la sensación de ir con el gancho permanentemente, un punto por encima del ritmo que querría llevar. Juan camina con esa ligereza aparentemente fácil que le caracteriza. Jesús, con una fuerza y determinación impresionantes. Fran, con la tenacidad de los que nunca se rinden. Y yo voy jodido. Estoy comiendo y bebiendo, tomando sales, pero a pesar de todo mi viejo enemigo, el calor, sigue siendo mi Kriptonita. Claro, del malestar físico al mental sólo hay un paso. Los pensamientos negativos empiezan a abrirse paso a manotazos en mi cabeza. Por primera vez pienso que no voy a poder seguir, y tendré que abandonar; solo tengo la duda de si hacerlo en La Morcuera o seguir hasta Rascafría, para hacer al menos medio GTP. Me invade la rabia y la frustración, el sentir que el sueño se esfuma entre mis dedos. Rumio en silencio mi desconsuelo, tanto que mis compañeros, a pesar de que yo no sea precisamente charlatán, se extrañan de mi mutismo. Apenas alcanzo a decir que estoy “muy cansado”. Juan me dice algo que entonces no creí, pero el tiempo le daría la razón: “estás cansado, lógico, pero tu cuerpo puede seguir funcionando con ese cansancio un día entero. Es cuestión de cabeza”. Pues será cosa de cabeza, pero a mí me duelen los pies, tengo una molestia en la cadera, y mi estómago no está en su mejor momento. Y los kilómetros se eternizan hacia La Morcuera, y el Sol pega, y busco la sombra para huir de él, y parece que no llegaremos nunca. Jesús y Juan se despegan unos metros por delante, yo sigo la estela de Fran-diésel, que sube a su ritmo, incansable, ritmo que trato de que sea el mío. Cerca ya del puerto, unos voluntarios nos animan “¡ese chico! ¡esa chica!” dicen al paso de cada corredor. Al llegar yo, una de esas voluntarias me dice “¡ese chico de Rivas!”. Sorprendidísimo, dejo de mirarme los pies, la miro, y la reconozco de la meta del MAM, donde cambié unas palabras con ella. Qué detalle el suyo al recordarme, y darme esos ánimos “personalizados” cuando más los necesitaba. GRACIAS, a ella y a todos los voluntarios, no hay más que esa palabra para agradecerles su trabajo y su esfuerzo.

La Morcuera, por fin. 8 horas 17 minutos de carrera, casi 40 kilómetros. Ficho en el control y caigo rendido al suelo. Estoy derrotado. Es imposible que pueda seguir, no uno ni dos, sino ¡setenta! kilómetros más. GTP, has ganado. No he podido contigo... En estos alegres pensamientos estoy, cuando aparece un rostro que no esperaba ya ver hoy: Javi Locomotoro. Nos cuenta su odisea con el GPS de Gebre, que perdió en la Maliciosa, y tuvo que darse la vuelta y volver a subir para buscarlo (¡y lo encontró!), pero se dio tal calentón y perdió tanto tiempo, que desde entonces fue con los escobas hasta abandonar en la Ermita de San Blas, consciente de que no podría llegar a La Morcuera antes del cierre de control. Pero en lugar de irse a casa se ha venido hasta aquí a ver como estamos y a ofrecernos los macarrones con tomate que tenía preparados. Que tío más grande. Lo malo es que yo debo estar verdaderamente mal, porque apenas puedo comer nada. Veo como Jesús, Fran y Juan comen pasta, pero yo apenas la pruebo. Juan me dice: “Jorge, no hagas tonterías y come”. Obediente, lo hago a regañadientes, como mis hijas cuando “les duele la tripa”. Bebo, descanso, como. Y no sé si es la bendita agua, el bendito descanso, o los benditos macarrones de Locomotoro, pero vuelvo a la vida. Cuando echamos a andar de nuevo, lentos para asimilar la comida y la bebida, los pies rabian de dolor, pero por lo demás me encuentro mucho mejor. Me digo: “por lo menos hasta Rascafría, Jorge”. Este tramo se me hace más agradable. Cuesta abajo, física, mental y casi milagrosamente recuperado, vuelvo a disfrutar de estar aquí, de la hermosura del paisaje, del olor de los pinos, de la inmensidad de las montañas. Bueno, salvo cuando Jesús señala con la mano el lejano puerto del Reventón al que hay que subir, y toda la cuerda hasta Peñalara que habremos de recorrer. Ganas me dan de darme la vuelta hacia La Morcuera. Madre de Dios. Es mejor no pensarlo. Seguimos con buen ánimo, hasta trotamos a ratos, y llegamos a la zona de las Presillas, donde la gente que nos cruzamos nos mira como si fuéramos extraterrestres, salvo unos pocos que nos animan. Por fin, el control del Puente del Perdón en Rascafría. 10 horas 44 minutos de carrera, más de 50 kilómetros en las piernas. Aquí en el avituallamiento hay hasta minibocadillos de jamón y queso. Qué ricos. Los voluntarios se desviven una vez más con nosotros, ofrecen bebida, vaselina, réflex. Decido echar un vistazo a mis pies y cambiarme de calcetines. Madre mía. Tengo unas ampollas en los talones del tamaño de monedas de dos euros (o más). Las de los dedos da miedo verlas. Todo el pie está hinchado. Es un horror. Me pongo un par de Compeed sobre las ampollas, vaselina, calcetines limpios, me calzo las zapatillas y… los pies siguen rechinando de dolor. Lo sensato sería acabar. Pero, cagonlamar, me encuentro con fuerzas para seguir. Dudo un segundo al pensar en otros sesenta kilómetros con dolor de pies, pero decido que voy a continuar. Le dije a mi mujer que Rascafría sería el punto de decisión, así que la llamo y le digo que voy a seguir. El par de segundos de silencio al otro lado del teléfono son más expresivos que mil palabras. Sé que no le hace maldita la gracia que continúe, porque eso significa Peñalara y la noche. Pero me apoya, me anima, y me dice que tenga cuidado. Dicen que detrás de un gran hombre, hay una gran mujer. Pero a veces, algunos hombres grandes (1.85, no está mal) tenemos la suerte de tener no detrás, sino a nuestro lado, a una de esas grandes mujeres. Y doy gracias por ello. Otra vez me emociono, hay que ver qué chico, siempre con la lágrima preparada. Mando un mensaje por el móvil informando de que seguimos adelante. Recibo la respuesta de Juan Uros: “Ánimo y cabecita. Ya solo es restar. Cuidaros”. Y de mi amiga Elisa, que me anima pero también me dice “No te pases. No pierdas la cabeza”. Parece que mi cabeza tiene una bien ganada fama de no estar en sus cabales, pero me reconfortan los ánimos recibidos, siento muy cerca a todos los que han compartido conmigo (y soportado) estos meses con una idea fija en la mente, un sueño en el que estoy metido de pies a cabeza. Y acabo de pasar el punto de no retorno; ya no hay vuelta atrás.

Nos ponemos en marcha de nuevo. Los pies duelen, ni más ni menos que antes, pero uno casi llega a acostumbrarse a esa horrible sensación de ir caminando sobre cristales rotos. Acostumbrados a nuestra vida ociosa y regalada, en la que apenas tenemos que girar un grifo para beber y alargar la mano para comer, hemos perdido la conciencia de nuestras propias capacidades de esfuerzo y sufrimiento. Como decía el anuncio de una bebida deportiva, “el ser humano es extraordinario”. Y bueno, yo extraordinario no soy, más bien normalito tirando a feo, pero veo que puedo soportar el dolor, y por primera vez en muchos kilómetros creo que voy a llegar lejos. No sé cuánto, pero pasar la noche encaramado a los riscos guarrameños no me lo quita nadie. Atravesamos el pueblo de Rascafría, lleno de ambiente deportivo… por el inminente partido de fútbol de España, jugándose con Paraguay el pase a semifinales del Mundial. Los atletas apenas atraemos alguna mirada curiosa, y si acaso alguna palabra de ánimo. Fútbol es fútbol. A la salida, unos paisanos nos preguntan que si vamos al Reventón. “¿Vais a pasar la noche allí?” Bueno, sí, pero no. Vamos a pasar la noche en la montaña, pero no a dormir. Caras de incredulidad. “¿Pero de dónde venís?” De Navacerrada. Caras de incredulidad al cuadrado. Miradas nerviosas. “¿Y a dónde vais?”. A Navacerrada otra vez, dando un pequeño rodeo por el Reventón, Claveles, Peñalara, La Granja, La Fuenfría… Caras de incredulidad al cubo, mirándose entre ellos preguntándose la magnitud de nuestro más que evidente daño cerebral. Yo creo que alguno se queda con las ganas de llamar a la Guardia Civil, o al siquiátrico. Pero nos vamos para arriba, subiendo como locos, locos por subir. Esta no es una ascensión difícil. Es larga, por una buena senda con pendiente constante, atravesando un precioso robledal. La tarde va cayendo; la menguante luz del Sol (que a pesar de las amenazas de tormenta no ha dejado de lucir) juguetea con las hojas de los árboles, y algún rayo travieso consigue a veces atravesar la bóveda vegetal, llenando el bosque de una luz mágica. A pesar de los dolores, los kilómetros y el esfuerzo, disfruto esta subida, este momento, esta maravilla de estar vivo (como mis doloridos pies se empeñan en recordarme) En la subida, asistimos a un ejemplo de selección natural que habría hecho las delicias de Darwin. Los más fuertes se van por delante (Jesús y Juan), y los elementos más débiles nos quedamos un poco por detrás. Durante un tiempo me empeño en cazar infructuosamente a los de delante, seguido por Fran. Al cabo de un rato, es Fran el que tira, seguido por mí, sin que haya forma de pillar a nuestras dos liebres. Pero arriba nos esperan. Cuando por fin coronamos el Reventón con las últimas luces del día (13 horas y 54 minutos de carrera, 61 kilómetros, son casi las diez de la noche), Jesús nos recibe a Fran y a mí con indesmayable ánimo, apretón de manos, palmada en la espalda. Si no fuera por mis compañeros, hace rato que habría abandonado. Estaría en casa, con los pies metidos en un barreño, tomando algo calentito, recibiendo los mimos y reproches cariñosos de mi Santa. Así que no sé si darles las gracias o una buena patada; al final me decanto por las gracias, porque con mis pies una patada me dolería más a mí que a ellos. Los voluntarios nos informan de que hay unos 7 kilómetros a Peñalara, y luego 9 a la Granja. Echamos las cuentas de la lechera, y decimos: “son las 10, en un par de horitas estamos en Peñalara, en otro par en la Granja, a las dos de la mañana; más de dos horas hasta el cierre de Control para descansar, y hasta echar una cabezadita.” Fíjate tú, que listos que somos. Pero la montaña se encargará de ponernos en nuestro sitio. Y lo hará de forma descarnada, feroz, salvaje.


Paquetillos reventados, digo en El Reventón


La noche cae sobre nosotros, y con ella el termómetro se viene abajo. Nos ponemos manga larga, Juan que es muy friolero añade el cortavientos y un par de guantes, nos colocamos el frontal, y hale, echamos a andar, que tenemos una cita con Lara y no es de caballeros hacerla esperar. Cada vez que arranco a andar después de una parada, el dolor de los pies parece insoportable, pero al poco rato puedo seguir, tengo que seguir. Sobre los rescoldos del día, antes de que la oscuridad se adueñe del mundo, la silueta de Peñalara se recorta imponente. Por su ladera, se ve un rosario de lucecitas blancas y rojas: son los corredores que nos preceden, que ya han hecho cumbre y bajan por una pendiente que, de lejos, se antoja imposible. De cerca sería peor. A la luz de nuestros frontales, vamos recorriendo la cuerda hacia el risco de Claveles. Escuchamos el lejano rumor del goooooooool de España. Todo un país pegado al televisor, menos tres centenares de locos corredores y unos doscientos voluntarios no mucho más cuerdos. Sólo unas cuantas vacas silenciosas contemplan, más curiosas que asustadas, el paso de esas criaturas de dos patas con una luz en la cabeza. Hay otra luz que anida en sus esforzados corazones, el deseo de llegar más lejos, más alto. Es noche cerrada cuando llegamos al bosque de piedras del Risco de Claveles. Los corredores nos agrupamos, buscamos a la luz de los frontales las marcas que balizan el camino, a veces bien visibles, a veces no tanto. Trepamos por la roca descarnada con paso inseguro, lento, vacilante, avanzando trabajosamente. Un par de vistosas salamandras negras y amarillas nos salen al encuentro, una vez más me acuerdo de Gebre y de su hijo, en su incansable búsqueda en Gredos de un bichejo semejante a éste, ahora desconcertado al verse en la mano de Juan, enfocado por media docena de focos luminosos que apenas dejan ver tras ellos unos rostros afilados, de ojeras hundidas, con el cansancio esculpido en sus caras. Mientras trepo por los pedruscos, a veces vuelvo la mirada hacia fuera de la ruta. La luz del frontal se pierde en un abismo de negrura espantosa, que no parece tener fin; siento en la nuca un miedo primigenio, ancestral. Pero lo deshecho y me concentro en seguir subiendo. Una vez más, Juan y Jesús se van por delante, yo me quedo atrás con Fran. Las piedras no parecen acabarse nunca, las piernas cansadas trastabillan más de una vez en sus precarios apoyos sobre rocas aparentemente firmes que, a veces, se mueven bajo nuestros pies con siniestro chirrido, rompiendo el negro silencio que nos envuelve. Un voluntario anuncia el fin del calvario “doscientos metros y se acaban las piedras”. Los doscientos metros parecen dos mil, pero por fin llegamos al control de Peñalara. 16 horas y 38 minutos de carrera, casi 70 km. en las piernas. Una vez más nos reagrupamos, constatamos que el “par de horas” hasta Peñalara han sido realmente 2:44, y seguimos adelante. Hemos ascendido mil trescientos metros desde Rascafría, y ahora hay que bajar mil doscientos hasta la Granja. Se han propuesto rompernos las piernas y lo van a conseguir. El principio de la bajada es por una pedrera infernal, de fuerte pendiente. Jesús y Juan vuelven a ganar unos metros. Fran lo está pasando mal, y yo no estoy mucho mejor, así que nos quedamos por detrás. Pronto les perdemos de vista, igual que a un grupito que nos adelanta en la bajada. Estamos solos los dos. Fran me dice que me vaya por delante, que él ya verá como baja, que si me quedo con él no llegaremos. ¿Pero a dónde voy a ir yo, si no puedo con mi alma? ¿Y cómo le voy a dejar sólo, de noche, en mitad de esta maldita montaña? Le animo como puedo, le digo que tenemos tiempo, que vamos a llegar en tiempo, que lo vamos a hacer juntos. Me pongo en cabeza para hacer la bajada, por un sendero apenas intuido con una pendiente tremenda. Las piernas sufren para sujetarme en la pendiente, los pies duelen aún más que subiendo, y como miro hacia delante buscando la siguiente marca en la oscuridad, no veo donde piso, lo que me cuesta pegarme un par de morrones espectaculares, ante la horrorizada mirada de Fran. Pero fuera de alguna magulladura, no hay daños. Sí que empiezo a notar un dolor nuevo que se añade a mi ya extenso catálogo de molestias: la rodilla derecha se está cargando en la bajada, y con un sordo runrún mi sufrida articulación hace notar su presencia. Por fin, terminamos la bajada. Ha sido horrible. Pero estamos enteros y vivos, dolorosa e intensamente vivos, respirando con ansia el frío aire de esta noche inolvidable. Cruzamos algunos arroyos, bebemos de su agua cantarina y nos refrescamos, y cogemos una senda a través del bosque que habrá de llevarnos a la Granja. Sigo en cabeza, ponemos un ritmo de marcha bastante aceptable, tanto que a lo largo de los interminables kilómetros bajo las estrellas y los pinos, empezamos a alcanzar y superar a unos cuantos corredores de los que nos precedían. Saludamos a todos, muchos devuelven el saludo, algunos ya no tienen fuerzas ni para saludar, caminan como espectros en medio de la noche. De nuevo, el camino se hace eterno. Escucho ecos lejanos de música, La Granja tiene que estar ahí, pero parece que no llegaremos nunca. Pero llegamos. Son más de las tres y media de la mañana (y pensábamos llegar a las dos…) Muy justos, pero en tiempo; estamos seguros de que Jesús y Juan se habrán ido ya, es imposible que apuren tanto para esperarnos poniendo en peligro continuar en carrera. Pero cuando entramos en las calles del pueblo, Fran recibe una llamada en el móvil: es Jesús, que quiere saber cuánto nos falta para llegar, porque nos están esperando. Hace más de media hora que llegaron, pero no se irán sin nosotros. Me siento agradecido, emocionado… Siempre he sabido que sólo no podría hacer esto. Ahora sé que, con ellos, haré esto y lo que me pongan por delante. Llegamos por fin al control de La Granja, Jesús sale a nuestro encuentro con una inmensa sonrisa, solo eclipsada por el enorme bocadillo que sostiene en sus manos, me ofrece un mordisco y yo, por no hacerle un feo y porque me muero de hambre, acepto encantado. Llevamos 19 horas y 38 minutos de carrera. Oficialmente, unos 78 kilómetros, aunque el GPS de Fran canta una realidad bien distinta: 84 kilómetros, 6 más de los anunciados. ¿Queríais GTP?: tomad taza y media.

Y hablando de tazas, llevamos todo el camino pensando en el prometido caldito caliente que nos van a dar aquí. De entrada, Jesús nos dice que se ha terminado, y nos llevamos un chasco considerable. Pero luego aparece un voluntario con un puchero más de caldo, y me sirve un generoso vaso. Después de un día entero comiendo y bebiendo porquerías, el líquido caliente que baja por mi garganta me parece néctar divino, pura vida que caldea mi cansado corazón y mi entumecido cuerpo. Una vez más, gracias infinitas al artífice de este regalo, el dueño de un restaurante de La Granja. Mientras bebo el caldo y picoteo en el avituallamiento, miro a mi alrededor. Veo a Juan intentando dormitar sobre dos sillas, sentado con las piernas estiradas. Paseo la mirada por el resto del Control, y parece un Hospital de campaña en algún frente de batalla. Corredores abatidos, desplomados en las sillas, alguno tapado con la manta térmica, de rostros desencajados y mirada perdida, esperan el autobús que ponga punto final a su aventura. Los voluntarios nos informan de que sólo seguimos en carrera doscientos y pico corredores. Hay ya más de doscientos abandonos, lo que da idea de la terrible dureza de la prueba. Nos enteramos de que entre los caídos están Bandoneón (en Rascafría) y Guille (en el Reventón, obligado a retirarse por problemas estomacales). Pero nosotros estamos aquí. Nos quedan algo más de 30 kilómetros, un abismo, pero vamos a ir a por ellos. Fran intenta que nos vayamos los tres por delante y le dejemos a él a su ritmo, pero le convencemos a duras penas de que ha superado el mal momento de Peñalara y ha hecho el tramo a buen paso, adelantando gente, llegando en tiempo, y podemos seguir juntos. Nos ponemos en pie. Vamos a continuar. Nos despedimos de los siempre admirables voluntarios, y empezamos a andar. Mis primeros pasos, como siempre, son puro dolor. Pero se une algo nuevo. La maltrecha rodilla derecha, que tanto ha sufrido en la bajada de Peñalara, se ha enfriado, y ahora duele como el infierno. El dolor baja por la pierna hasta el talón. Mecagontodoloquesemenea. No les digo nada a mis compañeros, bastante tiene cada uno con lo suyo, y me digo que en cuanto se caliente, dejará de doler. No es así, pero el dolor entra, como el de los pies, en la categoría, cada vez más amplia, de soportable. Atravesamos el animado pueblo de La Granja, lleno de gente disfrutando de la noche veraniega en bares y terrazas, que nos saludan y hacen inciertas invitaciones a tomar una copa (por la hora, muchos de ellos están en plena exaltación de la amistad). Un grupo de chicas, con la vista evidentemente nublada por el alcohol, expresan en alta voz el deseo de que nuestros cansados traseros no pasen hambre. Lo mejor es cuando un lugareño se ofrece a llevarnos en coche hasta la Boca del Asno “y así os ahorráis unos kilómetros”. Por decencia deportiva y porque el aliento del presunto conductor delata un estado de ebriedad que desaconseja que se ponga al volante de un coche, declinamos el ofrecimiento. Y por fin dejamos atrás el ruido y las luces del pueblo, internándonos en los inmensos y oscuros bosques de Valsaín, siguiendo el curso del Eresma por las Pesquerías Reales. Aún es noche cerrada. El camino es fácil, llano y monótono en la oscuridad. Quizá eso hace que el cansancio, el sueño, hasta ahora agazapado en un rincón, salga de su escondrijo y empiece a posar su pesado manto sobre nosotros. Empezamos a dormirnos de pie. Caminamos dando tumbos, haciendo eses, tropezando. Juan intenta animarnos con canciones, con juegos, algo que mantenga nuestra mente despierta. Pero no encuentra mucha colaboración por nuestra parte. Finalmente, cerca de la Boca del Asno, Fran dice que no puede dar un paso más. Que necesita descansar. Todos lo necesitamos. Apagamos los frontales, nos sentamos en el suelo, y la oscuridad del bosque nos cubre como una manta, mientras nuestros párpados se desploman, y mi cabeza vuela hacia atrás, al momento en que empezó todo esto, hace apenas unas horas...


Al cabo de un rato ¿cuántos minutos han pasado? ¿quince, veinte? Jesús levanta la cabeza. "Son las seis. Hay que seguir". Nos ponemos trabajosamente en pie, encendemos los frontales, y vamos al encuentro de Fran, que no da crédito a nuestra aparición. Pensaba que nos habíamos ido. Y nos dice que no le esperemos, que no puede más, que va a abandonar. Tratamos de convencerle, pero no hay forma. Su decisión es firme. Y nos ruega que nos vayamos. Nos resistimos a ello, después de tantas horas, tantos kilómetros, tanto vivido juntos... Pero finalmente, nos despedimos, estrechándonos las manos con un poso de tristeza, y nos vamos dejándole allí. Creí que los cuatro aguantaríamos hasta el final, es un mazazo que no esperaba. Y mi rodilla, fría otra vez, vuelve a unirse al discorde concierto andante doloroso que ofrecen mis pies. Las primeras luces del alba empiezan a rasgar el velo de sombras que nos envuelve. La noche, la temida noche, ha terminado, y caminar por este bosque al amanecer es un regalo de vida. Al fin llegamos al control de la casa de la Pesca. 23 horas y un minuto de carrera, noventa y pico kilómetros en las piernas. Quedan 22 a meta, una media maratón. Aún. Los voluntarios se desviven con nosotros, nos ayudan a rellenar el agua, incluso a abrir una lata de Nestea... Nos despedimos de ellos, y encaramos el siguiente tramo, que nos llevará al puerto de la Fuenfría, la última gran montaña de este viaje.

Atravesamos la hermosa inmensidad de estos pinares que se antojan infinitos, bañados por la primera luz de la mañana, y aunque vamos ganando kilómetros, no subimos ni un metro. ¿Dónde está la subida al puerto de la Fuenfría? Pronto recibimos la respuesta. La subida al puerto es un arrastradero de troncos. Un ¿camino? de pendiente imposible, el penúltimo regalo del GTP a nuestras castigadas piernas. Juan, siempre optimista, nos dice que subiendo a este ritmo, el puerto acabará pronto; no sé que acabará antes, si el puerto o mis menguadas fuerzas. Pero voy paso a paso, ahora un pie, ahora el otro, clavo los bastones, tiro para arriba, aprieto los dientes, otro paso adelante, los pies me están matando, miro hacia la cuesta, ahí sigue la muy cabrona, otro paso más...

Y al fin oímos las voces y los ánimos de unos voluntarios. Es el final del puerto, 24 horas y 15 minutos de carrera. "Venga que ya lo tenéis" nos dicen. Es verdad. Ya lo tenemos, pienso. Aún quedan unos cuantos kilómetros, pero ya lo tenemos. No se nos va a escapar. Nos despedimos de los sonrientes voluntarios, y encaramos el penúltimo tramo, que nos llevará por el Camino Schmidt hacia el Puerto de Navacerrada. Nos cruzamos por aquí con algunos corredores entrenando, da gusto verles correr y saltar entre las piedras, y de todos ellos recibimos palabras de ánimo, de reconocimiento. Jesús recuerda de golpe que lleva en la mochila unos cruasanes rellenos de chocolate. Juan dice de comerlos en el puerto de Navacerrada. Jesús duda. Yo, naturalmente, voto por comérnoslos ahora mismo. Se impone mi sesudo y meditado criterio, y damos buena cuenta de la denostada bollería industrial. Todo suma, como decimos los paquetes. Juan (incansable) dice que le apetece trotar para soltar las piernas (!!!) Yo para soltar las piernas tendría que tirarme al suelo y hacer sonar el silbato, para que vinieran a buscarme los de Rescate en Montaña con una camilla, pero en fin... El caso es que Juan se va, trotando alegremente, como si no llevara cien kilómetros a las espaldas. No puedo dejar de pensar que, si quisiera, él podría haber llegado a meta en 20 horas o menos, pero ha preferido ir con nosotros, cosa que nunca le agradeceré bastante. Sus ánimos, su fuerza y su optimismo tiraron de nosotros y nos hicieron sacar de donde ya no había nada. Mientras le vemos marchar, Jesús y yo, menos expansivos en nuestras demostraciones de fuerza (traducción: apenas podemos levantar los pies), seguimos caminando a nuestro ritmo, mientras el sol empieza a calentar el bosque, y el olor a pino, a jara y a tomillo nos envuelve. A pesar del cansancio, disfrutamos la mañana, el camino, la charla y la cada vez más fuerte convicción de que lo vamos a conseguir. Llegamos al Puerto de Navacerrada, nuevo ruidoso y alegre recibimiento por parte de los voluntarios de turno (siempre con una enorme sonrisa en la boca), nos informan de que tenemos que bajar hasta el chalet para avituallarnos, y luego volver a subir. Pues vale, a estas alturas no nos vamos a poner con remilgos... Así que llegamos al chalet, 25 horas y 42 minutos de carrera, y más de 100 kilómetros en nuestros pies.

Aquí nos espera Juan, que hace un rato que ha llegado, y una auténtica comilona: jamón, queso, caldo... y una vez más, la sonrisa y la admiración de los voluntarios es uno de los mejores avituallamientos que podemos recibir. Nos informan de que, entre unas cosas y otras, nos vamos a hacer casi 120 kilómetros, en lugar de los 110 prometidos. Ya todo me da igual. Si me pidieran hacer 130, creo que también los haría. Porque mientras comemos y bebemos, no podemos quitarnos la sonrisa de la cara, la sonrisa de saber que lo estamos consiguiendo, lo tenemos en la mano, estamos tocando el sueño con la punta de los dedos, y solo queda agarrarlo fuerte y que no se escape. Llamo a Belén, mi mujer, y le digo que lo vamos a conseguir. Que la quiero. Y que me espere, que en algo más de un par de horas estaré en Navacerrada. Salimos del chalet, empezamos a subir de nuevo al puerto para empezar el último tramo y vemos a otro corredor que ahora baja hacia el chalet. Me fijo en su cansada figura, en su dorsal, el 313, y me digo: mira, acaba en 13, como el mío y el de Fran... ¡Coño! ¡PERO SI ES FRAN! Mi cabeza está tan embotada, que en un primer momento creo que ha abandonado, como nos dijo, y ha venido aquí sólo para vernos. Nada de eso. Este cabezón, terco, indestructible y admirable mamonazo ha seguido solo. Se ha chupado en solitario la horrible subida de la Fuenfría, y los 6 kilómetros hasta el puerto de Navacerrada y aquí está, dispuesto a terminar. La alegría es enorme, como corresponde, pero aunque le decimos que le esperamos, dice que no, que prefiere seguir a su ritmo, que es lo que le va bien. Nos convence, y nos vamos, pero con la felicidad de saber que está ahí, detrás nuestro, y que va a acabar el GTP.

Y empieza el último tramo. El que nos llevará a meta. Por fin. Recorremos la senda de las Cabrillas, última subida de la carrera. En seguida, una pronunciada bajada hacia la Barranca, donde mis pies aúllan de dolor. Creo que el eco de sus gritos retumba por todo el valle. Nos encontramos con corredores entrenando, con ciclistas, con excursionistas, con un retén de bomberos que nos avisa de que nos estamos confundiendo de camino... con todos cruzamos saludos y sonrisas, lo vamos a conseguir. Veo a mis pies todo el valle, hermosura, verdor y piedra, calentado por el radiante Sol de este día de julio. Frente a mí, La Maliciosa, apenas ayer empezaba allí esta aventura... y tan sólo dentro de unos kilómetros, estará terminada. Terminamos de bajar, sobrepasamos La Barranca y tomamos la senda de tierra que nos devolverá a Navacerrada, Jesús empieza a recibir llamadas, de Coral, de Jordan... a todos contesta exultante: "¡Estamos llegando!" Entonces a Juan se le ocurre decir: "venga, lo estáis deseando, ¿porqué no corremos?" Jesús y yo nos miramos, compartiendo la impresión de que finalmente la dureza de la prueba le está pasando factura y el pobre muchacho ya no está en sus cabales. Pero no, va en serio, insiste, y no sé cómo, pero nos vemos corriendo. Troto lento, torpe como un pingüino fuera del agua, pero como dijo Juan, los pies no duelen más que andando, y vamos más deprisa. Mientras trotamos, vemos a lo lejos a un corredor que viene subiendo por el camino, en sentido contrario al nuestro. Sólo cuando esta cerca, reconocemos en él a Luis Ibki, nuestro Ironman. Yo no sé si nos alegramos más nosotros de verlo a él, que él de vernos a nosotros, nunca olvidaré su cara de genuina alegría al encontrarnos. Va al encuentro de Fran "para traerlo a rastras si hace falta". Grande Luis. Seguimos trotando, adelantando a unos cuantos corredores, llegamos a la rotonda de acceso al pueblo, y entramos en las calles de Navacerrada. El pueblo bulle de actividad, la gente abarrota las terrazas de esta soleada mañana de domingo, pasea por las calles, curiosea por una exposición de coches de época... y mira con extrañeza a estos tres tipos estrafalariamente vestidos, cargados con mochilas, alguno con bastones, y con un dorsal al pecho, que cruzan por entre ellos trotando despacito, sonrientes pero con cara de cansancio, como si necesitaran echar un sueño. No saben que el Sueño lo estamos viviendo.



Ya llegamos, ya llegamos...(foto cortesía de mi hija Laura)


Nos encontramos con Iván Cabesc y su familia. Una sonrisa enorme pintada en su cara. Como la que le devolvemos nosotros. Le saludamos brevemente, le preguntamos por su carrera (24 horas, sensacional), y nos vamos, es que tenemos prisa por llegar, nos están esperando. Qué largo y que grande se nos hace el pueblito de Navacerrada. El polideportivo, allí está, vamos derechos hacia él, tanto que confundimos el camino, unos voluntarios nos llaman a gritos, damos la vuelta muertos de risa, bajamos hacia la entrada a los campos de fútbol, de allí salimos hace ya 28 horas. En la puerta, un inesperado regalo. Mi mujer y mis hijas han llegado a tiempo, y allí están saltando y aplaudiéndonos. Me voy hacia ellas, las abrazo y las beso, yo podría quedarme aquí ya, porque he llegado a mi meta, pero faltan doscientos metros, los últimos doscientos metros, así que me uno a Juan y a Jesús y entramos en el polideportivo a recorrerlos. Allí está la línea de meta. No sé si reir o llorar. Creo que hago las dos cosas, pero se impone la alegría, una alegría enorme, inmensa, ya no me duele nada porque mi cuerpo es pura emoción y pura felicidad, lo hemos conseguido, no puedo creerlo, LO HEMOS CONSEGUIDO.




Me ponen la medalla, paso el chip por el control por última vez, 28 horas y 3 minutos. Me abrazo otra vez a mi mujer, y entonces sí que lloro. Hace un instante me sentía fuerte e invencible, y ahora no soy más que un chico que se abraza a su chica, y llora como un niño. Alegre, dolorido y emocionado, me seco las lágrimas, y me río, y el corazón se me quiere salir del pecho; apenas puedo caminar sobre mis destrozados pies, y pienso en todos los paquetes, los que se pusieron en la salida, los que no pudieron hacerlo, los que quedaron por el camino, todos los que soñamos un día con hacer esto, y me digo que valió la pena soñar con vivir esta aventura, y aventurarnos a vivir este sueño.

Vale la pena soñar.