viernes, 28 de mayo de 2010

Vuelo nocturno

Llego a casa cerca de las nueve, tras una intensa tarde de Extreme Shopping (Yoku dixit) Después de dar el parte de novedades a mi santa, besuqueos a las niñas, y tal, me percato de que hoy toca correr. Me debato entre salir a cubrir el expediente con una faena de aliño (una horita de trote suave), o hacer algo más. Me viene un mal pensamiento (no es la primera vez que me visita): aprovechar la tardía hora para hacerme unos cortados nocturnos con el frontal. Mi cuerpo protesta, porque se huele que al final voy a hacer el cafre (soy un ansia viva), y efectivamente a las 21:21 estoy en la calle con las Trabucco, llevando un cinturón con bidón y el Ojo de Mordor acoplado a él. Todavía hay luz diurna (el sol se pone a las 21:35), de momento troto tranquilamente hacia el pueblo por las calles de Rivas. Cuatro kilómetros después, el pueblo se me ha acabado. Comienzo el primer tramo de los Cortados, cuesta arriba, las sombras van poco a poco robando su luz al día, pero se ve lo suficiente como para correr sin tropiezos. A mi derecha, hacia Cuenca, resplandores de lejanos relámpagos iluminan nubes negrísimas. Frente a mí, hacia Alcalá, ídem de ídem. A la izquierda, también hay un resplandor, el de Madrid, y elevándose sobre la luz de la ciudad se destacan cuatro negras siluetas. Las torres de Mordor, guardianas de la puerta que me llevará hacia las Montañas del Destino, que apenas se intuyen bajo nubes aún sonrojadas por la última mirada del Sol.

Cuando llego a lo alto de los Cortados son las 22:06. Ya está bastante oscuro, el camino empieza a vislumbrarse más que verse, así que me paro, echo un buchito de agua, y me coloco El Ojo. Ajusto la anchura del haz luminoso, su intensidad, y a correr. Al principio con muchas precauciones, aunque pronto me acostumbro a centrar mis ojos en el círculo luminoso que me precede e ilumina el camino. A los lados, la luz hace que las plantas proyecten sombras fantásticas. Frente a mí, cada dos por tres unos ojos relucen con fosforescencia siniestra, pero al acercarme veo que los portadores de tan inquietantes ojos no son diabólicas criaturas de la noche, sino conejos, ratones, murciélagos y pequeñas rapaces nocturnas. Y es que la noche bulle de vida. Además de los mencionados, cruzan frente a mi miríadas de pequeños insectos: mariposillas, mosquitos, luciérnagas… en el suelo, el haz luminoso alumbra de tanto en cuanto autopistas de hacendosas hormigas, y alrededor mío, la noche me devuelve mil y un sonidos de animalillos ocultándose en la maleza. Pienso que me alegro de que, ahora mismo, el animal más peligroso que pulula en la soledad de esta noche sea yo; la presencia de algún tigre de dientes de sable u otro superdepredador de tiempos pretéritos le añadiría un puntito de emoción a esta salida nocturna, pero por hoy me basta con no esmorrarme contra el suelo. Y es que, distraído en la contemplación de la fauna de la noche, he pegado un tropezón en una piedra que a poco termina con mis huesos en tierra. No hay que perder la concentración un solo instante, pero es difícil no sucumbir al inquietante encanto de las sombras. Ruidos de pisadas que parecen seguir las mías me hacen volver la cabeza, sin ver más que el solitario camino que he dejado atrás, mientras por encima las desgarradas nubes apenas dejan entrever el resplandor de la luna. Frente a mí, conejillos de ojos iridiscentes brincan a esconderse, mientras contra el cristal de mis gafas, atraídos por la luz, chocan pequeños insectos. Me alegro de haber traído las gafas de correr con los cristales blancos, en esta época del año lo hago siempre para preservar mis ojos en la medida de lo posible del polen, pero hoy se me revelan imprescindibles para evitar visitas no deseadas a mis globos oculares. Dejo atrás la zona más abierta de los cortados, batida por un suave viento nocturno, y me adentro en el pinar. La noche es cada vez más cerrada y la oscuridad más intensa, pero el Ojo ilumina con fuerza. A veces giro la cabeza hacia los pinos de los lados; el haz de luz ilumina las primeras filas de árboles, pero poco más allá sólo impera la negra oscuridad del bosque, apenas arañada por mi luminosa presencia. Un mosquito especialmente pertinaz juguetea en mi nariz, paso la mano frente a mi cara para espantarlo y el reflejo de la luz en mi blanca y lechosa mano me deslumbra momentáneamente; impresiona la intensidad del poder del Ojo.

Finalmente, tras un repecho, veo las primeras casas que marcan el fin de los Cortados. Una sensación agridulce me embarga: por un lado me alegro de llegar, ya que la hora empieza a ser muy avanzada, pero por otra lamento que termine esta mágica cabalgada nocturna, intruso por una vez en el Reino de la Noche. Ya no hay remedio. Mis pasos me llevan a la primera zona iluminada por las farolas. Apago el frontal, bebo agua, respiro con fuerza, y troto feliz hacia mi casa. Han sido 90’ de carrera, cuarenta de ellos con el Ojo, que guardaré en el recuerdo como uno de esos entrenos “especiales” que nos salen de cuando en cuando, sin buscarlo, sin planearlo. E inevitablemente, mi mente vuela a la noche del 3 al 4 de julio. Antes de entrar en casa, miro hacia el Oeste; allá lejos las montañas, mudos gigantes de piedra, esperan.

1 comentario:

  1. Especial, muy especial salida Jorge, de las que merecen la pena y se recuerdan con el tiempo...

    Es curioso. Esa sensación de que alguien corre detrás de tí también la he sentido con frecuencia, de día y en sitios "normales", por lo que descarto que sea debida al miedo. ¿Será algún efecto cuántico debido a nuestra pavorosa velocidad?

    Hasta mañana, frutero. ;-)

    ResponderEliminar